Soberanía territorial

No hay desarrollo provincial sustentable en un país que se hunde

 

Si algún mérito debiera concedérsele a Javier Milei, es el de haber puesto de cabeza el sentido común, la razonabilidad de las cosas y los hechos. Esto desafía a quienes suponen tener criterio y al resto de la sociedad, los que no comparten sus delirios de fanatismo oscuro y cruel, sobre qué hacer al respecto.

Como todo parece estar en discusión, rehacer la racionalidad parece una empresa difícil en todos los ámbitos. Estamos ante un rompecabezas, una tarea para armar. Pero debe hacerse cuanto antes, por partes, para alejar la locura de nuestra sociedad.

En primer lugar habrá que tener claro que sus propósitos responden a una ideología económica inexistente en la realidad de este mundo, pero que hay importantes fuerzas locales e internacionales dispuestas a apoyarla –y por ende al mismo Presidente– para sus fines propios. Esto le permite a Milei ser una marioneta de ellos y al mismo tiempo un personaje fuera de clasificación.

Este sistema de desconcierto generalizado produce entretanto daños importantes, que se traducen en objetivos logrados por aquellas fuerzas que parasitan al Presidente. El principal que tienen en mente esos poderes es el de quebrar a la Nación. Lo que parecía una idea paranoica de algunos visionarios, comienza a concretarse en aras de la obtención de rápidos resultados de políticas económicas. Para ello es necesario convertir a nuestro país en una colonia o enclave para su entrega fácil, publicitando su calidad de oferta generosa con la finalidad de la rápida concreción de la subasta.

La manera está a la vista: nada mejor que dividir al país en regiones especializadas en determinados servicios, que todos sabemos cuáles son porque la explotación ya existe pero todavía es incipiente. Perfeccionar la entrega de los cuerpos regionales exige sacrificios, traiciones, y la venta de los restos morales de funcionarios y dirigentes.

Ya se habla con toda impunidad de la región tal o cual de la nación, y de sus disponibilidades para agradar a los grandes capitales. No nombro a cada provincia por respeto a sus pueblos, sojuzgados por sus gobernantes, representantes, empresarios o dirigentes, según sea el caso. Existen todavía, sin embargo, algunas loables excepciones, que son las reservas morales de la sociedad y que ya están reaccionando ante este espectáculo soez.

Esa particular finalidad de materializar la entrega del cuerpo económico y territorial por unas escasas limosnas –¿divisas?– se formaliza imaginando un país invertebrado, entregado por regiones. Ya se comenta con total naturalidad la distribución por parte del norte cordillerano para facilitar la minería; la del norte litoraleño para suministrar los recursos acuíferos; el ofrecimiento del centro para continuar y perfeccionar las transferencias de las riquezas del complejo agroindustrial; la cesión del conjunto patagónico cordillerano para traspasar los recursos de hidrocarburos; la disposición alegre de la costa atlántica para oficiar de puerta de entrada y salida de bienes sin inconvenientes; el aseguramiento de la otra componente sofisticada de salida de aquellos bienes de alta corrupción por la vía Paraná-Montevideo, y su ruta internacional.

Cimentar este sistema implica la colaboración connivente de dirigentes provinciales de todos los estratos, para los cuales los objetivos particulares superan ampliamente los intereses nacionales. El caso es que es la actual dirigencia nacional promueve esta modalidad de destrucción de la entidad de un país, de un Estado.

Es sabido hasta el hartazgo que nadie se realiza en un país que no lo hace: ninguna provincia se desarrolla sustentablemente en un país que se hunde. Pero la ceguera y cierta decadencia ética que aquí señaló Mario de Casas (No llorar, pensar y actuar) parecen primar en el desconcierto social y político que padecemos.

Pero no todo es negativo. La mayoría del pueblo tiene todavía valores. Aunque haya una minoría intensa que ya los tiró por la borda. Quedan las fuerzas nacionales y populares: en organizaciones sociales, en sectores sindicales, en organismos de pymes, en defensores de educación pública y sus estudiantes; en los curas cerca del pueblo; en uniones profesionales serias; y en la incipiente organización política del conglomerado nacional y popular.

Esta última mención debiera ser la síntesis de la reacción nacional ante tanto desconcierto, tanta locura, tanta naturalización del retorno a las épocas más oscuras de nuestra historia reciente. Pero es una tarea compleja, porque las debilidades humanas han afectado últimamente a toda la sociedad, y también a las fuerzas nacionales.

En ese sentido, son reales y respetables las ambiciones políticas, pero no lo son si no finalizan en acuerdos y consensos para aportar racionalidad y esperanza al pueblo argentino. Es imprescindible la unidad del Movimiento Nacional y Popular.

Por lo tanto es necesario pensar y debatir sobre un programa mínimo de valores a ofrecer a la sociedad. Continuando con lo expresado en el artículo anterior (Organizar la oposición), intento definir qué supone la “soberanía territorial”. Aparte de que es una repetición, ya que la soberanía se entiende como el conjunto de facultades y derechos de un país sobre su territorio y habitantes, en este caso conviene precisar algunos contenidos que proponemos al respecto.

En primer lugar, señalar que nuestro territorio continental es fruto de importantes adquisiciones (land grabbing) de millonarios y multinacionales extranjeras. El límite que estableció la Ley de Tierras no se cumple en las jurisdicciones provinciales, por desidia, intereses y la reglamentación perversa que realizó Macri. La extranjerización de enormes extensiones de las mejores tierras argentinas, aun en zona de fronteras, atenta contra la soberanía territorial y tiene cómplices en el gobierno nacional y en los provinciales.

En segundo lugar, la soberanía sobre las Malvinas y los derechos sobre la Antártida no son defendidos por el actual gobierno: por el contrario, cede a cada momento importantes renuncias a derechos argentinos. En especial frente a la futura explotación de petróleo en el área adyacente a las islas, concedida por sus habitantes, una ilegalidad que no será reconocida por futuros gobiernos nacionales.

En tercer lugar, por cada permiso que se otorga a una instalación extranjera en territorio argentino, como el ocurrido en Tierra del Fuego respecto de una base norteamericana. De igual manera, la presencia en provincias de organismos extranjeros de “ayuda” en cuestiones ambientales o de emergencias.

En cuarto lugar, el mantenimiento como “zona extranjera” en la práctica a la instalación de puertos existentes sobre el Río Paraná para el comercio de granos, y al control de la navegación del río por empresas privadas, vinculada al uso de un canal de salida contrario a los intereses argentinos. Lo que significa un conjunto de situaciones ideal para la evasión de divisas y de impuestos.

En quinto lugar, la frecuente e intensa adquisición de tierras para la instalación de parques eólicos, un doble negocio: inmobiliario y de uso de nuestro suelo, para generación a partir de la importación de la casi totalidad del equipamiento y su privilegio en el despacho del mercado eléctrico. Incrementado ahora con la eventual industria del hidrógeno verde, especialmente con lo ocurrido en la provincia de Río Negro.

Por supuesto, también está en este tema la instalación de enclaves para la explotación de nuestros recursos naturales, pero eso será motivo de otra nota.

La soberanía territorial es una responsabilidad de nuestras Fuerzas Armadas y estos temas parte de sus institutos de formación. Pero sabemos que se intenta asignarle otros objetivos, ajenos a la defensa de la Patria.

El Movimiento Nacional y Popular está en el camino de consensuar un programa de gobierno que se proponga a la sociedad para el futuro cercano: la soberanía territorial es uno de los principios de esa tarea de las fuerzas nacionales, que debiera ser motivo de convocatoria a otras agrupaciones políticas con sentido nacional.

 

 

 

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