Sin vergüenza

El saber, como el arte, ocupa su lugar cuando se trata de pensar una nación, un país, una república

 

Me han sobrecogido las noticias sobre el estado de la ciencia en la República Argentina. Yo no practico hoy ciencia alguna, ni siquiera aquélla débilmente incluida entre las ciencias culturales, el Derecho, que alguna vez abracé con esperanza y también con cierto optimismo, pero quisiera expresar por esta vía mi convencimiento acerca del retroceso cultural enorme de este país en los últimos años, que, a mi juicio, provoca el destrato y la destrucción de las ciencias, y de toda instrumentación e institucionalización al respecto, para dar paso a la victoria del éxito chabacano. Creo que no existe mejor ejemplo de tal afirmación que aquella recomendación de un ministro del régimen de gobierno actual, cuando nos instigaba, precisamente para obtener éxito en el sentido expresado, a fundar “cervecerías artesanales”. A fuer de sincero, tenía razón, pues hoy esas cervecerías crecen como hongos y, seguramente, serán un éxito económico.

Lavar platos, actividad que otro ministro recomendó hace años a los científicos de este país, en cambio, no tuvo ese éxito. Otros son mejores que yo para observar, definir políticamente y proyectar este panorama que nos conduce de una Argentina líder científico-cultural en América del Sud —incluso la derecha política argentina estaba representada por personas con un mayor grado cultural—, a representar a un país cada vez más pobre, inculto y chato de la misma área, con preocupaciones meramente dinerarias y faranduleras. Me lastima la enorme falta de igualdad de posibilidades de las personas que habitan este país, la pobreza y la indigencia frente a la riqueza exhibida sin pudor por otros, el individualismo de quienes tienen y creen que lo merecen, aunque nunca hayan hecho nada para ello, la falta de solidaridad con el prójimo, pero, en ocasiones como esta, por ejemplo, sufro también por la destrucción de un patrimonio que, al menos, valía la pena conservar. El saber, como el arte, ocupa su lugar cuando se trata de pensar una nación, un país, una república.

Pensando en ello se presentó ante mí aquello que ha sido mi tema preferencial en materia penal: la justicia, concebida como juzgamiento de congéneres, personas iguales a quienes los juzgan. Me entero por los periódicos de una situación inverosímil —no poseo sus detalles—: el presidente del tribunal de casación federal en materia penal, máxima autoridad sobre la interpretación del Derecho penal en nuestro país —esto es, a la altura del Supremo español o de la Corte Suprema de la República Federal de Alemania, tribunales máximos en esos países—, manda a detener e incomunicar a una funcionaria judicial de menor jerarquía porque no cumple su orden de confeccionar una lista de objetos hallados en un recinto del tribunal, de inventariarlos, sin conexión alguna con un acto procesal. La secretaria carecía de cualquier vínculo con esos objetos. Dos policías cumplen la orden de detención impartida por el presidente, según se dice, fundada en un delito en flagrancia cuya denominación y determinación resultan desconocidos. Horas después, frente a la presentación de un habeas corpus, otro juez de menor jerarquía ordena la liberación de la empleada, recluida en una celda. Más allá de si la negativa a proceder según la orden impartida representa o no representa una falta administrativa de la empleada, sancionable como tal, creo que ningún jurista en su sano juicio dejaría de responder al caso inmediatamente: se trata de una privación ilegítima de la libertad de una persona, agravada porque el autor es funcionario público y realiza la acción en ejercicio de esa función (CP, 141 y 144 bis, inc. 1), como mínimo. Interviene un juez que juzga el hecho y absuelve al Sr. presidente, al parecer porque actuaba bajo la influencia de un error de Derecho, al creerse legítimamente autorizado a disponer la privación de libertad de la empleada. Otro juez que juzga el caso imputa a los dos policías la privación de libertad, al no haber ejercido el control de legalidad de la orden recibida.

Uno se pregunta: ¿en qué universidad y facultad de Derecho estudió el juez que dispuso la privación de libertad y aquel que lo sobreseyó fundado en el error? ¿Cómo puede ser presidente de un tribunal de casación, máximo intérprete del Derecho penal de un país, quien confunde de modo tan grosero sus atribuciones? ¿En qué manos judiciales estamos?¿Los ejecutores —simples policías o carceleros— no se equivocaron sobre la ilegitimidad de la orden, pero sí obró por error la máxima autoridad penal de este bendito país? Y todavía puede seguirse preguntando casi al infinito: ¿quiénes fueron los profesores de Derecho penal de esos jueces? ¿Será verdad el hecho, o es producto de la imaginación periodística?

Este es un ejemplo cabal del lugar al que este país ha caído culturalmente. Seré quizás muy desmemoriado, pero no creo que un hecho así hubiera podido ocurrir cuando yo era estudiante de Derecho y funcionario judicial. El saber, aun aquel de un conocimiento no incluido como ciencia, ocupa un lugar. Para colmo de males, otros hechos posteriores atribuidos al mismo presidente parecen mostrar el peligro que representa para las mujeres, siempre ellas, incluso colegas, su proximidad.

 

 

 

 

 

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