También Troilo era un poeta
Troilo decía: “No se trata de ser poeta, sino de vivir en estado de poesía”
Julián Centeya levanta el tubo del teléfono y disca el número de Aníbal Troilo; atiende Zita (su esposa).
–¿Está el Gordo?
–¿El Gordo? Llámalo después, que está “cicatrizando”.
Y sí, el planeta Troilo (porque el Gordo era un planeta) llevaba el santiamén de vivirla hasta el hueso o no vivirla. Lo supo a los nueve años sentado en su cama estrujando la almohada, soñándose bandoneonista; dobló la apuesta un año después al estirar el paño sobre sus rodillas donde cuidadosamente apoyó el bandoneón y se animó a las primeras escalas dictadas por Juan Amendolaro. A los once ya interpretaba fondos musicales en el Petit Colón de Córdoba y Laprida. Vendrían luego: la orquesta de señoritas en el Café Ferraro; la de Juan Pacho Maglio, el sexteto de Elvino Vardaro y Osvaldo Pugliese; las típicas de Ciriaco Ortiz y Julio de Caro, más un largo itinerario sin descanso que lo preparó para entrar en el juego grande: su debut como director de orquesta en el cabaret Marabú allá por el 1937. Estamos hablando de una Argentina que arrastraba el oscurantismo de Uriburu continuado por Agustín Pedro Justo; de una Buenos Aires culturalmente embotada en el fatal accidente de Medellín (1935) que, desesperada en su orfandad, sale en busca de un nuevo ícono popular. Troilo al parecer reunía las condiciones: templaba el instrumento emblema de la ciudad, era querendón, lo llamaban Pichuco, apodo que ganaba en cercanía popular, vivía de noche y dormía de día envuelto en una bella desprolijidad de excesos, llenaba horas de radio, cine y cabaret, las revistas buscaban su imagen, su palabra, pero él, reticente a las espectacularidades del mercado alimentaba el misterio; en fin, este hombre es una verdad, su música está llena de amor y su gorda sombra se agiganta como Dios, como el Diablo, como Troilo.
Los poemas de Troilo
De ahora en más no daremos la conversa en torno a la sonoridad que desprendía el asma de su fueye, tampoco conjeturaremos sobre su manejo melódico y orquestal, ¡ay los silencios de Troilo!; y menos entrar en su anecdotario de whiskerías y calles sin sueño. Queremos sí revelar la zona menos visitada de su obra: Aníbal Troilo, poeta.
¿Habrá leído Shakespeare, los trágicos griegos, Vallejo, García Lorca, nuestro Arlt? Creemos que sí, solo bastaría entrar en su piel por unos instantes sabiéndose en la amistad compartida con Homero Manzi, Cátulo Castillo, Enrique Santos Discépolo, Raúl González Tuñón, César Tiempo, Juan Carlos Lamadrid y así imaginar a Cátulo entrando a su casa (la de Troilo) con los Poemas humanos de Vallejo bajo el brazo, a Discepolín haciéndolo parte de un descubrimiento: “El tango es un pensamiento triste que hasta se puede bailar” (así era la frase original de Discépolo) o Manzi pregonando versos lorquianos: “Oyes los maravillosos surtidores de tu patio y el débil trino amarillo del canario”. La admiración que Troilo profesaba a sus amigos seguro trajo aparejada la curiosidad de saber qué otros misterios hallaría dentro de esos libros.
Isidore Ducasse (Conde de Lautréamont) escribió: “La poesía debe ser hecha por todos”. Troilo también tenía su sentencia: “No se trata de ser poeta, sino de vivir en estado de poesía”, y al pasar soltaba frases memorables, algunas tragicómicas: “La noche que debuté en el café Ferraro tenía los bolsillos llenos de miedo”; otras de una profundidad asombrosa: “En mi casa de la calle Soler murió mi hermanita. Era un tibio montón de nada que se enfrío una noche. Tenía apenas seis meses. Yo no conocí su muerte, pero aprendí su muerte”. O cuando dijo: "¿Buenos Aires? ¡No, qué voy a ser Buenos Aires! Yo quisiera ser media calle de un barrio cualquiera de mi ciudad”.
Cierta vez el poeta Cátulo Castillo confesó haber escrito a cuatro manos con el Gordo: “Decías hace, ayer nomás, la cuarteta inventada para el revire absurdo de una noche de copas, aquello que escribimos una vez –no sé cuándo— rastreando la Musa del talento de Manzi”:
Las historias de tango tienen memoria.
Nacen todas del mismo corralón de extramuros
y por eso le crecen sus malvones oscuros
que mueren en la sombra… sin llegar a la gloria.
Horacio Ferrer en su libro El Gran Troilo cuenta cómo –meses antes de anochecerse–Pichuco le obsequia un poema de su autoría, el que solía recitar por milonga en la intimidad de las sobremesas haciendo explícito no solo el manejo del lunfardo sino también el del ritmo y el metro (versos octosilábicos). Lo bautizó Caliente, y por amor a lxs que coleccionan figuritas troilianas aquí va el texto completo:
Milonga linda o fulera
empilchada o bien rasposa,
caliente como baldosa
que le da el sol de verano.
Más caliente que aquel tano
que lo afanaron debute
como el loco Farabute
cuando oyó ¡macho! Y dio el grito,
más ardiente que Benito
pintando en Pedro ‘e Mendoza.
Caliente como el espiedo
que da vueltas despacito
mientras mira desde afuera
tiritando, un pobrecito.
Hirviente como la vieja
cuando le tocan la cría,
ardiente, terca y pareja
como esta tristeza mía.
Milonga del loco Papa
de Sebastián, de Azucena,
la ñata más gaucha y buena
ardiente como una brasa,
quemante como el que pasa
sobre su cara una astilla
para entibiar la mejilla
cuando la bordona arrasa.
Celosa como leona
que le tocan al cachorro
cuando apuntado por chorro
se lo alza la policía.
Dijo alguien y ese sabía
sin ser muy inteligente,
que la madre siempre es madre
cuando está el fierro caliente.
Milonga mía y chiquita,
que te juné desde pibe,
cuando apoyado al aljibe
que no tuve, te escuchaba.
Ya entonces adivinaba,
que hoy que te canto en el centro
todo es tuyo, más que tuyo
el fuego que llevo adentro.
Troilo en la TV uruguaya recitando Caliente con algunas variaciones
Nocturno a mi barrio
Como si el sello de su orquesta o sus formaciones más chicas con Roberto Grela y otros músicos no alcanzara, en 1968 crea “Aníbal Troilo y su Cuarteto” junto a Ubaldo de Lío (guitarra eléctrica), Osvaldo Berlingieri (piano) y Rafael del Bagno (contrabajo); entre tangos como Pablo, Sobre el pucho o Milonguero triste deja para la posteridad el registro de su voz en un recitado y música de su autoría: Nocturno a mi barrio. En entrevista con José María Otero, Ubaldo de Lío nos trae el recuerdo
–Gordo, ¿por qué no grabamos eso que recitás siempre del “Carbuña de la esquina”? Yo no recordaba el título ni que era de él. Un día me hizo ir con la guitarra española a su casa y ensayamos. "Hasta acá", dijo, "después arréglate; yo voy a recitar". Al otro día fuimos y lo grabamos.
Con el paso del tiempo la coloratura de su decir, sus matices, toman tinte de salmo de arrabal; Ubaldo de Lío planta la base en guitarra mientras Pichuco arrastrando el fueye cadenero prepara el terreno y se larga a doler: “Mi barrio era así… así… es decir, qué sé yo si era así”.
Aníbal Troilo y Aníbal Arias interpretando Nocturno a mi Barrio en la serie televisiva Rolando Rivas Taxista (1973).
La palabra Troilo no necesita rimar
Se han escrito libros, ensayos, cuentos, poemas, letras de canción dedicados a la figura de Pichuco y por fuera de ese apodo otrxs se animaron a nombrarlo de distintas maneras: Centeya, por caso, trazó una magistral metonimia y lo definió de esta manera “El Bandoneón Mayor de Buenos Aires”; Zita lo llamó “Pocholito”; Eugenio Mandrini “Ballenato de pan” y se soñó pastando en la llanura de su cuello; Humberto Costantini se preguntaba: “¿Y si un día lo viera al abrir el estuche en vez del bandoneón sacar la lira y resultaba que era nomás Orfeo? Por eso hay que cuidarlo. Por las dudas. Saberle los gruñidos. Tocarle la papada (…)”. Pero en El Gordo triste, Ferrer da en el blanco: “Por su pinta poeta de gorrión con gomina”. Por esas casualidades de la canción popular el tango recién nombrado y Ese muchacho Troilo de Homero Expósito y Enrique Mario Francini prácticamente no llevan rima. Y es que ustedes ya lo saben: la palabra Troilo no necesita rimar.
¡Larga vida a Pichuco! ¡Hasta la Victrola siempre!
El Gordo triste (tango) de Astor Piazzolla y Horacio Ferrer. Roberto Goyeneche y Astor Piazzolla. Teatro Regina, 1982.
Ese muchacho Troilo (tango) de Homero Expósito y Enrique Mario Francini- Roberto Goyeneche junto a Baffa-Berlingieri, 1967.
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