Ser boleta

La boleta única de papel, fase superior de la banalización de la política

 

Ingenieros y otros tecnólogos conocen un aforismo que reza “si funciona bien, no lo arregles”. Con la implementación del instrumento de votación conocido como boleta única de papel (BUP), se lo está desconociendo.

La Argentina tenía un sistema electoral que funcionaba bien: cumplía con los objetivos mínimos y consensuados de una democracia contemporánea. Las elecciones fueron libres, limpias, transparentes y consideradas legítimas por todos los actores involucrados (jueces, otros funcionarios, partidos políticos y ciudadanos). El instrumento de votación usado hasta ahora –la boleta partidaria–, eslabón clave del sistema, contribuyó a la construcción de la confianza que la sociedad ha tenido en los resultados electorales. La solidez y supervivencia de nuestras instituciones se apoyó en esta confianza. Ese sistema electoral, modificado por la sanción de la ley que establece la BUP, sirvió para verificar que en los últimos 15 años los oficialismos habían perdido cinco de las últimas ocho elecciones. En otras palabras, teníamos en la Argentina un sistema que organizaba elecciones cuyo resultado se mantenía en la incertidumbre hasta que se abrían las urnas.

Para modificarlo deberían haberse exhibido datos con base empírica en aquellos aspectos que presuntamente iban a mejorarse, pero esto no se hizo. Un observador inadvertido no entendería qué viene a resolver este cambio. Sin embargo, pueden conjeturarse algunos de sus efectos políticos que probablemente encierren las verdaderas razones de su implementación.

¿Cuáles son aquellas presuntas ventajas con las que pretende legitimarse a la BUP? ¿Cuáles los objetivos políticos no explicitados? En las líneas que siguen trataré de responder estas preguntas, bajo una premisa: ningún sistema electoral resuelve los problemas de un país o de cualquier otra jurisdicción político-territorial, pero puede agravarlos.

 

El sistema

Un argumento al que han recurrido los promotores de la BUP es que se necesitarán menos fiscales por partido, con lo que se verían favorecidos los partidos chicos. No hace falta ser un entendido para comprobar que el nuevo formato de boleta no va a eximir a los partidos de contar con el mismo número de fiscales propios que antes del cambio: con una boleta que está a una cruz con birome de convertirse en voto anulado, ningún partido puede darse el lujo de no contar con una red de fiscales que cuiden sus votos. Los fiscales no necesitarán entrar al cuarto oscuro para verificar la existencia de boletas propias, pero deberán estar bien despiertos a la hora de contar los votos; es decir, cambia parcialmente la función de los fiscales, pero siguen siendo imprescindibles.

Cabe destacar que, según la Constitución Nacional y la legislación electoral, el Estado nacional y los partidos políticos están ligados por un vínculo de compromisos recíprocos respecto del proceso electoral: el Estado reconoce a los partidos, les otorga derechos y los sostiene económicamente, y los partidos tienen que cumplir con ciertas obligaciones claramente definidas. Este reparto de responsabilidades incluye al ciudadano común. No debe sorprender que en un contexto histórico en el que no se ahorran denuestos hacia la política y los partidos políticos –incluso por parte de políticos que por oportunismo o falta de formación son presa fácil del discurso de la derecha– el argumento que supone un mayor control sobre las organizaciones políticas haya servido como anzuelo.

Sin embargo, conviene recordar que la presencia de los partidos en el acto electoral –y su reconocimiento constitucional– no surgió de un repollo ni de un error histórico, sino de la desconfianza del legislador en el gobierno de turno y del propósito de dar mayor protagonismo a la sociedad, una de cuyas principales expresiones políticas está justamente en los partidos.

Los sectores dominantes nunca aceptaron los triunfos populares en las urnas: difundieron prejuicios, como cuando cuestionaban al pueblo llano sus aptitudes para votar, e implementaron mecanismos para practicar el fraude. El escritor e historiador Ernesto Semán describe cuánto costó desde fines del siglo XIX que la naciente sociedad de masas tuviera una expresión en el sistema político. En su Breve Historia del Antipopulismo reconstruye el camino que condujo a la reforma electoral de la Ley Sáenz Peña en 1912: aunque el voto universal masculino era ley desde 1857, entre 1862 y 1910 votó del 1,2% al 2,8% de la población, a partir de lo cual Semán deduce que no pueden considerarse legítimas las elecciones anteriores a 1912. La sociedad ya demandaba una reforma electoral décadas antes de la ley que finalmente obtuvo Hipólito Yrigoyen contra el Régimen y el Estado oligárquico. La Unión Cívica Radical se veía –con razón– como garante de la voluntad popular.

Después del derrocamiento de Yrigoyen vinieron el fraude y la intimidación; luego, con el despliegue masivo de organizaciones territoriales, la protección del secreto del voto y de la integridad física de los votantes descansó en los fiscales partidarios, no en el instrumento de votación –como en los países anglosajones, que eligen pocos candidatos por distrito e implementaron la boleta única–: el peronismo se desarrolló en todo el territorio nacional y compitió con la UCR. Con el derrocamiento de Juan Perón, la Revolución Fusiladora no implementó el fraude, directamente proscribió al peronismo.

Este recorrido histórico es oportuno, porque la difusión de sospechas sobre la limpieza de las elecciones en la Argentina y la presunta ventaja de sistemas como el voto electrónico o la boleta única tienen una misma raíz ideológica que funciona también como maniobra manipuladora: la afirmación infundada de que la organización territorial partidaria esconde alguna trampa ilegítima, el estigma del contacto directo entre partidos y votantes. Pero no, las elecciones argentinas han funcionado con una dinámica de desconfianzas recíprocas: los partidos desconfiaban entre sí y del Estado, más específicamente del gobierno de turno; y los ciudadanos observaban, controlaban y participaban en distintos tramos del proceso electoral. Con la implementación de la BUP, los partidos no podrán diseñar las boletas y quedarán expuestos a la voluntad del funcionario de turno, quien podrá o no favorecer a su partido en la elección, como se verá más abajo cuando me refiera a la boleta propiamente dicha.

Es evidente la importancia de los partidos políticos para los sectores populares, aun cuando sean sólo el instrumento electoral de un movimiento más amplio. Aunque cargan con defectos que no son objeto de esta nota, es necesario aclarar que las sospechas sobre la legitimidad y las prácticas de los partidos han sido y son alimentadas por quienes compiten por influir sobre las decisiones políticas con otras herramientas y para satisfacer otros intereses.

La confianza en los actos electorales se reforzó desde 1983 cuando el país logró la concatenación de una serie temporal inédita de elecciones nacionales, que no fueron objetadas aun en situaciones de crisis del sistema político y violencia económica extrema contra la mayoría social, como las hiperinflaciones. Es un logro que debe ser valorado en una región de países dependientes que cada tanto viven estallidos sociales que ponen en duda la legitimidad de los gobiernos.

Es preocupante que el gobierno de Milei haya impulsado un sistema que –al concentrar responsabilidades en el Estado– exige coordinación y fortaleza de unas cuantas dependencias estatales, o sea, un nivel de estatalidad incompatible con el proceso de deterioro y entrega del Estado al poder económico que el mismo gobierno ejecuta: ha cerrado oficinas del Correo Argentino –protagonista central en toda elección– y ha prometido cerrar la Casa de la Moneda, que es una de las cinco imprentas en condiciones de imprimir 80 millones de boletas –con sus correspondientes elementos de seguridad– para las PASO y las generales.

 

 

La boleta

En las elecciones para cargos nacionales cambiará el vínculo de la ciudadanía con el voto: en lugar de encontrar en el cuarto oscuro distintas boletas por partidos o coaliciones, se entregará a cada votante una boleta donde deberá marcar con una cruz sus preferencias por categoría: Presidente, diputados, senadores, etc. En la versión aprobada por el Congreso no se contempla la posibilidad de votar por la lista completa de cada partido o coalición, decisión que tiene consecuencias políticas que abordaré más abajo.

En cuanto a la disminución de costos con la BUP, ha sido publicitada pero no demostrada fehacientemente, sino todo lo contrario: en algunos casos, como en la provincia de Santa Fe, los costos por impresión de boletas se incrementaron, según mostró ante comisiones de la Cámara de Diputados de la Nación la politóloga y ex directora nacional electoral, Diana Quiodo, el 24 de mayo de 2022; allí la elección para cargos provinciales en 2021 con la BUP tuvo un costo 41% mayor por elector que el afrontado por el Estado nacional para las PASO y las generales –nacionales– que se realizaron con boleta partidaria. En Mendoza, en la elección de 2023, el Estado nacional debió afrontar menores costos que el provincial, que estrenaba boleta única de papel. Hay que destacar que el costo no debería ser un factor decisivo, pues las prácticas democráticas no se ponderan por su costo, hacerlo es una de las estrategias de la derecha para cuestionarlas.

La plena disponibilidad de la oferta política es otro de los argumentos muy repetidos con la pretensión de justificar la boleta única, incluso por parte de la Cámara Nacional Electoral; pero esta disponibilidad no siempre es posible y aun cuando lo sea no asegura condiciones más equitativas de competencia: los efectos de la reunión y ordenamiento de todas las opciones en una sola pieza de papel, incluso con la eventual asignación por sorteo del orden de los lugares en las boletas, no elimina este problema sino que lo reasigna en cada elección, siempre que el sorteo sea ecuánime; en efecto, las boletas con mucha información dispersan la atención a medida que se avanza en la lectura y las opciones que aparecen primero en las listas de candidatos –arriba y a la izquierda– tienden a recibir más votos. Veamos los efectos prácticos: en la provincia de Córdoba, con 15 años de vigencia de este sistema, en las elecciones de 2023, en la categoría “gobernador y vice” hubo 4% de voto en blanco mientras que en la categoría “legislador distrito único” –ubicada a la derecha de la anterior– hubo 14% de voto en blanco. Es indudable que este salto no se produce porque la ciudadanía no quiera votar legisladores, sino por la ubicación relativa y porque después de 15 años no termina de comprender cómo funciona el sistema. En Mendoza en 2023 la categoría “intendente” –ubicada debajo de la de gobernador– llegó a tener en algún caso 24% de voto en blanco, y se incrementó notablemente el voto nulo respecto de 2019.

 

 

En cuanto a la imposibilidad de mostrar toda la oferta electoral, hagamos una simulación para la provincia de Buenos Aires: no pueden ponerse los 35 diputados por partido –que se renuevan en cada elección– porque se necesitaría una boleta sábana extra large; y si algún partido obtuviera el 40% de los votos –algo perfectamente posible– estaría ubicando 15 ó 16 diputados nacionales, pero resulta que para conocer más de cinco –mínimo a incluir en la boleta– la población tendrá que hacer un esfuerzo personal adicional, porque si bien van a estar en un afiche dentro del cuarto oscuro es poco realista suponer que alguien se dispondrá a investigar en el momento de votar, salvo que se prevea que los comicios duren unos cuantos días. En la jerga se dice que la boleta “esconde” candidatos.

La claridad de la información electoral depende de las reglas para la conformación de partidos y alianzas; en nuestro país, con más de 700 partidos vigentes –no hay 700 proyectos de país, sí alta fragmentación– en 2023 y una regulación electoral que facilita los acoples electorales, diferenciar las opciones exige un esfuerzo con cualquier sistema electoral. Desde el punto de vista de los derechos a elegir y ser elegido esta es la cuestión principal pero los promotores de la boleta única la omiten, o sostienen sin ninguna razón valedera que su propuesta la resuelve cuando en realidad agrava el problema.

 

La boleta y el escenario político

Tanto la prohibición de “simultaneidad” –no pueden incluirse candidatos provinciales en la boleta nacional– que implica desdoblar la elección –dos fechas, una para cargos nacionales y otra para los provinciales– o realizarla el mismo día con urnas diferentes –“concurrencia”–, como la inexistencia de la opción de lista completa por partido en la boleta, inducen una fragmentación en la identidad política de quienes accedan a los distintos cargos en juego. Es más, la boleta única invita a votar caras, no partidos, fama, no ideas y compromiso con esas ideas: no es otra cosa que la fase superior de la banalización de la política vía una híper-personalización; un partido ignoto y una cara famosa son suficientes para que la boleta con esa cara esté hasta en el último rincón del país. Bienvenidos los outsiders, los Milei, digamos, o sea…

Este aporte a una mayor fragmentación política no puede sino considerarse como un paso más en la degradación de los proyectos políticos nacionales, en el marco de un proceso de destrucción de la nación como entidad: una especie de balcanización en provincialismos o regionalismos. Un paso más en el camino jalonado por la tendencia a la desindustrialización del país en el largo plazo y al incremento de las desigualdades sociales; por la reforma constitucional de 1994 con la provincialización de recursos de importancia estratégica; por la pérdida de la brújula orientadora de su misión histórica por parte de la UCR, una estructura que todavía tiene presencia en todo el territorio pero colonizada por el poder económico, carente de liderazgo y de un proyecto político nacional: uno de sus principales dirigentes, el gobernador de Mendoza, Alfredo Cornejo, no sólo se cuenta entre los más sólidos apoyos de Milei –mandó a votar la llamada ley bases y el famoso RIGI– sino que ha propuesto la secesión de su provincia. Ha quedado en el mero recuerdo una fórmula que repetían como principio los militantes del radicalismo en 1983: “No se trata de ser el partido del gobierno, sino de hacer el gobierno del partido”.

No coincido con analistas que afirman sorprendidos que “el gobierno ha promovido un sistema electoral que no le conviene a Milei”. Sin considerar que cuando Milei llegó a la Presidencia no tenía partido –es probable que haya perdido parte de su capacidad de atracción y credibilidad–, hay que recordar que la derecha viene apoyando distintas variantes de la boleta única, no tanto porque la beneficie sino porque perjudica a su único enemigo: el peronismo no domesticado. Se sabe que los poderes económicos concentrados cuentan con una vasta y potente red de medios, aparatos ideológicos que, sumados a otros recursos, son efectivos en la manipulación de electores, incluso autonomizan a los poderosos de los resultados electorales: les permiten imponer decisiones o ejercer poder de veto –institucional como el de esta semana, o de facto–, razón suficiente para que entendamos que la boleta es política o la política será boleta. Los partidos políticos tradicionales –no los sellos de goma– son para ellos un obstáculo, salvo el más conservador, el partido judicial, que les pertenece. A los líderes populares los cooptan o los desprestigian hasta reducirlos a la categoría de parias políticos y, si nada de esto resulta, intentan eliminarlos físicamente. Así se llegó al fallido intento de magnicidio contra Cristina.

En este contexto debe considerarse el desafío que ella asume aceptando presidir el Partido Justicialista, que es la otra estructura política con arraigo en todo el territorio argentino, con la diferencia de que cuenta en sus filas con el mayor cuadro político de la Argentina, portadora del único liderazgo histórico vigente que ha propuesto discutir temas constitutivos de un proyecto nacional, dándole así contenido a la tan mentada unidad de la representación popular. Es decir, lo que está implícito en la aceptación de CFK es algo más que “enderezar y ordenar” al peronismo, es rescatar lo que queda de la nación en peligro para sentar las bases de su reconstrucción, desafío en el que es irreemplazable. Lo sabe el bloque de poder, pero a algunos compañeros les cuesta comprenderlo. No debería ser necesario agregar que, entre los militantes, la única víctima ha sido Cristina: la victimización sensiblera de otros actores del peronismo es una de las tantas zonceras que sólo confunden a ingenuas e ingenuos; dramatizan cuando apenas están protagonizando una clásica disputa por espacios de poder.

 

 

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