¿Ser feliz en soledad?
El peronismo es una manera de ejercer el poder con impaciencia pero de forma democrática
En las primeras páginas de Las raíces del romanticismo, Isaiah Berlin confiesa la dificultad casi insalvable que implica definir el objeto de su estudio: “Cuando alguien se embarca sobre una generalización sobre el tema, aún en algo tan inocuo como decir, por ejemplo, que nació entre los poetas ingleses una actitud nueva ante la naturaleza –digamos, por ejemplo, en Wordsworth y Coleridge por oposición a Racine y Pope–, no faltará quien presente evidencia contraria basándose en los escritos de Homero o Kalidhasa, en las epopeyas árabes preislámicas, en la poesía española medieval y, finalmente, en los propios Racine y Pope”.
Berlin –un liberal genuino que los entusiastas de la motosierra deberían leer–concluye, casi tan perplejo como sus lectores: “(El romanticismo) es unidad y multiplicidad. Es la belleza y la fealdad. El arte por el arte mismo, y el arte como instrumento de salvación social. Es fuerza y debilidad, individualismo y colectivismo, pureza y corrupción, revolución y reacción, paz y guerra. Amor por la vida y amor por la muerte”.
Si reemplazáramos “romanticismo” por “peronismo”, el asombro sería probablemente similar. “Los cristianos, hippies y comunistas tercerizamos la transformación de la realidad en los peronistas”, propone el genial Pedro Saborido como una primera aproximación a esa gran obstinación argentina.
Pero si reemplazáramos “peronismo” por “kirchnerismo”, el asombro no sería muy distinto. En efecto, según lo que denunciaba el Partido Obrero durante los gobiernos de Néstor Kirchner y CFK, el kirchnerismo era “un gobierno de derecha que giró a la derecha”, mientras que según su oposición de derecha era “colectivista”. Para el periodista iluminado Jorge Fernández Díaz, CFK pretende “vulnerar la democracia liberal, colocar en su lugar una democracia hegemónica de partido único conducida por ella”, y, según Ricardo López Murphy el Breve, la ex Vicepresidenta “aborrece la democracia republicana”.
Durante la segunda presidencia de CFK no era infrecuente ver en el mismo estudio de televisión a un líder trotskista como Néstor Pitrola, denunciando que los salarios se desplomaban, junto a un empresario como Cristiano Rattazzi lamentando que esos mismos salarios no pararan de subir, lo que le quitaba competitividad a nuestro país. Por supuesto, ambos entrevistados acordaban en lo esencial: CFK era lo peor.
Para el ineludible jurista Roberto Gargarella, el kirchnerismo no es de izquierda (“Me parece un insulto a la izquierda mucho de lo que se hizo en su nombre en los últimos tiempos”), mientras que para el periodista Joaquín Morales Solá, nuestro Béla Lugosi, el kirchnerismo es parecido al chavismo. Su colega Alfredo Leuco prefiere catalogarlo como narco-chavismo, una definición vidriosa que tiene la ventaja de indignar a los indignados.
Si Marcos Aguinis, escritor apocalíptico hoy algo olvidado, comparaba al kirchnerismo con el nazismo, para el diario Clarín, “el kirchnerismo se volvió marxista”. Según el ensayista Alejandro Katz, el kirchnerismo “se convirtió en el Gran Privatizador”, mientras que para el analista político Ignacio Zuleta, “CFK es peronista ortodoxa, cree en el socialismo de Estado”.
Javier Milei, a quien la Mentalista Carrió trataba de “kirchnerista de derecha”, prometió “ponerle la tapa al ataúd del kirchnerismo”, un espacio político que, paradójicamente, considera violento y autoritario.
Las críticas al kirchnerismo también vinieron de las filas del peronismo tradicional, por llamarlo de alguna manera. En 2018, un año antes de acompañar a Mauricio Macri en la fórmula presidencial de Cambiemos, Miguel Pichetto consideró que “el contenido ideológico” del kirchnerismo “no es propio del PJ”. Hace unos días, calificó al gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, de “neomarxista”, y consideró que el PJ debería “tener una visión moderna, capitalista, productiva”, dejando de lado cuestiones como “el Estado presente”. Al parecer, apoyar un Estado presente, como lo hacen todos los países que Pichetto considera “serios”, sería propio de neomarxistas. Al contrario y según los sueños húmedos del diputado, el peronismo genuino debería pasar a una etapa superior y novedosa, que se parece como dos gotas de agua al modelo que el anti-peronismo nos ofrece desde hace décadas.
Desde la otra punta del arco ideológico, los partidos agrupados en el Frente de Izquierda no distinguen grandes discrepancias entre el kirchnerismo y la derecha tradicional, pese a detectar un sinfín de sutiles diferencias que los alejan de otras agrupaciones de izquierda.
En realidad, mal que le pese a sus detractores o incluso a sus entusiastas, lo que define al kirchnerismo y genera tanto apoyo y tanto odio es lo mismo que caracteriza al peronismo. Como señaló Néstor Kirchner: “Nos dicen kirchneristas para bajarnos el precio, pero nosotros somos peronistas”. Ambos son movimientos políticos y sociales nacidos desde el poder, con la vocación de modificar una realidad considerada injusta, a través del ejercicio pleno de ese poder. No pretenden ofrecer un sistema químicamente puro.
Como el peronismo, el kirchnerismo confía más en el movimiento que en el partido. En 2005, Kirchner enfrentó a Duhalde con el Frente para la Victoria, y en 2017, CFK se presentó con el sello Unidad Ciudadana, mientras Florencio Randazzo mantenía el del Partido Justicialista. El peronismo toma las instituciones como un marco y no como un fin en sí mismo, y no se conforma con ser un espacio testimonial o una minoría intensa. Es, en apretadísima síntesis, una manera de ejercer el poder con impaciencia, pero siempre de forma profundamente democrática. A diferencia de otros espacios políticos, los liderazgos tanto peronistas como kirchneristas están supeditados a su buena salud electoral. Es por eso que la figura del tirano peronista –un gobernante que ejercería el poder prescindiendo de las urnas– es una contradicción en los términos, un personaje imaginario creado por sus opositores.
Para eludir la dificultad que señala Isaiah Berlin ante un movimiento difícil de describir, tal vez lo mejor sea dejarle la última palabra a Leonardo Favio, quien logró una definición tan bella como contundente: “Me hice peronista porque no se puede ser feliz en soledad”.
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