Semillas
El reconocimiento habilita a poner a los beatificados o canonizados como modelos de fe cristiana y de Iglesia
Desde la tierra de los mártires riojanos escribo estas líneas con profunda emoción y esperanza. La beatificación del obispo Enrique Angelelli, de los curas Carlos de Dios Murias y Gabriel Longueville y del laico Wenceslao Pedernera, representa un fuerte acontecimiento, no solo eclesial y religioso, sino también político y social, dimensiones que en general son difíciles de separar porque se presentan integradas o mutuamente implicadas en los sucesos humanos. La beatificación (y la posterior canonización definitiva) es una herramienta institucional de la Iglesia que, a pesar de tener aristas cuestionables, significa un gesto de reconocimiento público de la fe y compromiso cristiano de una persona que ha vivido en determinadas coordenadas históricas de espacio y tiempo. A la vez el reconocimiento público habilita a poner a los beatificados o canonizados como modelos a seguir. Modelos de fe cristiana y a la vez, modelos de Iglesia.
La importancia del testimonio de los mártires cristianos los ha convertido históricamente, en una especie de termómetro de la intensidad y fecundidad del compromiso de la Iglesia. Donde hay mártires, hay una Iglesia comprometida con la liberación histórica de los oprimidos, hay una Iglesia solidaria con los pobres y con las causas justas. Ya en los los primeros siglos del cristianismo se hablaba del martirio como “semilla de nuevos cristianos”. La imagen de la semilla es sin duda una metáfora de la fecundidad humana en cualquiera de las dimensiones de la vida. La semilla hace que la tierra exprese su fecundidad. Es pequeña y parece prometer poco, pero lleva en su interior un proyecto de vida que se desarrolla en su encuentro con la tierra. Me resulta conmovedora la sabiduría popular que grita en las paredes de las barriadas. El acto de enterrar una vida, de eliminarla por molesta o incómoda de acuerdo a determinados intereses, desde la mirada del martirio como testimonio, como semilla, es visto por ciertos sectores populares militantes como una especie de “tiro por la culata”. Matar al que con su vida interroga y desafía a la injusticia y a los injustos, potencia el grito de denuncia de los justos y amplifica su mensaje.
La muerte violenta nunca es deseable. Que alguien en nombre propio o de un sistema de ideas o de intereses sectoriales le quite la vida a otro u otros es una tragedia y una injusticia, ademas de un delito. Pero la muerte violenta del testigo de Jesús que da la vida por amor porque vive atado a sus convicciones, a la vez refleja que el mensaje evangélico, con su carga de proyecto de mundo fraterno y solidario, de mundo igualitario y justo, de bienes compartidos y distribuidos con justicia, es buena noticia para los pobres y para la buena gente. De manera contradictoria a la vez también es mala noticia para los poderosos, para los que quieren adueñarse de lo que es de todos, para los que piensan sólo en su bien privado, para los que quieren imponer regímenes injustos por la violencia, el terrorismo o la represión.
La Iglesia en Latinoamérica se vio poblada de testigos que dieron la vida a posteriori de los documentos de Medellín en 1968 cuando, a la sombra del Concilio Vaticano II y su propuesta de puesta al día, decidió ponerse del lado de las mayorías empobrecidas, víctimas de un modelo de desarrollo con dependencia impulsado desde las hoy llamadas economías centrales. En la composición del episcopado argentino post Medellin, del cual formó parte el Pelado Angelelli, no fue absorbida plenamente esa decisión de la Iglesia latinoamericana. Hubo temor, frente a la polarizada sociedad argentina de la década del '70, de azuzar esa llama del compromiso con los pobres. Surgió en una buena parte un llamado a la moderación que en el bloque mayoritario derivó en complicidad con el terrorismo de Estado que asesinó a Angelelli.
El culto a la mesura quizá sea una especie de contracara del martirio, y una de las tentaciones más frecuentes de obispos, curas, diaconos o laicos. Muchas veces se intenta suavizar los contornos violentos de asesinatos cometidos para silenciar a los promotores de la justicia y el derecho. Por esa razón una buena parte del episcopado del tiempo de Angelelli y en los años posteriores (y algunos hasta el día de hoy) no utilizaron la palabra asesinato sino eufemismos como “lo encontró la muerte”. En la beatificación del obispo salvadoreño Óscar Romero, el cardenal Amato dijo que al obispo “una bala traidora lo hirió de muerte” como si las balas se dispararan solas y como si no hubiera habido asesinos ni intereses del poder dominante que Romero había tocado con su predicación y sus practicas. Hay temor de molestar a los poderosos, hay temor de que haya represalias. Hay temor en el uso de las palabras y siempre será un desafío no recortar la entrega de los mártires presentándolos como gente devota que vivió en ningún lugar y en ninguna época, gente que habló en lenguaje “standard”.
Aquí en La Rioja, en los días de la beatificación de los mártires riojanos, se respira esa iglesia que quiero, esa iglesia que amo. La Iglesia de los pobres, la Iglesia voz de los sin voz, la Iglesia que habla sin miedo a herir la susceptibilidad de los poderosos, la Iglesia que cree en un mundo más justo, solidario y humano. La iglesia que abraza las culturas populares y se adapta a sus lenguajes, la iglesia que baila, recita y canta. La iglesia de Medellín, la Iglesia de Angelelli y Novak, la Iglesia cuyos hijos sean semillas de nuevos cristianos.
“Esta iglesia que por querer que el Evangelio se encarne, esta iglesia también tiene el signo de la persecución y el rechazo. Vengo de una manera muy especial por aquellos que nunca podrán decir una palabra porque están disfónicos, los que nunca tienen voz”
(Enrique Angelelli, Septiembre de 1974)
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