Sin margen para confusiones

Hay que generar condiciones que hagan irreversibles las transformaciones que mejoren la vida de los sectores populares

 

No debería hacer falta ser economista ni historiador para saber que con la nueva subordinación del país al FMI, fase superior del sometimiento al centro imperial con asiento en Washington, se busca proteger a los especuladores de aquí, allá y acullá. Es decir, continuar con la bicicleta financiera y la fuga de divisas y completar el ajuste iniciado en diciembre pasado, que implica —entre otros beneficios— concretar la llamada reforma laboral y un nuevo recorte a los haberes de los jubilados mientras se avanza en la privatización del sistema.

Es probable que estas maniobras tengan un alto costo político para el oficialismo, por lo que ya se hacen especulaciones respecto de cuál será el eventual candidato o la fuerza política que se beneficiará electoralmente con los desencantados, lo que en buen romance significa quién esté en mejores condiciones de tomar la posta del modelo de entrega nacional y jerarquización social.

A través de sus medios hegemónicos, el establishment se encarga por estas horas de confundir incautos con el discurso que critica al equipo de campeones que gobierna —su equipo— por supuesta impericia; discurso verosímil para los desencantados por cuanto es seguro que no han cambiado de ideología; en particular, es probable que aquellos que todavía conservan alguna capacidad de ahorro mantengan como una de sus prioridades existenciales la libertad, para comprar dólares. El aparato de propaganda con el que el régimen legitima o esconde sus negocios no descansa.

El próximo paso será erigir un candidato muleto que, si no es la gobernadora Vidal, surgiría del peronismo conservador de los gobernadores y Pichetto o del Frente Renovador de Massa. Y esta será otra gran mentira a desnudar. Se trata de personajes y expresiones políticas que, con sensibilidad oportunista ante la resistencia popular y el notorio deterioro del gobierno, se oponen ahora a los escandalosos aumentos tarifarios pero han avalado todas y cada una de las políticas de los CEOs. Ellos mismos no hubiesen hecho nada distinto, porque lo único que los diferencia es la sonrisa. Tienen con la oligarquía una coincidencia fundamental: mantener la subordinación del país a los mandatos imperiales y reducir la participación de los sectores populares en el ingreso nacional, lo que implica violar una y otra vez sus derechos. Los partidos clásicos y sus retoños hace rato que no pueden ser consecuentes ni con los postulados que enuncian como fundamento de su razón de ser y de su actividad, son burocracias que no se diferencian entre sí: no sólo comparten el discurso antipopulista, están definitivamente subordinados al régimen.

En este contexto se eleva la figura de Cristina Fernández, que por historia y condiciones personales es quien está en mejores condiciones de encabezar la necesaria rebeldía contra el sometimiento nacional y el privilegio interno.

Es que esa Cristina que tiene un “techo” electoral “imposible de perforar” es un mito, funcional a aquella mentira, tan irreal como el de la herencia recibida; que a la vez es efectivo, porque ha llegado a convencer incluso a más de un compañero bien intencionado. (Los otros, que los hay, no necesitan que se los convenza.) Si los sectores dominantes estuvieran seguros del trillado techo, no hubiesen intentado primero destruirla y, al fracasar tras interminables intentos, proscribirla, que es lo que siguen buscando.

Por otra parte, los que hablan de personalismo están planteando como problema técnico —de psicología— algo que es producto de las circunstancias históricas. No es la primera vez en nuestro país (ni en América latina, pensemos en Lula) que toda una corriente histórica se polariza en una persona, síntesis de los anhelos populares. No se trata de una recua que va detrás de un capataz por el choripán, sino de una multitud de mujeres y hombres que, con plena conciencia de su valor como seres libres, adhieren a una conductora que los interpreta y ha garantizado el ejercicio de sus derechos.

Tampoco es la primera vez que militantes que con su acción han contribuido a la causa del pueblo, actúan en base a consignas que fabrica el mismísimo régimen que se proponen derrotar. Son errores que no desmerecen sus conductas al servicio del movimiento nacional; por lo tanto, rectificarlos no es un tributo a la vanidad de algún iluminado sino un deber con la causa.

¿Cuál es la estrategia del régimen para permanecer? Superpone a su poderosa base material una contínua y asfixiante contra-concientización y una minuciosa desorganización de los sectores populares. No se necesita ir demasiado lejos en el tiempo: en 1983 parecía que el régimen había caído, pero en 1989 nos volvió a gobernar; a partir de 2003 parecía que el régimen había caído, pero desde 2015 nos gobierna. El régimen no cae solo, hay que derrotarlo, y la victoria debe ser entendida como la generación de condiciones que hagan no sólo posibles, sino irreversibles las transformaciones estructurales que mejoren progresivamente las condiciones de vida de los sectores populares, antítesis del tantas veces frustrado crecimiento de factoríanos que proponen el imperialismo y sus socios locales. Como se puede ver, la victoria es algo más que un triunfo electoral, y para alcanzarla se necesita algo más que un candidato que supuestamente no tenga techo en las encuestas.

La negligencia teórica trae desastres prácticos. No escudriñar bajo la superficie de las cosas, no prestar atención a la formación de cuadros, no promover su organización y no desarrollar la conciencia para sí de los sectores subalternos —que incluyen a unos cuantos de esos compradores compulsivos de dólares— no es renunciar a cualidades indispensables del movimiento nacional. La necesidad de saldar este déficit se explica porque no hay vacío ideológico: mientras tales carencias no sean superadas, se prolongará el dominio de formas de pensamiento que bloquean la victoria. Resolverlas será dejar atrás esa apariencia que se nos presenta como una recurrente fatalidad: el movimiento nacional y popular sobreviene cada vez que la opresión de los sectores populares llega a límites intolerables, y a empezar de nuevo.

 

 

 

 

 

 

 

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