Soñar con serpientes
El atentado contra Cristina y la intuición de que hay mucho más infierno en digestión
De la mano del endurecimiento monetario-financiero, la economía-mundo se dispone a enfrentar la estanflación que la visita a pura recesión. En eso deviene el inequívoco saldo que arrojó el encuentro anual –de hace un par de semanas en Jackson Hole– de los que mandan en los mercados monetario y crediticio más importante del mundo, los de los Estados Unidos, junto a los intelectuales orgánicos del área. Desde los organismos internacionales hasta los grandes bancos y consultoras globales, nadie de los que tallan en la acumulación a escala mundial espera que la probabilidad de zafar del marasmo se imponga finalmente, y eso aunque le den el mismo valor numérico de ocurrencia al aumento del nivel de actividad que a la retranca. Transpira que hay prudencia diplomática en el 50% a cada escenario. Así que en la economía mundial, que es el resto de la trama productiva ecuménica en la que se asientan la periferia y la semi-periferia, más temprano que tarde estamos para despedirnos de los altos precios de las materias primas, los que –dicho sea de paso– desde hace unas cuantas semanas comenzaron a bajar.
Los altos precios en que –de unos años a esta parte– vinieron cotizando las materias primas no sólo no eran precios de producción (precios de equilibrio). Ni siquiera fueron del todo reales, sino que –hasta cierto punto– eran ficticios. La parte importante del aumento de las materias primas, que no se debió al conflicto ruso-ucraniano ni al disloque en la logística global por la pandemia, fue el reflejo puramente nominal de la caída en el valor del dólar, la moneda en la que los productos de los que se trata por lo general se cotizan. Tras los primeros aumentos de la tasa de interés de referencia, ordenados hace unos meses por la Reserva Federal (la Fed, el banco central norteamericano), el dólar contra la canasta de monedas compuesta por las otras divisas de los países o regiones de la economía-mundo se revaluó un 16% en lo que va del año. De aquí en adelante, la altura de esos precios registrarán –en lo primordial– la incidencia del conflicto ruso-ucraniano, por lo que persista y sus secuelas. Impacto no menor, ciertamente.
La huella de la devaluación del dólar global en los precios de las materias primas, que vino aconteciendo desde 2016, llevó desde entonces hasta este año en que se revirtió –por las razones expuestas– a una fase alcista de los términos del intercambio mercantiles (cociente entre precio de las exportaciones/precio de las importaciones). Observando a lo largo del transcurso de esta etapa lo bien que le fue a los precios de las exportaciones argentinas características y lo mal a los salarios (bajaron su poder de compra y su participación en el producto bruto), el mito del viento de cola queda donde siempre debió estar: en la nada misma. Es verdad que esta mejora de los términos de intercambio por su propia irrupción –no obstante, lo precaria en sí misma– podía cambiar el equilibrio de fuerzas políticas dentro del país, ampliando el margen para concesiones de los empleadores y por lo tanto la creación de condiciones para aumentos de salarios, que a su vez podrían hacer volver permanente el aumento de los precios, cuya alto nivel que traían en estos momentos ya empiezan a pertenecer al pasado. Incluso, en ausencia de aumentos de los salarios –o de freno, como pretendía Adalbert Krieger Vasena durante la dictadura de Juan Carlos Onganía (un corto episodio de aumento del precio de las materias primas por problemas oro- dólar)–, el cambio en la relación de fuerzas se podía buscar usando el atajo de imponer fuertes retenciones para tratar de captar la diferencia entre lo que la demanda internacional es capaz de pagar en cada caso y lo que las fuerzas internas podían recibir para erogar sus costos y hacer una ganancia.
La Providencia
En estos años no se hizo ni lo uno ni lo otro. El alza de los precios de las materias primas fue superior –bastante superior– a la que comenzó hace 15 años y duró hasta 2011. Lo que fue decididamente menor, o entre inexistente o en sentido contrario, fue la actitud política de los gobiernos de turno. Sin esa actitud política de instrumentar la redistribución del ingreso como hace 15 años, los términos de intercambio al alza, o muy al alza con este último caso, no mueven el amperímetro de la mejora en el bienestar promedio de la sociedad, al contrario: lo empeora, por el efecto que tiene la renta de la tierra en el precio de los alimentos que se exportan. Es una decisión enteramente política establecer si el mayor precio internacional lo capta la renta o se lo apropian los salarios.
Episodios que llevaron al alza los precios de las materias primas de la periferia fueron la guerra de Corea (1950-1953), los shocks del petróleo (1973 y 1978-1981), y la de estos tiempos de pandemia y guerra Ucrania-Rusia. La de 2008 fue por las consecuencias globales de la crisis norteamericana de las hipotecas y su efecto en la marcada devaluación del dólar. Lo que estos hechos sugieren es que la inacción política, o la falta de iniciativa –cuando no el apoyo decidido de gobiernos como el de Cambiemos– envalentonan a los sectores agroexportadores. En esas circunstancias, cuando se actúa decididamente en favor de las mayorías nacionales, en cambio, se amplía el espacio político, como en 2011.
A la ex Presidenta y actual Vicepresidenta Cristina, la reacción gorila nunca le perdonó ni le va a perdonar las metas decididamente igualitarias de su política, de las cuales lo que hizo e intentó hacer con los términos del intercambio son un gran ejemplo. Y si hoy le tenemos que agradecer a la Providencia que haya puesto un trébol en su sien, y que este atragantó a la serpiente de la reacción cuando se la trató de embuchar, también es menester interrogarse por qué es tan extendida la intuición de que si el ofidio no se atascaba con el trifolio –en su afortunada versión de cuatro hojas– se abría con gran probabilidad un escenario, nada más y nada menos, de guerra civil.
Inconsciente colectivo
Se puede especular que la frustración compartida en el inconsciente colectivo de uno y otro sector en pugna de no ver aplastado al adversario, con esa expresión dicha sin dudar de “guerra civil”, manifestaron ambos que es el único instrumento que conciben para imponerse entre sí. La hipótesis luce tan desagradable como plausible. Pero resulta puramente subjetiva porque en lo inmediato no se ven grupos armados que puedan desafiar el monopolio de la fuerza que detenta el Estado, ni una fractura del Estado que los genere. Subjetivismos aparte, desde el fin de la Guerra Fría las condiciones objetivas que pueden desatar una guerra civil llevaron a los scholars especializados en la materia a propugnar un paquete de políticas que se pongan en marcha toda vez que los indicadores ad hoc hagan sonar la alarma de que se viene el gran despelote fratricida.
Hasta Ucrania-Rusia y desde la caída del Muro, casi la totalidad de los conflictos armados fueron o son guerras civiles. Conflictos de baja intensidad llevados adelante con armas livianas, en los que se enfrentan fuerzas gubernamentales débiles y tropas rebeldes. A principios de la primera década de este siglo, el número de conflictos armados había caído más del 40% desde los '90 –según los estudios relacionados–, tanto como los gastos militares globales y el número de tropas, siendo característica de estos conflictos una exacerbación de las causas de muertes indirectas por la guerra, como son la malnutrición y las endemias. Luego de esta declinación, el número de guerras civiles activas ha aumentado significativamente desde 2003. Desde entonces han estallado guerras civiles a gran escala en Irak, Indonesia, Argelia, Afganistán, Siria, Libia, Yemen, Chad, República Democrática del Congo (RDC), Burundi, Nigeria, Nepal, Pakistán, Ruanda, Somalia, Sri Lanka, Sudán del Sur, Chad, Malí, la República Centroafricana (RCA) y Ucrania, mientras que nuevas guerras civiles siguen potencialmente amenazando con estallar en Turquía y Egipto. Para Barbara F. Walter de la Universidad de San Diego, California, las guerras civiles posteriores a 2003 se diferencian de las guerras civiles anteriores en tres aspectos llamativos. Primero, el grueso de estos conflictos se sitúa en países de mayoría musulmana. En segundo lugar, la mayoría de los grupos rebeldes que luchan en estas guerras adoptan ideas y objetivos islamistas radicales. En tercer lugar, la mayoría de estos grupos radicales persiguen objetivos transnacionales en lugar de nacionales.
Un trabajo académico canónico sobre guerras civiles, el de Paul Collier y Anke Hoeffler, titulado “El desafío de reducir la incidencia global de la guerra civil”, establece que las características políticas y sociales de un país antes del conflicto son sorprendentemente poco importantes para determinar el nivel de riesgo de agarrarse a los tiros entre connacionales. Si un país es democrático o no, no parece tener un efecto significativo. Tales resultados, por supuesto, no llevan a la conclusión de que la dictadura es preferible, ni mucho menos. Lo que dicen Collier y Hoeffler es que las soluciones basadas en términos del diseño del sistema político no funcionan sin establecer la causa de que eso sea así. La diversidad étnica y religiosa no resulta un factor de riesgo muy significativo con la posible excepción del “dominio étnico”, en el que el grupo étnico más numeroso constituye una modesta mayoría de la población.
Los datos de Collier y Hoeffler indican que, en promedio, las guerras civiles duran 7 años, con lo que la economía luego de la guerra civil habría perdido un 15% de su crecimiento potencial. Otro costo es aquel que puede encontrarse en la necesidad de migración forzosa y está valuado en un 250% del PBI de un país. El gasto militar durante el fratricidio sube un 1,8% del PBI y luego de la guerra se mantiene a un 0,5% por alrededor de 10 años. El costo total del incremento militar es entonces el 18% del producto bruto expresado en valores actuales.
Para Collier y Hoeffler, tres características económicas tienen efectos significativos y sustanciales sobre el riesgo de entrar en guerra civil. Estos son el nivel de ingreso per cápita, su tasa de crecimiento y el grado de dependencia de las exportaciones de productos primarios. A menor de los dos primeros y mayor del tercero, más probabilidad de conflicto fratricida. Pero lo que los economistas neoclásicos Collier y Hoeffler no ven es la relación de la base económica con la superestructura política. En efecto, en tanto los grupos políticos circulen como las élites de Vilfredo Pareto (el mismo perro con distinto collar) es consistente que esas características políticas y sociales de un país sean no significativas desde el punto de vista estadístico ¡si son lo mismo! Y ese ser lo mismo significa que la disputa termina siendo por la aduana. Más o menos como los 70 años de guerras civiles argentinas entre 1820 y 1890.
Línea roja
Pero por más renuncios, falta de personalidad histórica y yerros que cometa, el movimiento nacional no es lo mismo que la reacción gorila. Tiene una tradición de no querer cruzar la línea roja y entrar en la zona de conflicto civil. Juan Perón, que después de 1952 objetivamente no acertaba con qué rumbo tenía que tomar el país y tras un rotundo triunfo electoral en 1954 con la candidatura a Vicepresidente del Contralmirante Alberto Teisaire (sacó unas décimas más de votos que la fórmula Perón-Perón de 1973) la vieja estructura agroexportadora se lo sacó de encima con un general retirado y sin medios. Con la posibilidad de resistir victoriosamente, Don Juan prefirió irse solo en la noche callada. No lo hizo Arturo Frondizi en 1962, pudiendo haber mandado a freír buñuelos al olvidado teniente general que lo derrocó, Raúl Poggi. El apego institucional de la actual Vicepresidenta es una prueba clara de que ni de cerca ni de lejos tiene la menor voluntad de cruzar la línea roja, sino una plena conciencia de que siempre en esas desgracias el cuerpo lo ponen los trabajadores.
En las actuales circunstancias, estábamos para agradecer que nos hayan hecho precio al capitalizar nuestros profundos errores, limitándose a una masa de medidas ortodoxas que si bien no van a ir ni a la esquina –ni siquiera en materia anti-inflacionaria (el monetarismo es la receta del fracaso)–, no se van a privar en el recorrido, capítulo principal del manual de procedimientos gorilas del consabido primero dunga-dunga a los trabajadores. Pero no era todo lo que había debajo del poncho. Algunos sectores gorilas ultra quieren su Sarajevo. Y estarían dispuestos a pagar el enorme costo del enfrentamiento civil que calcularon Collier y Hoeffler.
Pero se encuentran con dos huesos duros de pelar. Uno, la intuición histórica del movimiento nacional, cuyos deseos de boxearlos no pasan de eso: de deseos. Entre los sectores populares se respira que un conflicto civil inflige muchas más pérdidas que un par de planes de estabilización neoliberales, cuyos daños son infinitamente más reversibles y enmendables que los de una guerra civil. El otro, son los propios sectores gorilas que –entre convicción y cálculo político– se niegan a impulsar esa desgracia. Los académicos Daron Acemoglu, Davide Ticchi y Andrea Vindigni teorizan sobre los avatares del cálculo político en un paper titulado “Persistencia de la guerra civil”. Los gorilas sensatos y moderados saben que para imponerse en una guerra civil deben crear un ejército relativamente fuerte. Esto abre el camino para la influencia excesiva o los golpes por parte de los militares. Facilitan la violencia política y lo más seguro es que no la capitalicen. Ergo: los ataca la sensatez.
El tiempo dirá qué grupo del uróboro de la derecha se impone. Eso no es óbice para que otra serpiente de mar, como entonaría el trovador Silvio Rodríguez, trate de no ser atragantada por un trébol. Al fin y al cabo, el poeta Peter Sinfield apuntó que “Pie de gato, garra de hierro (…) En la envenenada puerta de la paranoia (…) Nada de lo que tiene lo necesita realmente / Hombre esquizoide del siglo XXI”. La lucha por la igualdad continúa a sabiendas de que siempre al soñar con serpientes aparece una mayor.
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