“¡No puedo respirar!” fue el desgarrador grito, de inmediato convertido en consigna masiva, que repitió unas once veces George Floyd mientras un policía de Minnesota lo asfixiaba, indolente, presionando con la rodilla su cuello cuando ya estaba esposado sobre el asfalto. La trágica ironía es que víctima y victimario, el negro y el blanco, habían sido ambos guardias de seguridad, una de las ocupaciones típicas de tantos individuos alrededor del mundo con dificultades de inserción laboral. Fueron empleados del mismo local. El policía hacia guardia en la calle; el ex basquetbolista supervisaba el interior. No es seguro que se conocieran, pero coincidían los martes en El Nuevo Rodeo, un club de la ciudad. Sus historias volvieron a enlazarse, desde roles opuestos, por última vez.
Racismo y partículas
El racismo en Estados Unidos no está empeorando, comentó un integrante de la comunidad afroamericana; solo que ahora lo filman, aclaró. El detalle no es menor. La difusión casi en directo del video de la agonía de Floyd en manos de un agente por el crimen de pretender comprar cigarrillos con un billete de 20 dólares quizá falso dio vuelta al mundo. Como respuesta a ese tormento seguido de muerte, el país asistió a la insurgencia urbana más impresionante desde el magnicidio de Martin Luther King en abril de 1968. La diferencia, según The Economist, es que hoy las protestas no son sólo raciales, sino que ganaron contenido político e ideológico y ampliaron su base al integrar hispanos y blancos. Eso las vuelve una amenaza más contundente que si fueran protagonizadas sólo por una minoría.
Los choques de los movilizados contra la policía se extendieron por todo el país. En la capital llegaron a las inmediaciones de la Casa Blanca y el Presidente se vio obligado a refugiarse en su bunker subterráneo; fuera del 11 de setiembre de 2001, no hay precedentes de una medida semejante. Líderes afroamericanos estuvieron entre los primeros en repudiar el crimen mientras Trump agregaba combustible al incendio y exigía mano dura a los gobernadores de los distintos estados insurgentes. Estados Unidos no solo enfrenta conflictos graves entre el Ejecutivo y los distintos poderes locales, sino que ve derrumbarse su imagen internacional. Trump no es el origen de este problema, sino su culminación tragicómica. Desde hace algunas semanas parece que el paso de comedia quedó atrás; este nuevo escenario es trágico por donde se lo mire.
La rebelión popular tiene lugar en medio de una pandemia universal de la que el país es una víctima principal: centenares de miles de infectados, 100.000 muertos hasta fines de mayo. El virus se expande ahora por el territorio central. Comenzó atacando las bases electorales demócratas (las ciudades costeras, las comunidades latinas, negras, pobres; ¡parecía un virus republicano!) pero ahora barre el cinturón territorial de la Biblia, de la soja y del rifle.
El asesinato de Floyd suma otra crisis de confianza a una superpotencia disminuida por su inexistente liderazgo ante la peor crisis mundial desde la Segunda Guerra. La única medida “internacional” de Trump fue denunciar a la Organización Mundial de la Salud y cancelar teatralmente su aporte nacional que, según parece, hacía ya dos años que no pagaba. La reputación de los que se creen destinados a mandar en el universo está deteriorándose por un minúsculo virus, por una vida negra a la que hubieran descartado. Eso agrega humillación a la crisis de confianza que ya atravesaba la élite del superpoder. La única potencia unilateral que surgió de la victoria absoluta en la Guerra Fría hace treinta años no tiene nada que decir sobre la más impresionante conmoción que sufre la humanidad bajo su hegemonía, hasta hace poco indiscutida. Se encuentra desorientada.
Si adoptamos una mirada helada, como la de los analistas de Departamento de Estado, el tema de fondo no es el padecimiento del pueblo estadounidense sometido, como todos, a la exacción financiera y la represión policial, a la violencia y la desigualdad crecientes. Es el destino de una superpotencia. Del mismo modo que el asunto de la deuda argentina no implica sensibilidad alguna respecto de sus habitantes, sino una preocupación mayúscula acerca de todas las reestructuraciones que siguen en la fila en los próximos meses e implican al menos a una cuarta parte de la llamada “comunidad internacional”, sin mencionar los quebrantos privados y personales que acelera por todas partes una partícula infecciosa.
Falta el aire
El grito de Floyd, aterrador como fue, impactó también subliminalmente porque amplifica el pánico ante los casos agudos de coronavirus. Los pacientes graves no logran respirar, necesitan asistencia mecánica. La falta de oxígeno enlaza de modo perverso el método de la violencia estatal racista y las consecuencias extremas de una enfermedad para la cual muchos Estados, el estadounidense en primer lugar puesto que tendría todas las posibilidades, carecen de respuesta suficiente. Les falta el aire tanto a los marginados sociales como a los enfermos delicados, pero no solo a ellos. También a los manifestantes, porque la represión les lanza gases lacrimógenos, pimienta, todo tipo de agresiones a los pulmones. Dificulta la respiración. Es paradójico que esto suceda justo cuando el mundo parece oxigenarse con la ralentización de la vida urbana e industrial.
Geopolítica viral
El gran problema de Estados Unidos y por tanto mundial, no es el desorbitado Trump, sino el burócrata Joe Biden, su rival en las presidenciales de noviembre. Hasta ayer, Biden parecía una garantía para la reelección del carismático y abominable Trump, quien posiblemente no sobreviva a su enfática autodestrucción en curso. ¿Qué alternativa ofrece ese gris personaje que sirvió de ariete a los bosses del aparato demócrata para frustrar el increíble ascenso del candidato preferido de los independientes y los jóvenes, Bernie Sanders?
Nadie puede imaginar la fisonomía de lo que vendrá después de la pandemia cuya vigencia es imposible de calcular. La coyuntura muestra máxima incertidumbre y el malestar popular que propicia facilita la inesperada explosión de reacciones como la que suscitó el caso de George Floyd. Es preciso reconocer, sin embargo, que el mar de fondo ya estaba allí desde hacía mucho tiempo; el movimiento Black Lives Matter tiene una trayectoria largamente motivada por el inveterado racismo y su bestial, endémica faceta policial motivó muchos otros alzamientos ciudadanos en el pasado reciente, aunque más focalizados.
Tras presionar en Latinoamérica para que los militares se involucren en temas de seguridad interior, Estados Unidos comprueba la resistencia de sus propios uniformados para cumplir ese papel en la crisis. Es que el 40% de la tropa es negra, sobrerrepresentada tanto en las Fuerzas Armadas como en las cárceles y entre las víctimas de los abusos policiales. Hay ex jefes que también repudian esa función represiva interna, aunque se llegaron a desplegar operaciones contra los manifestantes.
China, al mismo tiempo, se embarra en Hong Kong. Resulta difícil entender por qué lanzó una ofensiva policial allí justo cuando mejoraba su imagen mundial gracias a una diplomacia sanitaria universal. Con todo, se da el lujo de dirigir ironías contra el gobierno estadounidense por su actitud frente a ciudadanos que demandan derechos elementales y contra su Presidente por esconderse de su pueblo en un sótano.
La pregunta por la geopolítica, por el papel futuro de Estados Unidos se vincula también con los pulmones del mundo, vale decir, con el cambio climático, la deforestación y la polución. El transitorio freno a la actividad urbana e industrial produjo en muchas regiones súbitas transformaciones en el ambiente: aire más puro, visitas de especies silvestres a ciudades pacificadas. Se respiraba de otra manera. ¿Cómo asociar esa evidente ganancia con una próxima reactivación de la economía? China, contaminadora serial, contendiente global de la gran potencia, también gran contaminante, no tiene una respuesta. Pero acaso la busca. Trump no entiende la pregunta. Tampoco quiere entenderla, y no es el único.
La crisis climática, el cambio de paradigma energético junto con un New Green Deal, como se denominó a la propuesta de nueva relación global con la naturaleza, serán temas centrales en el futuro inmediato, caso que la humanidad entienda que si no los enfrenta peligra su futuro a mediano plazo. Imposible disociar estos reclamos de la lucha contra la desigualdad. Igualdad y ecología no pueden ser términos de una grieta a menos que los dos extremos quieran fracasar.
Lo que resulta tan paradójico como evidente es que nos encontramos en el gran momento Trump. Precipitan en él todos sus componentes negativos: racismo, infección, contaminación, declive. Condensa el desprecio por la vida en su sentido más amplio. El Presidente dice optar por la economía, por esta economía. Es cierto que muchos pequeños empresarios y comerciantes se quedan también sin aire y de manera desesperante. Pero Trump no encarna el lema ¡Viva la economía! Aunque lo sugiera así, su sentido es la consigna infeliz de quienes unos cien años atrás al menos hablaban claro y gritaban ¡Viva la muerte! La muerte de los otros, claro.
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