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Tanto en Estados Unidos como aquí, el glifosato enferma y mata
Hace nueve años, un grupo de investigación de Estados Unidos publicó un estudio producto de la recolección durante dos décadas de datos que relacionan información sobre más de veinte enfermedades crónicas graves con el consumo anual del herbicida glifosato en ese país.
La sospecha y la idea de relacionar estas variables no fue casual. Ya se estaba acumulando evidencia de que el glifosato interfiere con muchos procesos metabólicos en plantas y animales. En estos últimos, se detectaron residuos del herbicida vehiculizados por su alimentación basada en vegetales portadores del herbicida. El disparador fue la advertencia de que en los últimos veinte años previos a dicha investigación, había habido un crecimiento llamativo en la incidencia de enfermedades serias en los Estados Unidos junto con una disminución de la expectativa de vida.
La incidencia de estas enfermedades aumentó drásticamente a mediados de los '90 y coincide con aumentos muy parecidos en la producción de cultivos transgénicos, es decir, cultivos cuyas semillas fueron modificadas genéticamente para que estos puedan sobrevivir a la aplicación de pesticidas. Durante el mismo período, subió exponencialmente el porcentaje de cultivos transgénicos. y también la cantidad de glifosato echado sobre los campos sembrados. Además, la aparición de estas enfermedades ocurría a edades cada vez más temprana.
Los investigadores norteamericanos recolectaron datos de cultivos genéticamente modificados, datos de aplicación de glifosato y datos de enfermedades epidemiológicas. Encontraron una relación muy cercana entre el uso intensivo de glifosato en la agricultura y enfermedades como hipertensión, infarto, diabetes, obesidad, desórdenes metabólicos, Alzheimer, demencia senil, Parkinson, esclerosis múltiple, autismo, enfermedad inflamatoria intestinal, infecciones intestinales, fallas renales; además de cáncer de tiroides, hígado, vejiga, páncreas, riñón y leucemia.
La correlación era particularmente significativa entre estas enfermedades y el porcentaje sobre el total cultivado de maíz y soja genéticamente modificados y por lo tanto la cantidad de glifosato utilizado. Los resultados mostraron un incremento casi a la par de todas las variables. Concluyeron que “hay una altísima correlación entre el aumento de cultivos con semillas genéticamente alteradas, el uso intensivo de glifosato y el aumento de una multiplicidad de enfermedades graves.”
Los investigadores desestimaron la posibilidad de que esta alta correlación sea producto de la coincidencia. Una enfermedad como el cáncer podría originarse de múltiples maneras, pero las tendencias incrementales de las curvas obtenidas van tan a la par que es altamente improbable que ese aumento pudiera deberse a otra cosa que no fuera el uso del agroquímico. Los resultados se replicaron para las 22 enfermedades investigadas, en todos los casos con altos grados de correlación y significancia.
Más recientemente, un estudio similar fue realizado en la Argentina y publicado en una revista internacional por un grupo interdisciplinario de investigadores pertenecientes a distintos centros académicos y de investigación. El estudio de campo se realizó en ocho localidades de la provincia de Santa Fe que cubren parte de una región de agricultura intensiva. En la Argentina, las provincias centrales de Buenos Aires, Entre Ríos, La Pampa y Santa Fe y Córdoba son especialmente aptas para la agricultura. Esta región se conoce como La Pampa Húmeda y ahí se cosecha el 85% de los principales cultivos que produce el país: maíz, trigo y soja.
Desde la introducción de la soja resistente al glifosato en 1996, la agricultura basada en el uso de dicho herbicida ha sido absolutamente predominante en esa región, extendiéndose con el tiempo a otros territorios aptos (o adaptables por desmonte) para la agricultura. La población de los pueblos encuestados vive a una distancia de los campos fumigados que, en el mejor de los casos, no supera los 400 metros No todos los pesticidas llegan al destino pretendido, sea las malezas, hongos o insectos. Un gran porcentaje se dispersa en el ambiente. Se ha detectado su presencia en poblaciones urbanas de pueblos rurales. Esto se agrava por las grandes cantidades de pesticidas, en particular glifosato, usados en dicha región pampeana.
Para la investigación, entre 2010 y 2019 grupos de estudiantes y docentes del último año de la carrera de medicina de la Universidad Nacional de Rosario, realizaron encuestas, casa por casa, en poblaciones de menos de 10.000 habitantes. Preguntaron en cada vivienda: ¿Alguien de este hogar tuvo algún tipo de tumor o cáncer en los últimos quince años? ¿Algún miembro de la casa murió en los últimos quince años? Las preguntas y respuestas discriminaban además por género, edad, año y causa de muerte.
Los resultados son sorprendentemente (o no tanto) parecidos a los que habían obtenido sus colegas norteamericanos. Mostraron, en primer lugar, cifras por encima de los valores a nivel nacional en muertes por cáncer de mama, colon, pulmón, útero, próstata, laringe, riñón, hígado, melanoma, cerebro y tiroides. Además se concluyó que hay una probabilidad dos veces y medio mayor de morir de cáncer, si uno vive en uno de estos pueblos, en comparación con la población en general.
El grupo de investigación consideró tres índices para comparar la presencia de cáncer en estos pueblos con las del resto del país: incidencia, muertes por cada 100.000 habitantes en jóvenes de 15 a 44 años, y porcentajes de muerte por cáncer en relación con otras causas. Todos mostraron cifras significativamente más altas en el lugar de estudio.
Las conclusiones a las que llegaron fueron altamente confirmatorias de su hipótesis principal de trabajo: “Vivir en los pueblos rurales que están cerca de donde se aplican PA [pesticidas agronómicos] tiene un impacto negativo sobre la salud…” y en forma más directa: “...principalmente en la posibilidad de contraer y morir de cáncer”.
Un caso paradigmático ocurrió en una de estas localidades, Sastre, donde una niña de dos años que vivía próximo a un campo fumigado desarrolló un linfoma linfoblástico, un cáncer muy agresivo. La comunidad reaccionó con una demanda colectiva que derivó en una restricción perimetral de un kilómetro dentro del cual no se permite aplicar agrotóxicos.
La Agencia Internacional de Investigación del Cáncer (por sus siglas en inglés, IARC) declaró a su vez al glifosato como “probablemente cancerígeno”. Considera probado que perturba el funcionamiento del sistema endócrino y el balance de las bacterias del intestino; daña el ADN y es un impulsor de mutaciones celulares que promueven el cáncer.
Sin embargo este agroquímico se sigue usando masivamente en gran parte del mundo y los juicios contra Bayer, el principal fabricante mundial de herbicidas a base de glifosato se cuentan por decenas de miles y en cifras multimillonarias. En la temporada 2020-21 se esparcieron en campos argentinos un total de 138 millones de kilos del herbicida.
Aun cuando muchas voces influyentes siguen insistiendo en negar los efectos adversos del glifosato sobre la salud humana, es significativo que estas dos investigaciones, distantes en tiempo y en territorio, coinciden en mostrar la alta correlación existente entre la incidencia de enfermedades graves —en particular el cáncer— con la cercanía a campos fumigados con PA, predominantemente herbicidas tales como el glifosato.
Los autores del trabajo científico llevado a cabo en Estados Unidos argumentan en sus conclusiones que “correlación no necesariamente significa causación”, pero afirman además que, cuando dicha correlación resulta tan significativamente alta para una lista de enfermedades que pueden ser directamente ligadas al glifosato “sería imprudente no considerar causación como posible explicación”.
En respaldo de esta conclusión, numerosas investigaciones han demostrado que el glifosato es un “disruptor endócrino”, esto es: interfiere con el normal funcionamiento hormonal en los organismos vivos, alterando artificialmente la producción de hormonas y/o interactuando directamente con el órgano encargado de regular su producción.
Este desbalance y disfunción del sistema endócrino, puede inducir al surgimiento de enfermedades como diabetes, hipertensión, obesidad, enfermedades de riñón, y diversos tipos de cáncer. Más aún, los disruptores endócrinos pueden dañar muy especialmente a organismos en proceso de desarrollo y cambios hormonales: fetos, bebés, niños, adolescentes e incluso ancianos.
Ante tales indicios y evidencias es urgente que los organismos estatales responsables de la salud en todos los niveles y el científico tecnológico se ocupen seriamente de llevar cabo las investigaciones correspondientes y un seguimiento sistemático de los denunciados efectos negativos que la exposición de la población a los PA tiene sobre la salud.
En cuestiones que involucran al Medio Ambiente y la Salud Pública, rige el Principio Precautorio, consagrado en la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo: "Con el fin de proteger el medio ambiente, los Estados deberán aplicar ampliamente el criterio de precaución conforme a sus capacidades. Cuando haya peligro de daño grave o irreversible, la falta de certeza científica absoluta no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces en función de los costos para impedir la degradación del medio ambiente".
Acorde con este principio, mientras existan tales incertezas científicas absolutas, es responsabilidad de los poderes públicos, como cuestión prioritaria, dictar normas claras de protección a la salud de las poblaciones y escuelas rurales, estableciendo zonas libres de fumigaciones con PA, de por lo menos 2000 metros medidos a partir de los límites urbanos y escolares.
Tanto los granos de maíz, como los de soja y trigo, forman parte de los insumos para procesamiento de muchos de los alimentos de nuestro consumo cotidiano tales como la harina de maíz, y la harina de trigo. Un subproducto de la soja, la lecitina, es un ingrediente obligado de todas las variantes de galletitas empaquetadas y de otros productos comestibles procesados que se venden al público. La situación más emblemática se presenta con el recientemente aprobado trigo HB4 en la Argentina. Dicha semilla transgénica -desarrollada y patentada por la Universidad Nacional del Litoral y el Conicet, en colaboración con la empresa privada Bioceres- es reivindicada como resistente a la sequía y resistente además al glufosinato de amonio, un herbicida mucho más perjudicial para la salud aún, que el glifosato.
¿Qué organismo oficial garantiza y/o informa si quedan residuos de PA en los granos que se procesan en la industria alimenticia, en particular de glufosinato de amonio en la harina con que se fabrica diariamente nuestro pan diario, y nuestras dominicales pastas?
Si bien las medidas precautorias y la transparencia en la información sobre los contenidos alimenticios son urgentes y bienvenidas en lo inmediato, las mismas no resultan suficientes. Es importante que tomemos conciencia como sociedad que no pueden coexistir un ambiente y una alimentación sana con un entorno productivo basado en biocidas (eufemismo por “venenos”). Existen otras formas de producir alimentos que prescinden de dichos insumos. Tales formas son conocidas genéricamente como “agroecológicas” y tienen en común el respeto por la naturaleza y la diversidad productiva, en contraposición a los monocultivos extensivos, basados en el uso de los PA.
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