¿Cómo es la vida en tiempos de pandemia? ¿De qué modo aferrarse a la existencia cuando todos los días se anuncia una escalada de contagios con la muerte acechando cercanamente? ¿Qué cosas se postergaron? ¿Cuáles nacieron? ¿Qué tipo de estrategias resurgen en lo cotidiano para sobrellevar nuevas rutinas en un universo absolutamente cambiado?
Detrás de los reportes periódicos del gobierno, detrás de los números que se convierten en cifras impersonales, están las historias. Historias no se pueden agrupar ni simplificar como frías estadísticas de la burocracia. Cada persona es singular, no hay nada fijo ni lineal en las maneras de afrontar los días del virus, donde el estrés y la angustia hacen estragos.
En el mundo de la intimidad, así como hubo un caudal de separaciones y de reencuentros amorosos, también ha sido tiempo para la gestación. Bianca y Fabián, una pareja de Bariloche, se fueron a vivir juntos en la cuarentena con apenas pocos meses de haberse conocido. Al poco tiempo, se enteraron que ella estaba embarazada. Hoy se están construyendo su casa y cuentan cómo disfrutan de su bebé Jano estando más tiempo en el hogar pero, a la vez, lo difícil que es concentrarse y trabajar en modo home office.
No es nada fácil para los jóvenes afrontar una pandemia que parece no tener fin. Clases online, escuelas cerradas, proyectos que se caen, primeros trabajos que no llegan y empleos cada vez más precarios: la crisis económica los golpea cada vez más. Varios han regresado a vivir con sus padres y otros han demorado su deseo de salir del hogar. Ya hay quienes los llaman “pandemials”. Y la brecha se presenta mucho más desigual en función del lugar de residencia y la clase social. La historia de Gerónimo es la de aferrarse a su núcleo familiar y asumir que no podrá tener el trabajo que se había imaginado, aunque también la de organizarse mejor los horarios de estudio y sentir que la pandemia es, también, una posibilidad para conocerse mejor.
Un mundo hostil y frágil obliga a repensar nuevas estrategias de lucha y militancia. Claudia, referente de Derechos Humanos en La Plata, cuenta que extraña la calle, que se aburre en Zoom y que, para no pensar demasiado, suele ocuparse casi todo el tiempo. En pandemia ha editado, junto a su familia, un libro de Daniel Favero, su hermano, poeta desaparecido en la última dictadura. Y, como si eso hubiera sido poco, empezó a remodelarse una casa en el campo. “Lo que me ocurrió al estar confinada fue retrotraerme a los tiempos de la dictadura. En aquel tiempo estuve temerosa de vincularme, porque había estado secuestrada. Entonces quedé con la sensación de que a cualquier persona que veía la podía perjudicar. Esa misma sensación la tuve ahora, con la asociación de poder contagiar a alguien por Covid, y por eso mi inclinación por protegerme cada vez más en el encierro”, reflexiona.
Tener un bebé en pandemia / Bianca Ronchetti, 33 años; Fabián Viegas Barriga, 42; Jano, 6 meses
Fabián y Bianca empezaron a salir en noviembre de 2019 en Bariloche. Venían atravesando duelos grandes, él la muerte de su madre, ella la de su padre. Y se arriesgaron a irse a vivir juntos una semana antes de la cuarentena. Los dos tenían ganas de construir algo familiar, se mandaban mensajitos con frases como “para siempre”. Todo se precipitó a una velocidad de fórmula uno. Así que salieron a la calle antes de que se declarara el confinamiento a buscar las cosas que ella tenía en su antigua morada. A las dos semanas de convivencia se enteraron que ella estaba embarazada de 15 días. A la primera consulta médica tuvo que ir sola, porque no podía circular en el auto acompañada.
Se contagiaron de Covid en el sanatorio, después de que ella diera a luz a Jano. Fue un parto de 36 horas. Bianca empezó a tener grietas en los pezones, justo en el momento que le bajaba la leche. El primero en contagiarse había sido Fabián. “Al Covid lo atravesé con mucha conciencia, salió lo más primitivo y salvaje de mí. El bebé era la prioridad. Tuve fiebre, dolor de cabeza, pérdida de olfato. Dos semanas de mucha angustia, pero en ese caso el aislamiento nos hizo bien, nos fortalecimos como equipo. Y no me puedo sacar de la cabeza la imagen de amigas trayéndonos cosas, tratando de mirar a Jano a la distancia. Fue algo muy amoroso”, dice Bianca, que es comunicadora social y trabaja en marketing digital.
Luego reflexiona más detenidamente: “Me costó dimensionar la idea de ser madre. Creo que transité la pandemia subida a un globo galáctico, bastante alejada de la realidad, blindada del dolor del mundo en mi fantasía materna. Traté de conectar con amigas que ya habían gestado, fue doloroso estar media sola y alejada de mi familia. Hasta que mi vieja pudo venir en octubre. Fue necesario que viera a Jano en mi panza”.
En cuarentena fueron construyendo un espacio de dos. No fue fácil. Cuando no se llevaban bien, él salía a correr; ella cierta vez se fue por unos días. Con el tiempo, las cosas se fueron acomodando. “Encontramos más espacios para compartir y nos aferramos a eso. El almuerzo al mediodía es más lindo que el sánguche en la oficina. Hicimos nuestro pan, nuestro yogur, ahora hay temporada de hongos y salimos a buscar en el bosque para luego cocinarlos”, dice Fabián, que también es comunicador social y docente.
Evitaron trabajar en piyama: se visten de jean, como si salieran a la oficina. Fabián se iba a escalar tres veces por semana y una vez por mes a la montaña, donde permanecía acampando un par de días. Lo tuvo que pausar. Habían empezado a entrenar en su casa, pero con el tiempo abandonaron. “Un bebé te cambia todo. No podés hacés flexiones si al rato empieza a llorar. Y para trabajar, a veces lo tenemos encima y sólo podemos mover el Mouse de la compu, sin poder escribir”, explica Fabián.
Lo que más sufrieron fue cuando se contagiaron de Covid con un bebé a cuestas, solos y aislados, a 20 kilómetros del centro. El cansancio fue abrumador. Bianca, madre primeriza, gritaba de dolor cuando le daba la teta. Sin amigas y familiares, que le enviaban fotos y videos simulando una teta de lana y un bebé de plástico para acompañarla en el aprendizaje del amamantamiento, algo que en la práctica le servía de poco. Tan encerrados se sentían que Fabián llegó a hacer un curso de primeros auxilios por la lejanía de un centro médico.
Ambos tienen tres trabajos fijos, casi no paran desde la mañana hasta la noche. Al principio, Bianca se tomó licencia. Cuando tuvo que volver full time, se complicó: el pedido de teta, de upa. Un altillo lo convirtieron en una oficina compartida. Se turnan con el bebé, contrataron una niñera cuatro horas por día. Cuando pueden, lo dejan en una camita, para que juegue. “Che, tengo una reunión por Zoom, ¿lo querés agarrar vos?”, es una charla repetida.
Se están construyendo su casa al lado del departamento donde alquilan. Es otro proyecto en el que se obstinan. “Queremos que Jano crezca libre, sano y en la naturaleza –dice Bianca–. Conocí a un grupo de madres por conocidas de conocidas, hicimos tribu y está buenísimo. Quiero seguir siendo la amiga copada pero también estar con mi hijo en casa. Al principio iba a hacer yoga y pileta con él, ahora volví sola a yoga y en el camino voy en el auto mirando el lago y escuchando podcasts. Dentro de todo el panorama de miedo y angustia, al no tener que salir corriendo de casa hacia otras obligaciones, la pandemia colaboró con las gestaciones para que sean un poco más relajadas, naturales y compartidas con la pareja”.
Más productiva que nunca / Claudia Favero, 65 años
Fue una sensación que creció en los días de cuarentena. Todo se iba haciendo más estrecho y lúgubre, hasta que un día la pudo entender. “Lo que me ocurrió al estar confinada fue retrotraerme a los tiempos de la dictadura. En aquel tiempo estuve temerosa de vincularme porque había estado secuestrada y después me liberaron. Entonces quedé con la sensación de que a cualquier persona que veía la podía perjudicar, si bien al que buscaban era a mi hermano Daniel. Así que no hablaba con nadie, era como que tenía la peste. Esa impresión la tuve ahora, con el posible hecho de contagiar a alguien por Covid y por eso me protegí cada vez más en el encierro”.
Claudia Favero, referente de los organismos de Derechos Humanos de La Plata, hermana del poeta desaparecido Daniel, está por cumplir 65 años. Tiene tres hijos y tres nietos. Es jubilada docente y también como trabajadora de la biblioteca de la Universidad Nacional de La Plata. Dice que no extraña trabajar porque siente que ahora puede hacer otras cosas que había postergado: pintar, dibujar, hacer mosaiquismo y tareas de jardín. Convirtió a su casa en un refugio: en su living “santuario” hay fotos de sus padres y de Daniel. En una de las paredes del patio, el pañuelo de las Madres que ella misma hizo sobre mosaicos; el mismo pañuelo que lleva como dije colgado alrededor del cuello, el que muchas veces usó Amneris, su madre, mientras buscaba a Daniel.
Cuando empezó el aislamiento preventivo, Claudia no veía ni a sus hijos ni a sus nietos. Salía al supermercado una vez por semana. El 24 de marzo a los militantes de Derechos Humanos los agarró desprevenidos, y decidieron poner los pañuelos y las fotos de los desaparecidos en las puertas de sus casas. Charlaron en reuniones de Zoom de volver prontamente a la calle. Todo parecía momentáneo, pero no.
Claudia dice que cuando lo real se impone, tiene mecanismos de defensa para no enfermarse. Se ocupa, se proyecta, se despoja de pensamientos. “Durante la dictadura construí una familia y estudié. No tuve relación prácticamente con nadie, éramos como la familia Ingalls, solos en la pradera aunque estábamos en la ciudad. El año pasado utilicé los mismos mecanismos para sobrevivir. Me propuse hacer actividades que tendrían una cierta continuidad en el tiempo, me decía ‘esto va a seguir su curso cuando todo pase’. Empecé a explorar con la tecnología, donde no se contagia Covid, pero me aburría”.
Con su hija Melisa se preguntaban qué hacer con el Centro Cultural Favero, un espacio que crearon en 2001. “El Estado nos subvencionó ahora para que subsistamos, tuvimos que ocuparnos y hacer los trámites. Y en lo cultural, armamos dos ciclos de poesía, el primero con poesías de mi hermano Daniel, convocando a actores y gente de Derechos Humanos a que nos grabaran el poema que eligieran. Eso duró unos cuantos meses. Después armamos un segundo ciclo de ‘poesía y dictadura’ con la obra de otros poetas desaparecidos, bajo el mismo formato. Y los compartimos en nuestras redes sociales”.
A través de Pablo Antonini, director de FARCO, se conectó con la editorial de la UNLP. Hace dos años que habían reunido toda la obra de Daniel Favero. Y la querían publicar. “Nos dijeron que sí, pero había que pasar todos los manuscritos a Word y escanear las fotos. Como no teníamos mucho que hacer, con mi hija Melisa nos pusimos a trabajar en eso. Es un proyecto que tiene que ver con el deseo familiar. Y eso nos aferró muchísimo a la vida mientras el virus avanzaba y una evitaba mirar la tele para no abrumarse”.
Daniel Favero, desaparecido a sus casi 20 años, tuvo una vida breve e intensa. Pero la historia de su búsqueda, encabezada por su madre, llevó más tiempo que su propia vida. Entonces Claudia y su familia decidieron armar una crónica con una línea de tiempo de la búsqueda e incluirla en el libro, que ya salió en formato digital y se publicará en papel dentro de unos meses. Claudia dice que con la pandemia se acostumbró a proyectar cosas que se corren para más adelante, así que aprendió a lidiar con eso. “Lo más importante es que estamos vivos y sanos, y ya estamos contentos con haber sacado el libro en forma digital. Laburamos un montón. Así que si sale mañana o pasado o si lo presentamos por Zoom en vez de una reunión presencial, ya no importa tanto”.
En marzo de este año estuvo muy ocupada plantando árboles y poniendo mosaicos con compañeros de militancia por los barrios de La Plata. Como si todo eso hubiera sido poco, empezó a remodelar una casa de madera, en el campo, a las afueras de la ciudad. “Nunca estuve tan productiva. Creo que es un poco de locura. Y entiendo que es una manera de tapar conscientemente la angustia que me provoca todo esto, y a la vez la poca posibilidad de poder encontrarme con seres queridos. Estuve reciclando muebles, tejiendo, me bajé un tutorial para tejer crochet en almohadones, cortinas. Todo pensando en la casita”.
Y después profundiza: “Si me pongo obsesiva en el pensamiento, me hace mal y me da impotencia porque cuando hay un problema, salís a la calle y luchás. ¿Qué nos queda hacer ahora? Quedarnos adentro, cuidarnos. Entonces necesito pasar a la acción, hacer cosas manuales. En la casita tuvimos varios meses para remodelarla, quedó de cuentos, con tantos adornitos y tanto color. La llamamos La Soberana, pensamos el nombre por la vacuna. Me siento feliz, me encuentro con mis nietos más chicos porque es al aire libre, caminamos, charlamos”.
Claudia, que tiene una dosis de la vacuna, intenta no tener tiempos muertos aunque es casi imposible. Una vez hubo días de lluvia y se puso a mirar una serie. De pronto una escena le dio tristeza, estaba sola en la casa. Se largó a llorar como una niña: un llanto fuerte, largo, con mocos. “Es tristeza que sale de adentro, lo sé. Me distraigo con lo que puedo porque soy incapaz de sentarme a leer. A otras personas lectoras sé que también les pasa lo mismo. Y eso de sentarme en un sillón viendo un capítulo tras otro de una serie, es para mí como esperar la muerte”.
Hace poco se juntó a hablar por Zoom con hijas y hermanas de desaparecidos. Lo que más extrañan es la calle, donde se conocieron y con el tiempo se hicieron familia. “Extrañamos ese afecto colectivo, que nos hace felices. Eso de transformar lo doloroso en una experiencia de celebración. Muchas me dicen tía y siento un amor especial por los más jóvenes”.
Aferrarse a la familia / Gerónimo Lagana, 20 años
La vida de Gerónimo Lagana, estudiante de la Licenciatura de Nutrición de la UNLP, cambió notablemente.
Jugador y entrenador de rugby en Universitario, pasó de vivir afuera a verse encerrado en su casa. “Soy de salir a pasear con mi novia, con mis amigos, de hacer cosas. No lo sufrí mentalmente, sé de casos de ansiedad, de depresión, de ataques de pánico. En mi caso, tengo la suerte de tener una familia unida, somos seis, mis viejos, mi hermana y mis dos abuelos. Me llevo muy bien con ellos. Y son un amparo grande”.
En la cuarentena no pudo ver a su novia durante dos meses. A principios del año pasado se había planteado encontrar un trabajo. Lo fue postergando hasta que hace poco le salió la oportunidad de hacer delivery en la pizzería de su cuñado. En el club habían hecho la pretemporada entrenando todos los días para el torneo, que empezaba en abril. “Bueno, en 15 días nos volvemos a ver, me dije. Y esos 15 días se convirtieron en 30, luego en dos meses, y todo eso se hizo eterno. Tuve un bajón emocional, pensé ‘me estoy preparando al pedo para algo que no va a pasar’. Y dejé de entrenar por Zoom”.
Le costó organizarse con la facultad. Se frustraba al no poder juntarse con compañeros, le estaba yendo mal. No podía concentrarse ni a la mañana ni a la tarde hasta que encontró en el silencio de la noche un refugio. Hoy duerme siesta para compensar el descanso. Hace dos semanas perdió a su gata y un sueño recurrente es que la encuentra y se ponen a jugar. Se suele levantar ilusionado, luego vuelve a la realidad.
“Estábamos entrenando en horario muy temprano con los chicos, y ahora siento que entramos en un bucle. Para nosotros los jóvenes que se hayan vuelto a suspender las juntadas, los cumpleaños, es un bajón, pero no queda otra. Entré en un estado de aceptación, no sé si está bueno. Y me siento medio adormecido, como que hay que bancarla como se pueda”.
Tenía programados unos viajes con su novia y con su familia que debieron suspender.
Piensa en sus abuelos, y por ellos el año pasado no salía ni a ver a sus amigos. Ahora están vacunados y lo siente como un alivio. “Fue difícil que entiendan que no puedo abrazarlos ni darles besos, ni compartir un mate ni un vaso. Estamos a un pasillo de distancia en la casa, solía ir a acostarme a la tarde con ellos y acariciarlos. Estuve varias veces aislado por contacto estrecho, pero por ahora no cargo con la culpa de contagiarlos”.
Con su familia se aferraron a la idea de sacar una marca de ropa bien casera, pero por ahora no pudieron lanzarla. “En la cuarentena estábamos un poco en cualquiera, cada uno comía cuando quería, todos los horarios trastocados. Desayunábamos a las dos de la tarde. Un día hicimos un click y nos pusimos a hablar, para al menos cenar juntos. Y eso nos reorganizó”, se sincera.
Dice que la pandemia generó una revelación: mirarse más hacia adentro. “Me di la oportunidad de conocerme mejor, de hacerme cargo más de mí. Tenía dudas con mi carrera, pero en la cuarentena me fui reconectando. Siempre me había gustado cocinar pero ahora me informé mejor sobre qué comer, cómo comer, buscar variantes. Fue algo novedoso”.
Lo que más extrañará en este nuevo confinamiento son los entrenamientos. El contacto con sus dirigidos. “Siento que puedo brindarle a los chicos lo que me dejaron otros entrenadores. Transmitir la pasión por el rugby. Es algo que me llena. Y volver a suspenderlo es muy triste”.
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