“Esos pibes no sienten nada / No sienten que se pueden morir / y nada por vos”.
Indio Solari, El callejón de los milagros
Hace 30 años Hans Magnus Enzensberger escribió un pequeño ensayo que llamó Perspectivas de guerra civil. El libro se proponía describir y analizar las transformaciones de la guerra en el mundo contemporáneo después de la caída del muro de Berlín. Un pronóstico similar al que había arribado Jacques Derrida para quien nos encontrábamos en una situación de guerra civil o de casi guerra civil, es decir, frente a una serie de conflictos donde no se sabe muy bien dónde empieza la guerra civil y dónde termina, pero se averigua en la inhospitabilidad y la proliferación de enemigos públicos.
Hablar de delito y violencia parece una tautología. El delito es una de las formas que asume la violencia. Sin embargo, durante mucho tiempo la violencia agregada al delito callejero y predatorio era una violencia instrumental que tenía por fin amedrentar a la víctima para neutralizarla y realizar su cometido sin resistencia. En la última década, en determinadas zonas del conglomerado urbano, hemos empezado a notar que los robos van acompañados de lesiones o daños. No hay un vínculo aparente entre el robo y las lesiones o los daños, es decir, la violencia utilizada es desproporcionada al robo que se lleva a cabo. Una violencia desmedida e inútil que va más allá de los fines aparentes. Una violencia que transformaba al robo en robo agravado o al hurto en hurto con daños a la propiedad. En efecto, en estos eventos hay un plus de violencia que ya no puede cargarse fácilmente a la cuenta de la violencia instrumental.
Como en los casos de la violencia interpersonal y las violencias de género, se trata de otra forma de violencia que pide ser desentrañada. Violencias, en plural, que tienden a espiralizar los conflictos, a agregarle más incertidumbre a la vida cotidiana.
Algunas escenas
Las escenas suelen repetirse pero también se amplifican y generalizan súbitamente, no sólo en la televisión sino en el barrio a través de las habladurías que se promueven en torno al crimen. No es para menos, se trata de delitos que suelen tener un gran impacto en la integridad física pero también en la subjetividad de las personas. No sólo pueden producir daños en el cuerpo sino en el alma de las víctimas y en la trama social. Repasemos algunos de estos delitos sólo para que el lector o la lectora se den una idea a qué eventos estoy haciendo referencia. No son hechos inventados sino tomados de la prensa.
Primer hecho: tres personas irrumpen en la casa de una persona mientras estaba durmiendo. La persona es reducida rápidamente, no se resiste y les dice dónde tiene la plata guardada. Las personas toman el dinero y algunos electrodomésticos portátiles. La víctima está atada en una silla y es un adulto mayor. Las personas empiezan a escupirlo y orinan encima de él, haciendo otros destrozos en el interior de la casa.
Segundo hecho: dos jóvenes en una moto arrebatan una mochila a una persona. Hubo un forcejeo inicial pero la víctima termina entregando sus pertenencias al advertir que uno de los jóvenes saca un arma. Los jóvenes se ríen y alardean entre sí una vez que la víctima les ha entregado las pertenencias requeridas. El que tiene el arma decide disparar sobre la persona que estaba tirada contra el piso.
Tercera escena: irrumpen en otra casa. Por suerte no están sus residentes. Revisan todo de arriba abajo, seleccionan algunos electrodomésticos y ropa que meten adentro de dos bolsos. Antes de irse defecan arriba de la cama y arrojan un balde de pintura en el living de la casa, además de hacer otros destrozos.
No se trata de casos aislados. Según el último informe del Observatorio de Políticas de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires 2009-2019 de la Facultad de Humanidades de la UNLP, los robos y robos agravados son superiores a la cantidad de amenazas y las lesiones leves: “En líneas generales, del 2009 al 2019 los robos y robos agravados aumentaron, aunque con vaivenes: en el año 2009 la tasa de robos cada 100.000 habitantes fue de 847,9, dicho número descendió a 727 en 2011, luego ascendió a 979 en 2014, disminuyó a 840,9 en 2015 y volvió a aumentar nuevamente hasta alcanzar una tasa de 1.104,4 en 2019, es decir, los valores más altos de toda la serie”. Para los y las autoras del informe el robo agravado, junto a las lesiones leves y los delitos contra la integridad sexual, las tentativas de homicidios y los homicidios, son indicadores de la violencia interpersonal. En ese sentido, nos parece que el aumento relativo de las violencias en la provincia de Buenos Aires es un dato que hay que empezar a mirar con más detenimiento.
Más allá de que los homicidios dolosos se han ido amesetando en el país, incluso han disminuido en algunos años, la violencia desplegada en la comisión de otros delitos o en algunas relaciones barriales y familiares, nos está hablando de algunas transformaciones que permanecen como tendencias y que conviene no subestimar, sobre todo a la hora de imaginar y planificar políticas públicas.
Dimensiones de la violencia
La violencia tiene otras dimensiones que merecen ser tenidas en cuenta a la hora de explorar y comprender lo que se juega en este tipo de eventos problemáticos. Además de la dimensión instrumental a la que hicimos alusión arriba, existe una dimensión emotiva y otra expresiva.
Con la dimensión emotiva o lúdica queremos aludir a las energías furtivas que se ponen en juego durante dichas transgresiones. Hablamos de violencias que también divierten, son un gran atractivo porque producen adrenalina, alegría, euforia, fascinación, goce, hacen reír, nos sacan del aburrimiento y motorizan la grupalidad. La violencia es la fuente de una energía que no hay que desdeñar en las interacciones juveniles, porque suelen ser la oportunidad de demostrar y demostrarse el coraje de la que pueden ser dueños, de su destreza física. Meter miedo y pilotear ese miedo que se genera en la víctima, aprender a remar la paranoia de sentirse observados, a surfear el nerviosismo, a lidiar con los escalofríos y la ansiedad, la humillación de ser atrapado, forman parte del campo de experiencias de estos jóvenes. Destreza y habilidades que se aprenden en la calle, a través de la victimización furtiva.
Las intrusiones a los domicilios, los arrebatos repentinos y actos de vandalismo, dijo Jack Katz, suelen seguir la estructura de un juego. Un juego eróticamente evocador. Sus protagonistas no persiguen ningún fin que se desplace en el tiempo: la satisfacción es casi instantánea. Estas transgresiones despiertan picos emocionales. Salirse con la suya, estallar de euforia y suspirar de alivio, convierten a las transgresiones en experiencias excitantes. Estos delitos son una forma de emoción. No todo es razón, hay una compulsión irracional, existen emociones profundas que son catalizadas con violencias puestas en juego en aquellas transgresiones. No siempre hay un objetivo utilitario, a veces los eventos son eminentemente mágicos. Sentirse seducidos o fascinados por objetos encantados, convierte a las transgresiones en un impulso abrumador, en prácticas maravillosas o exquisitas.
Pero conviene no sobreactuar nuestra indignación. Como señaló Katz, “las consecuencias de las emociones furtivas no suelen ser el lanzamiento hacia carreras criminales o la definición del yo furtivo”. Por el contrario, lo que se busca son nuevas posibilidades ampliadas del yo a través de formas que antes parecían inaccesibles.
En cambio, con la dimensión expresiva, hacemos referencia al carácter performático de estas experiencias. Hay una gramática en la violencia que tampoco hay que desdeñar, un mensaje cifrado que no siempre podemos o queremos escuchar o descifrar. Sabemos que la violencia suele ser muda, que la violencia empieza donde acaban las palabras. Sin embargo, así y todo tiene un potencial expresivo que no se le escapa a los jóvenes. Es una violencia que puede comunicar, que a veces consigue comunicar algo. No es una violencia utilitaria, sino una violencia con estilo, que a veces lleva una firma, una huella reconocible o tiene un modus operandi para emitir un mensaje.
Hablamos de una violencia dialógica con varios destinatarios, entre los cuales, según Mijaíl Bajtin, pueden distinguirse tres destinatarios: la víctima concreta o destinatario segundo. Acá la violencia se presenta como castigo o venganza. El agredido, en tanto cuerpo frágil o vulnerable, es un cuerpo-sacrificio. A través de su cuerpo hablan otros actores y se hablará a otros cuerpos. En segundo lugar la víctima genérica: la violencia como agresión o afrenta a otro genérico cuyo poder es desafiado, usurpado. Es el interlocutor en las sombras. La violencia se vuelve alegórica, una violencia metafórica. Y finalmente, el destinatario tercero o superdestinatario o tercero invisible: la violencia como demostración de fuerza y virilidad ante una comunidad de pares, una violencia empleada para acumular prestigio que le permita ganar la atención, el respeto y reconocimiento de sus pares con los cuales se identifica y se siente cuidado. Son los coautores de la enunciación, los socios de la violencia. Para Segato el superdestinatario es el interlocutor principal del acto violento o, mejor dicho, de estas violencias. Se trata de una violencia que alimenta las masculinidades y el poder asociado a ellas. Una violencia que se usa para adquirir estatus, “sacar chapa”, para adquirir respeto al interior del propio grupo de pares, o para demostrar que saben hacerse respetar. El agresor y la colectividad comparten el mismo imaginario, hablan el mismo lenguaje, pueden entenderse. Entonces el agresor se dirige a sus pares, y cuando eso sucede la víctima directa se vuelve una víctima sacrificial, una víctima inmolada en un ritual. La víctima sacrificada es dadora de chapa. En este juego ceremonioso, la víctima es un desecho, una pieza descartable, la excusa para hablarle al resto de la comunidad o sus propios pares.
Ahora bien la violencia no es una ruleta rusa, las acciones no siempre son aleatorias. No lo digo solamente porque los actores suelen operar con criterios de victimización sino porque a veces la víctima no siempre es una persona X, desconocida para sus autores. Como me sugiere la socióloga Paz Cabral hay eventos donde el robo no suele ser el sentido principal sino la agresión, eventos que tienen más de violencia que de robo. En estos eventos la disputa por el respeto es central. Lo que se busca es verduguear al otro, marcarle el territorio por donde no se puede circular, etc. En estos casos, agrega Cabral, los robos pueden ser robos pero también podrían ser insultos (“eh, gato”, “gorra”), desafío o invitaciones a pelear. En este tipo de casos no habría tanta distinción entre víctima concreta y destinatario tercero: la propia víctima es el par con el que disputa prestigio.
Dicho esto hay que tener en cuenta que las caligrafías no siempre tienen el mismo trazo, la misma dramaticidad e intensidad. No pienso que estemos ante una violencia gore (Sayak Valencia) como la que tiene lugar en otros países de Latinoamérica, donde la violencia se vuelve cruel (Jean Franco), pornográfica (Rossana Reguillo), horrorosa (Adriana Cavarero). La crueldad no se ha convertido todavía en el repertorio de rigor que enmarca las acciones de estos jóvenes, sin embargo, conviene tomar nota de estas transformaciones que todavía forman parte de tendencias sueltas.
Violencias miméticas
La pregunta que nos hacemos es la siguiente: ¿cómo llegamos hasta acá? Hemos abordado los delitos juveniles en varias notas para El Cohete a la Luna en estos dos años. No quiero ser redundante, simplemente agregar que los factores concurrentes son múltiples. Una violencia vinculada a la pobreza y las desigualdades sociales, a la estigmatización social y el hostigamiento policial, a la fragmentación y el debilitamiento de los mecanismos de control social que organizan la vida cotidiana, a las presiones que ejerce el mercado para que los jóvenes asocien sus estilos de vida a determinadas pautas de consumo y que pone a los pibes a compararse todo el tiempo entre sí, a la rotación del encarcelamiento masivo, a la expansión de economías ilegales, a la circulación de armas, etc. Para usar una categoría de los amigos del Colectivo Juguetes Perdidos, estamos hablando de los pibes silvestres, de aquellos jóvenes que crecieron solos y a cielo abierto, como los yuyos. Que tuvieron que hacerse fuertes para resistir las inclemencias del tiempo, el frío y el calor abrasador, con todos sus pisotones. Generaciones desangeladas, sin protección familiar, escolar, ni estatal. Incluso los movimientos sociales y religiosos tienen cada vez más dificultades para vincularse con ellos, para agregar sus problemas y traducir sus intereses. Sus referentes no saben por dónde entrarles, cómo llegar a ellos, interpelarlos, sumarlos, representarlos. Ni siquiera lo sabe el Estado y prueba de ello es que no puede zafarse de las recetas economicistas clásicas sin entender que el deterioro de los vínculos requiere un esfuerzo extra que no empieza ni termina con las políticas que puedan desplegarse de los ministerios de Desarrollo Social o Trabajo.
Hablamos seguramente de una minoría de jóvenes muy pequeña, pero con la capacidad de modificar los umbrales de violencia. Umbrales que el resto de la sociedad no está dispuesto a resignar fácilmente. De allí las indignaciones que suele suscitar. Una violencia que, en sociedades punitivistas, seguramente van a encararse con más violencia. Es decir, la violencia está generando violencia: linchamientos o tentativas de linchamiento, justicia por mano propia, quemas de vivienda intencionadas con la posterior deportación del grupo familiar del barrio, gatillo fácil, torturas, etc. Hablamos de violencias que ya no tienen la capacidad de detener la violencia, que están poniendo la vida cotidiana de muchos barrios en callejones sin salida. Violencias que para los parámetros argentinos son crueles, se viven con pánico.
Conviene, entonces, no subestimar estas violencias, pero más todavía conviene apelar a la imaginación para entender que las violencias no se desandan con más violencia, pero tampoco con consumo para todos, con subsidios, que multiplican las desigualdades menores que tanta envidia generan entre los más jóvenes.
¿Vuelta a la guerra civil?
Termino y lo hago volviendo a Enzensberger: “En cualquier parte que nos encontremos, el incendio lo tenemos ante nuestra propia puerta”. La guerra civil, la vuelta a la guerra civil, se da de la mano de nuevos actores que no pueden distinguir entre destrucción y autodestrucción. Una cosa implica a la otra. Destrucciones sin justificaciones ideológicas, que dejan entrever signos de la pérdida de convicción y autismo, la pérdida radical de uno mismo. Actores que ya no saben diferenciar la valentía de la cobardía. Sólo les guía la vocación de destruir lo que odian y lo que odian lo encuentran en todas partes, en cada cartel que les colgaron, en cada rumor, cada detención, en las largas colas que ellos o sus padres tienen que hacer para mendigar bienestar y consumo. Dice Enzensberger: “El homicida adolescente que se lanza a la caza de ciudadanos indefensos suele dar respuestas como ‘lo hice sin pensar’, ‘estaba aburrido’, ‘estos extranjeros no me caían bien’. Y nada más”. No hay un relato ni programa que inspire o contenga la violencia que pone en juego, estamos ante una agresión sin contenido pero con mucho estilo. Los combatientes de esta guerra saben que van a pérdida, que nunca podrán ganar, que no tienen chances de alcanzar victoria alguna, pero tampoco les importa demasiado. Los mecanismos reguladores de la autoconservación han quedado derogados o se desactivaron. Como cantaban los Sex Pistols: “Si no hay futuro, no hay pecado”.
No vamos a decir que es una lucha de todos contra todos porque el mundo de los ricos difícilmente se cruce con los circuitos de estos jóvenes. Antes bien es una violencia de los pobres contra los pobres o los pobres contra las clases medias que no pudieron autosegregarse ni rodearse de la parafernalia que promete seguridad. Pero Enzensberger no habla de lucha de clases sino de una guerra molecular, de luchas cada vez más atomizadas, de conflictos en sociedades rotas. En todo caso estamos ante una lucha de clases sin clases. Una lucha impulsada por la furia que no siempre puede contenerse con el consumo y la codicia. El deseo de pleitear, la pulsión de muerte, el deseo de venganza suelen ganarle a los inhibidores del mercado o a la mera asistencia del Estado.
La violencia es una manera de reponer fatalmente las igualdades: “Si mi vida no vale nada, la tuya tampoco”.
* Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
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