Socializar la hermandad

“Ahora siempre”, testimonios de miembros de HIJOS La Plata, a 28 años de su nacimiento

 

Desde sus comienzos, las Madres iniciaron un proceso por volverse colectivas, por hacer todo juntas, por expresarse cada una en la fuerza de las demás. Ellas llaman a esa transformación de singular en plural, de madre en Madre(s), de madre de cada hijo o hija en Madres de todos y todas. Y lo hacen de una bella manera, bajo un concepto: “Socialización de la maternidad”.

Se trata de un proceso subjetivo impresionante, por supuesto que político e ideológico, y se expresa de múltiples maneras. Pero en el fondo significa ceder la propia historia para devenir “otras”. Devenir “todas las madres” como las madres de “todos los hijos de desaparecidos”.

“Yo soy el otro” decía el gran poeta Arthur Rimbaud, que resuena en este salto, gesto de suma generosidad que tuvo a Hebe como una de sus mentoras y repercutió en la conformación de la agrupación H.I.J.O.S allá por mediados de la década del ‘90.

Si la pregunta gira en torno a si H.I.J.O.S (Hijas e Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) pudo lograr una operación semejante, la respuesta no es fácil. Quizás porque tiene que ver con otro proceso, que no es idéntico al de las Madres, o porque se enfrenta a otros problemas y contextos, en los que la socialización de los lazos asume otros sentidos.

Las historias de cada identidad de lxs hijxs se fueron socializando en un proceso lento y complejo en cada regional, y cada quien la llevó a cuestas como pudo (no todos lxs hijxs tuvieron la misma suerte). Cada orfandad ha sido asumida desde distintas formas, tanto desde el lado íntimo como del público. Cada mundo de vida ha implicado duelos y trayectorias diferentes; en esto la socialización de la historia de cada quien es una pregunta abierta, una potencia en ciernes sobre el reconocimiento mutuo y la afirmación de la identidad de toda una generación.

Todo esto viene a cuento del libro Ahora siempre que acaba de publicar HIJOS La Plata en la editorial platense Malisia y que representa una manera de dar otro paso en el proceso de socialización de la hermandad, tal como sugiere María Teresa Andruetto en el prólogo.

 

 

Entre los escombros de H.I.J.O.S

En sus primeros tiempos, HIJOS La Plata tenía un espacio de puesta en relato de la propia historia. La llamada “Comisión de bienvenida” funcionó hacia dentro de la organización como un ámbito para contener a los que iban llegando, socializar “el temita” en una ida y vuelta con los compañerxs.

Saber qué pasó, quiénes eran tus viejos, dónde militaban, el lugar donde los tuvieron en cautiverio, quiénes te criaron, etc. Salir de lo íntimo y hacerlo algo más público, entre hermanos de una misma historia, de un mismo desgarro.

Los primeros pasos para socializar esa hermandad eran ese esfuerzo por poner en relato la propia historia: cómo llegaste acá, qué te trajo, por qué decidiste venir, etc. Pero también era decir: “Tu historia es la mía también”, “son parecidas”, “tus viejos son también como mis viejos”.

Contar y ser escuchados constituye un acto de reciprocidad y reparación; poniendo en palabras aquel silencio, esas ausencias, después de tanta violencia. Retejer entre pares los abrazos interrumpidos. Eso también es lo que da origen a H.I.J.O.S. como necesidad. Me refiero aquí al largo y lento proceso de armar rompecabezas de la identidad y construir la propia forma de un testimonio, que sea también íntimo, político, artístico y judicial.

En otras notas en este mismo medio hemos tratado de apuntar algunos trazos sobre la poética del testimonio (ver Hijos, archivo y montaje), pues aquí volvemos a bucear nuevas aristas a partir de nuevos registros de la voz que siguen apareciendo y enriqueciendo el panorama.

 

 

De Gelman a Brizuela, buscando el grano de la voz

Corría la década del ‘90 y era un momento bisagra, de plena impunidad y efervescencia contra el programa neoliberal. Todavía muchos recuerdan al gran poeta Juan Gelman y a su compañera Mara Lamadrid en un campamento de H.I.J.O.S en Córdoba, en su casa rodante, con su grabador a cuestas, haciendo entrevistas de aquí para allá, para transcribirlas “en el futuro libro” que, decía, estaban armando.

Publicado en 1997, Ni el flaco perdón de Dios, HIJOS de desaparecidos (Planeta) fue el primer libro que recogió la voz de hijxs, como individualidades pero también como colectivo. Allí las voces están enhebradas de forma tal que los hijxs (cuyo apellido no figura más que dentro de cada testimonio, según cada caso) y los de las figuras públicas (con nombre y apellido) se entrelazan como en un dialogo. Cada voz es un relato en primera persona en forma de búsqueda, en el que no están presentes las preguntas de los interlocutores Gelman-Lamadrid, como una manera de borrar la situación de la entrevista y así acentuar su carácter testimonial.

El resultado es un efecto de superposición/intercalado, una polifonía armónica donde la voz de cada hijo/hija irrumpe sobre las demás voces, y asume cierto lugar común (no una diversidad) ante la tragedia. Variaciones sobre una misma vivencia, puesta en común en la necesidad de indagar sobre las circunstancias, causas, o vidas de los padres. Ni el flaco… ha sido un libro fundamental para desentrañar el momento en el que la voz individual de hijxs da un salto del duelo privado al espacio público, el relato y duelo común en la conformación de H.I.J.O.S.

 

 

En paralelo a esta publicación, se va a desarrollar en el espacio de HIJOS La Plata un taller literario a cargo del escritor Leopoldo Brizuela (fallecido en 2019), quien por entonces no era conocido, y que poco antes había publicado un libro de poemas (Fado, La Marca Editora, 1995), y años atrás una novela que pasó absolutamente desapercibida: Tejiendo agua (Emecé, 1986). Podríamos decir que el taller que Leopoldo daba para la agrupación en La Plata funcionó como suerte de continuidad de la “Comisión de bienvenida”, por el que pasaron muchos hijxs; pero donde el aspecto estético y político se juntaba en un mismo plano.

Margarita Merbilah, Ramón Inama, Lucía y Maine García trazaron allí sus primeros textos, tratando de darle forma a sus testimonios, que con el tiempo iban a profundizar y complejizar en otras instancias: los juicios, libros, ensayos, etc. En el armado de cada rompecabezas del relato hay una maduración, pero en el comienzo se puede hallar un dispositivo que potencia la escritura y la puesta en palabra.

Como taller, el espacio que ofrecía Brizuela intentaba pensar la experiencia desde la escritura como potenciadora de la voz en otro nivel. Con gran sensibilidad y talento, el escritor que había pasado por los talleres de las Madres, incentivando a muchas a escribir, ahora tendía puentes con miembros de la agrupación para que escribieran, para que se autopercibieran en esa identidad; pero también retroalimentaba su propia mirada literaria. (Algo que lo iba a marcar a fuego en su carrera posterior, especialmente en Una misma noche –2012– o Ensenada, una memoria –2018–, sin dejar de mencionar las tensiones que iba a establecer con muchos de esos mismos hijos y con las propias Madres hacia fines de 2001.)

En Ahora siempre, que acaba de editar el sello Malisia, aparece el dispositivo de Brizuela y también un tangencial homenaje a su figura, pues lleva por prólogo un texto de su autoría escrito para la recopilación de textos de su taller de 1995 y que finalmente –no sabemos por qué– nunca se publicó. Pero que ahora su pareja, Ariel Sánchez, rescató entre los papeles del escritor y cedió generosamente para la edición.

El prólogo (ver al final de esta nota) funciona como suerte de manifiesto sobre arte poética testimonial de H.I.J.O.S. Como disparador para abrir el grano de la voz; pero también se enmarca en la búsqueda del dispositivo del relato (la máquina de contar una identidad socializada) que pueda reflejar la experiencia del trauma y la salida a través del arte y la creación.

Aquel libro que no fue, ahora sí es; y recupera aquel dispositivo largándose a contar las historias desde el presente o el pasado, con textos viejos y nuevos, cada hijo, hija, hije, hijxs, asume su lugar en la historia de la sensibilidad como en un gran cadáver exquisito.

No hay testimonio individual, sino entramado de la voz colectiva sin cortes. 28 años después. 28 años del nacimiento de la regional HIJOS la Plata. 50 voces vuelven a la carga y asumen su historia íntima/colectiva, contando y desafiando a socializarla.

 

HIJOS La Plata, durante la presentación del libro. Foto: Nano Gonzáles.

 

 

El prólogo de Leopoldo Brizuela

 

Y vinimos después
Textos y testimonios de hijos de desaparecidos
La Plata, 1995

Como bien sabe toda persona que escribe, narrar algo que hemos vivido o que nuestros seres queridos nos han contado como cierto, constituye una experiencia mucho más rica de lo que se podría suponer. Al buscar palabras para representar esas vivencias del pasado, vamos descartando palabras que nos parecen “impropias”, ya sea por inadecuadas, o bien por ajenas. Y al elegir la forma que mejor se corresponde con nuestro deseo, damos a ese material informe de lo que vivimos y sentimos, de nuestras percepciones y de nuestros aprendizajes, una cierta significación. A menudo, al terminar de escribir, nuestra memoria se nos parece más clara que nunca y a la vez distinta, y es entonces cuando empieza a modificar el presente. Escribir, pensamos, es también un modo de comprender, y de proponer para el diálogo con los demás nuestra visión de los hechos.

Cuando a comienzos de 1995 propuse a algunos amigos míos, todos hijos de desaparecidos y apasionados por la palabra, que nos reuniéramos a pensar y escribir sobre la “memoria”, fueron reflexiones muy parecidas a éstas las que inauguraron el trabajo. La memoria, dijimos, no es simplemente lo que pasó, sino la forma en que nos lo contaron y en que nos lo narramos a nosotros mismos; y sobre todo, el modo en que la significación que damos a lo pasado influye en lo que hacemos hoy. La memoria colectiva no es ese relato oficial que llaman Historia, y cuya significación a menudo nos esclaviza; sino también un complejo entretejido de versiones encontradas y de silencios a cargo de esos miles, millones de seres, que se suele llamar pueblo, que el poder siempre ha querido acallar, pero que siempre estamos a tiempo de escuchar. Hacer memoria, para nosotros, sería entonces trabajar sobre nuestro presente redimiendo ese pasado que nos habían hecho aparecer como definitivamente preso o desaparecido. Hacer memoria será tomar, de una vez por todas, las riendas de nuestra historia.

Como se ve, la propuesta de nuestro “taller” no consistió exactamente en escribir “sobre los desaparecidos” y lo que implica la aberrante figura de la desaparición. Pero tanto en los hijos como en mí –que no soy hijo ni pertenezco a su generación, pero empecé mi adolescencia y mi tarea de escritor durante la dictadura– subyacía la convicción de que no podríamos hablar cabalmente de ningún tema hasta que no pusiéramos palabras a ese núcleo central de nuestra experiencia histórica, el genocidio, sobre el que la mayor parte de la sociedad sigue haciendo silencio, y un silencio culpable y voluntario; hasta que no combatiéramos con palabras no solo la ignorancia y la confusión, sino también las mentiras y la mudez cómplice de los 20 años que nos separan ya del comienzo de la dictadura.

Fue por eso que el tema casi excluyente de las primeras reuniones fueron los padres de cada uno, y, de acuerdo con lo que habíamos dicho, el padre o madre desaparecidos que cada uno lleva dentro de sí. Tuve por primera vez la idea de este modo de trabajo cuando, militando junto a las Madres de Plaza de Mayo, conocí una de sus luchas más intensas y concretas: el esfuerzo por recordar sus voces. “Cada día –me decían las Madres– me concentro y me esfuerzo por volver a oír la voz de mis hijos, que seguramente por una razón física, es lo primero que se te olvida. Solo cuando los escucho hablar nuevamente me siento de nuevo con fuerzas para vivir y para luchar”. Margarita y Ramón, por la misma época, me hablaron de la necesidad de “recobrar las voces” de sus padres, y según cuenta María, por aquellos mismos meses trataba en la soledad de su cuarto de “escuchar” la foto de esos rostros que ni siquiera puede recordar. Ahora en torno a la mesa del taller, cada uno cerró los ojos para escuchar con qué voces propias o ajenas siguen hablando los desaparecidos; para cuestionarlas también, para enriquecerlas, para que les abrieran otras voces, otros ámbitos. Para que, en fin, aparecieran con vida. Y volvieran a dárnosla.

La importancia que adjudicamos a esta tarea, y seguramente el entusiasmo con que la encaramos, hizo que se sumaran pronto otros hijos; y aunque en estos casos la experiencia concreta con la escritura era mucho menor, debo decir que de entrada todos demostraron una habilidad inusual para el trabajo. En muchos de los textos de este libro, los hijos manifiestan la angustia de haber crecido “en la frontera inasible entre dos mundos”; metáfora que, según los casos, se refiere al clamor de las víctimas y el silencio de los victimarios, o al mundo interior de un niño que no cuenta con interlocutores capaces de comprenderlo, o al recuerdo que los despierta en medio de una pesadilla y las frivolidades que los medios gritan impiadosamente durante el día. Con mucha frecuencia también, esta frontera suele graficar la sensación de irrealidad que separa los valores y los sueños de sus padres con el país que hoy habitamos.

Y, sin embargo, quizá sea esa misma experiencia límite la que los dotó de enorme capacidad literaria, de su sagacidad para analizar relatos y discursos de los más diversos sujetos, para cuestionar siempre su propia obra –ninguno de ellos está conforme, por ejemplo, con lo que puso en este libro, y debemos ponerlo a salvo de sus peligrosos “arrepentimientos”–; y por sobre todo, para explicar los silencios de cada quien, la incapacidad de hablar o de preguntar, que es un tema recurrente. Y también, para leer historia en los datos más insignificantes del presente; o como en el caso de los más grandes poetas, un objeto cualquiera de sus casas – una foto, una libreta, pero también una simple plantita del jardín y hasta el caño de un lavabo– puede ser, para los hijos, una inesperada fuente de revelaciones. Quizá sea esta misma experiencia la que confiere a su escritura su máximo objetivo: servir de puente que, por sobre toda muerte y todo olvido, vuelva a unirnos a las mismas fuentes de la vida.

Otra imagen recurrente en estos textos de los hijos es la de haber sido, durante la infancia y la primera adolescencia, el último eslabón de una cadena de pesares que no pueden explicarse solos, o el receptáculo pasivo de problemas ajenos que son incapaces de resolver por sí mismos. Paralelamente a la creación de nuestro taller, los hijos comenzaron a militar en su propia organización política, a la que hoy dan lo más grande de sus energías; y quiero cerrar esta introducción describiendo cómo ambas formas de acción –la escritura, la militancia– confirieron a aquellos días, a pesar de lo trágico de los recuerdos y lo sombrío de nuestra realidad actual, una felicidad inolvidable para todos. La felicidad de encontrar, por fin, un interlocutor, un compañero; la felicidad de tomar las riendas del propio destino, y la de ligarlo, contra viento y marea, a una liberación política. La felicidad de revivir, entre todos, la esperanza de los padres, y de las Madres de Plaza de Mayo, referente eterno de cada paso del camino.

Trabajamos todas las semanas, con las frecuentes y felices interrupciones impuestas por esta vida de pronto asumida hasta las últimas consecuencias. “Hoy no podremos trabajar, Leo –me decían– porque tenemos que asistir como testigos al juicio popular a Bergés”, o “porque tenemos que acompañar a las Madres en su acto”, o “porque nos quedamos trabajando en la Peña hasta las nueve de la mañana, y tenemos asamblea a las tres de la tarde”, o “porque tenemos nuestra primera marcha”. Si se me permite cerrar esta introducción con una última efusión personal, quisiera decir que tal torrente de vida ha sido una de las experiencias más importantes en mi propia existencia; que ya nunca podré, tampoco yo, volver a ser el de antes; y que si bien conocía y quería a muchos de ellos, porque somos todos de la misma ciudad y nuestras historias se habían entretejido muchas veces, durante el trabajo he aprendido a amar no solo como compañeros que son, sino como a hermanos, como a mis propios hijos, y muchas veces, como a mis propios padres. Como a un milagro imprescindible para sobrevivir en el páramo de la ausencia de los 30.000.

Quien toca este libro, toca a un hombre, dijo alguien refiriéndose a Hojas de hierba. Quien toque este libro de los hijos, tocará en cambio a tantos, tantos, que sería igual decir la vida misma.

 

 

 

 

 

* Este texto del escritor Leopoldo Brizuela fue pensado como prólogo a una recopilación de textos elaborados en el marco de un taller literario con hijas e hijos de desaparecidos durante el año 1995 y nunca fue editado. Lo cedió especialmente para la edición de Ahora siempre su compañero y heredero, Ariel Sánchez.

 

FICHA

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ahora siempre

Compilación: Ana Balut. Edición: Agustín Arzac.

Prólogo: Leopoldo Brizuela y María Teresa Andruetto.

Fotos: Pedro Tello.

Editorial Malisia, 2023.

Se puede conseguir en https://malisiadistribuidora.wordpress.com/malisia-editorial/

 

 

 

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