Estoy viendo en Mubi una serie fascinante, creada, dirigida y protagonizada por el artista contemporáneo que más admiro: el sudafricano William Kentridge, de quien hemos publicado numerosas obras en los siete años que ya tiene El Cohete. Al filo de los 70 años tiene una obra tan vasta como difícil de describir, porque combina con una creatividad apabullante el dibujo, el grabado, el video, el teatro, la animación, la papiroflexia, los recortes de papeles y cartones, la danza, el canto, las marionetas, el teatro de sombras, las instalaciones. Y más, una diversidad inagotable, de enorme complejidad técnica que requiere una prodigiosa capacidad artesanal. Dice que a los tres años quería ser un elefante, pero como no pudo se limitó a ser un artista. Enorme como un elefante, agrego. Para que te des una idea:
El título de la serie, Autobiografía como una cafetera, es tan desconcertante como su desarrollo, cuyo eje narrativo es el diálogo de Kentridge consigo mismo, siempre con un pantalón negro y una camisa blanca, salpicada por la carbonilla con la que realiza sus cuadros impactantes, algunos gigantescos, en los que debe trabajar con un puntero de dos metros y/o trepándose a una escalera. Todo ocurre en su estudio, un caos que te enamora. Con una técnica perfecta, dos, tres, varios Kentridge, sentados a una mesa, caminando o subidos a la escalera divagan sobre la vida, la muerte, la memoria, el arte, la percepción, el tiempo y también la política, sobre todo en los episodios 6 y 8. Uno dedicado al colonialismo europeo en África y el otro al comunismo. Constantes efectos de cámara mantienen la atención pese a la densidad que por momentos ostenta el monólogo de los Kentridge.
Tiene un humor sutil que a menudo te arranca una sonrisa. Uno de ellos recuerda una caja azul que tenía la madre, y el otro le responde que era roja. Discuten si el padre dijo o no dijo tal cosa y en qué circunstancias, o uno se queja de que el otro le arruinaba algunas estampillas por su ansiedad al despegarlas con agua caliente del sobre en el que habían llegado.
En todos los episodios lo ves trabajar. Dibuja sobre hojas de diario, libros de contabilidad o páginas de la guía telefónica, crea objetos, recorta, pega, pliega, filma con su cámara fija sostenida por un trípode. Comienza como una mancha en la que no distinguís formas, que van apareciendo de a poco, mientras agrega algunas pinceladas, borra o difumina otras, traza líneas rojas, con una regla sobre la cual se ordenarán las figuras en la obra, fabrica un compás casero para trazar un círculo de más de un metro de diámetro, sobre el que pegará imágenes para componer una ruleta de rostros, que luego pondrá en movimiento y filmará.
Conseguí un capítulo de otra serie de Kentridge, de hace quince años, para que tengas una idea de lo que hace. Aquí reflexiona sobre la percepción de la realidad y la creación artística, sus comienzos y obsesiones y fabrica un caballo de circo con pedazos rotos de cartón. Los dos Kentridge son sus patas.
En los últimos episodios no está solo con su otro yo, sino acompañado por coreógrafos, cantantes, actores, bailarines, casi todos negros (WK fue un activista blanco contra el apartheid durante el régimen boer, su padre fue el abogado defensor de Nelson Mandela entre 1956 y 1961). Con cartón corrugado y otros materiales de desecho construye un vestuario de inevitable reminiscencia del que Kasimir Malevich realizó en Rusia en 1913 para la ópera Victoria sobre el sol. Fueron exhibidos en Buenos Aires hace ocho años por la Fundación PROA, cuya dirección Paolo Tenaris delegó en Adriana Rosenberg, una curadora exigente que sabe invertir con refinamiento la parte que le toca del patrimonio de Rocca.
A los trajes se agregan las caras dibujadas por Kentridge de los protagonistas de la tragedia rusa. Son reconocibles Lenin, Stalin, Trotsky con el piolet clavado en la cabeza, Rosa Luxemburgo, me parece que Bujarin y Kaganovich, tal vez Molotov. También se intuyen en las figuras de cartón de Kentridge las de Duchamp y Calder. Los actores se calzan esos trajes, se cubren el rostro con las caretas y danzan mientras Shostakovich dirige con una batuta coronada por una banderita roja su 10a sinfonía, que terminó de escribir luego de la muerte de Stalin.
Kentridge filma esa coreografía contra una croma verde y luego proyecta la imagen en una escenografía apenas más grande que una caja de zapatos, y lo que ves es un teatro soviético que incluye hasta una pantalla donde se proyecta una serie de títulos alusivos. Cuando Kentridge menciona a Shostakovich, Kentridge lo llama el músico de Estado. Y Kentridge replica con una historia estremecedora. Al comenzar las purgas de la década de 1930, Shostakovich temía que vinieran a buscarlo y, para proteger a su familia, dormía vestido y con una valija preparada. La historia de ese sufrimiento es el tema de la película que más me gustó de Cozarinsky, El violín de Rotschild.
Los Kentridge discuten sobre el sentido que tuvo, o no tuvo, la revolución rusa. Uno pondera los logros en salud y educación y el otro le enrostra las masacres de millones de personas. El primero reflexiona sobre la necesidad de encontrar un punto intermedio entre la esperanza y la desesperación. Leen juntos fragmentos aterradores de juicio a Bujarín en 1938, que culminó con la ejecución del filósofo y economista del Partido, compañero de Stalin en las purgas previas a la propia.
Me gusta tanto que quisiera seguir mostrándote cosas, pero esto ya es demasiado. Mirá el llobaca que armó y después escuchá la 10a sinfonía de Shostakovich, por la orquesta juvenil de Venezuela, dirigida por Gustavo Dudamel.
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