Techo de cristal

El difícil acceso de mujeres a altos cargos del Poder Judicial

 

Nuestro país enfrenta una situación crucial que afecta la composición de su máximo tribunal de Justicia y, por tanto, uno de los pilares centrales del sistema democrático. El Poder Ejecutivo nacional postuló a dos varones para cubrir las vacantes en la Corte Suprema de Justicia de la Nación, un tribunal ya integrado por tres varones. Esta decisión ha generado una fuerte discusión pública sobre la representación de género en las altas esferas del Poder Judicial, que no es más que un nuevo capítulo del histórico debate sobre qué lugar deben ocupar las mujeres en los espacios de toma de decisión en general.

Para comprender la situación actual y lo sensible del asunto, es necesario revisar brevemente la historia. Desde su creación en 1863, la Corte Suprema ha tenido 107 integrantes. De estos, solo tres fueron mujeres. La primera, Margarita Argúas, fue nombrada en 1970. Las otras dos, Elena Highton de Nolasco y Carmen Argibay, fueron designadas en 2004 como resultado, en gran medida, del Decreto 222/03. 

Esta norma establece en su art. 3 que “al momento de la consideración de cada propuesta, se tenga presente, en la medida de lo posible, la composición general de la Corte Suprema de Justicia de la Nación para posibilitar que la inclusión de nuevos miembros permita reflejar las diversidades de género, especialidad y procedencia regional en el marco del ideal de representación de un país federal”.

Con el fallecimiento de Carmen Argibay en 2014 y la renuncia de Elena Highton de Nolasco en 2021, la Corte Suprema volvió a estar compuesta exclusivamente por varones. Ahora, con dos vacantes por cubrir y como adelantamos, el Presidente decidió postular a dos varones más.

Esta decisión provocó numerosas críticas y cuestionamientos por parte de la ciudadanía y de organizaciones de la sociedad civil, las cuales fueron manifestadas ante el Ministerio de Justicia en el marco del procedimiento previsto al efecto por el propio Decreto 222/03, en medios de comunicación y, recientemente, también ante el Senado de la Nación. 

Tan serio es el asunto que la situación llevó incluso al planteo de distintas acciones judiciales para impugnar las señaladas postulaciones. El argumento central de estos procesos judiciales, actualmente en trámite, es que la propuesta de dos varones viola el derecho a la igualdad y no discriminación consagrado tanto en la Constitución nacional como en tratados internacionales y en el señalado Decreto 222/03, además de afectar el corazón del sistema democrático y el Estado de derecho [1].

Es que la igualdad de género no es solo un ideal abstracto, sino un derecho reconocido en la Constitución y en numerosos tratados internacionales que la Argentina ha ratificado. En particular, destacamos que la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), que tiene jerarquía constitucional en nuestro país, establece en su artículo 7 que los Estados deben tomar “todas las medidas apropiadas para eliminar la discriminación contra la mujer en la vida política y pública del país”.

Más allá del aspecto legal, me interesa subrayar que hay razones prácticas y de legitimidad democrática por las que la diversidad de género en la Corte Suprema es importante. Los jueces, como todos los individuos, están influenciados por sus experiencias de vida. Una Corte Suprema diversa, que refleje la composición de la sociedad, está mejor equipada para comprender y abordar la complejidad de los casos que llegan a sus estrados.

Además, la presencia de mujeres en altos cargos judiciales tiene un efecto simbólico en la sociedad. Envía un mensaje a las niñas y adolescentes de que pueden alcanzar las posiciones más altas en cualquier campo, incluido el judicial. Desde esta perspectiva, y desde una mirada más general, una composición paritaria también contribuiría a cambiar estereotipos sobre los roles de género que aún persisten en nuestra sociedad.

El gobierno ha argumentado que se eligieron a los candidatos más idóneos basándose en sus méritos y capacidades. También señaló que el Decreto 222/03 solo requiere que la diversidad de género se tenga en cuenta, según vimos, “en la medida de lo posible”.  Y que, por ello, no se trata de una obligación estricta que se deba cumplir (a pesar de que en los actos de postulación se refirió expresamente a esto como una “exigencia”).

Las organizaciones y personas que están llevando los casos ante el Poder Judicial argumentan que la decisión del gobierno perpetúa una discriminación estructural contra las mujeres en el acceso a los más altos cargos del Poder Judicial. También señalan que, mientras las mujeres son mayoría en los cargos de entrada al sistema judicial, su presencia disminuye en los puestos más altos. 

En efecto, según datos de la propia Corte Suprema, las mujeres ocupan solo el 31% de los cargos de magistrados en la Justicia nacional y federal. Este fenómeno, conocido como “techo de cristal”, no se explica por una falta de interés o capacidad de las mujeres, sino que es el resultado de barreras invisibles que incluyen prejuicios, estereotipos de género y arraigadas prácticas institucionales patriarcales que favorecen a los varones en los procesos de selección y promoción.

Frente a ello, la decisión de postular a dos varones para la Corte Suprema no hace más que reforzar tales barreras y enviar a la sociedad el mensaje de que los espacios de mayor poder y decisión en el sistema judicial siguen siendo territorio exclusivamente masculino.

Además, una Corte Suprema sin diversidad de género tiene implicaciones para toda la sociedad. Los tribunales, y especialmente la Corte, toman decisiones que tienen un impacto profundo en la vida de las personas y en la forma en que se interpreta y aplica la ley. Lo hicieron siempre, y desde la reforma constitucional de 1994 lo hacen cada vez más al intervenir en procesos colectivos y de interés público.  Una Corte diversa está mejor preparada para entender y abordar los complejos conflictos legales y sociales que llegan a sus estrados.

En este orden de ideas, vale destacar también que una Corte Suprema que no refleja la diversidad de la sociedad pierde legitimidad ante los ojos de la ciudadanía. En una democracia es fundamental que las instituciones sean percibidas como representativas y conectadas con las realidades de todas las personas.  Es imposible que esto suceda cuando, mientras más de la mitad de la sociedad son mujeres (de acuerdo con el último censo nacional), el máximo Tribunal de Justicia del país está integrado exclusivamente por varones.

Por todo esto, resulta imperativo ampliar y profundizar el debate público sobre el tema. Y para eso es necesario subrayar que la composición de la Corte Suprema, lejos de una cuestión palaciega, es un asunto que afecta de manera muy trascendente a toda la sociedad.  

Ese debate debería centrarse, especialmente, en comprender la altura y el grosor de las barreras estructurales que impiden a las mujeres alcanzar los más altos cargos en el sistema judicial, con el fin de buscar alternativas de política pública y generar acciones concretas e inmediatas para enfrentar el fenómeno.

En definitiva, la lucha por una Corte Suprema que refleje la diversidad de la sociedad es parte de una lucha más amplia por la igualdad de género en todos los ámbitos de la vida pública y privada.  Esta lucha no es exclusiva “de las mujeres” o “para las mujeres”.  Sería un error pensar eso, ya que se trata de una cuestión de justicia y equidad mucho más profunda que, al final de cuentas, busca proveer a la sociedad argentina de un sistema de administración de justicia más democrático.

Es momento de reflexionar seriamente sobre el tipo de instituciones que queremos para nuestro país y de actuar en consecuencia. La igualdad de género en la Corte Suprema no es un lujo, una gracia ni una concesión de las autoridades, sino una imposición convencional, constitucional y reglamentaria, y una verdadera y propia necesidad para un sistema de administración de justicia legítimo democráticamente. 

El desafío está planteado, actualmente, en sede del Senado de la Nación y ante el Poder Judicial. Necesitamos de funcionarios y funcionarias públicas (en este caso, senadores, senadoras, jueces y juezas) que estén a la altura de las circunstancias. Y también de una sociedad comprometida que tome consciencia de la gravedad del asunto y exija en consecuencia.

 

 

 

[1] “Gil Domínguez, Andrés y otros c/ en s/ Amparo Ley 16.986” (CAF 6034/2024), con sentencia de primera instancia adversa y actualmente con un recurso extraordinario por salto de instancia pendiente de decisión ante la Corte Suprema; y “Asociación Civil con Personería Jurídica Red Mujeres para la Justicia y otros c/ Honorable Cámara de Senadores de la Nación y otro s/ Amparo” (CAF 10637/2024), con medida cautelar rechazada en primera instancia y pendiente de decisión ante la Cámara de Apelaciones del fuero, y con el expediente principal a dictamen del Fiscal previo a dictar sentencia definitiva.

 

 

 

 

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