En otras notas que escribí para El Cohete a la Luna sostuve que la seguridad se había convertido en la vidriera de la política, más aún cuando la corrupción, el caballito de batalla favorito del gobierno en las elecciones anteriores, tras el affaire D’Alessio, empieza a salpicar al macrismo y a sus mejores adalides. Quiero decir, si el gobierno no puede hacer política con el trabajo porque cada vez hay más desocupación y aumentó la marginación social; si no puede hacer política con el mercado porque la inflación y el precio de las tarifas licuaron la capacidad de consumo de los votantes; y si para colmo tampoco puede hacer política con la corrupción, levantando las banderas de la justicia, porque los fiscales y los jueces, se encuentran en el banquillo de los sospechados, entonces se entiende que el gobierno se recueste sobre la gestión de la seguridad. Cuando decimos seguridad decimos policía, porque el gobierno tiene una concepción policialista de la seguridad, una seguridad que empieza a confundirse con la defensa, porque sabido es que la construcción de enemigos internos está desdibujando la distinción entre seguridad interior y defensa. Una seguridad que seguirá girando en torno al orden público, porque sabemos también que, desde esta concepción, la policía no está para cuidar a los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos sino las espaldas de los funcionarios.
La seguridad está hecha de acciones pero también de discursos. Esos discursos no ocupan un lugar menor, más aún cuando la seguridad es una materia que las Provincias no han delegado en el gobierno federal. De modo que si Presidencia pretende hacer política con la seguridad tendrá que inventarse problemas, ampliar su esfera de intervención, fantaseando o sobredimensionando conflictos existentes, para llamar la atención. De allí que invierta mucha pirotecnia verbal en propagandas de agitación y campañas de Ley y Orden, enfocadas especialmente sobre determinados actores que pasan a ser referenciados como productores de desorden, desestabilizadores y violentos. Las palabras que utiliza para nombrar a esos actores tampoco son inocentes, con ellas los cargan de sospecha y repulsión. El lector ya se imaginará en qué figuras estamos pensando: el narcovillero, el mapuche terrorista, el activista violento y el taquillero pibe chorro. Esos son los nuevos enemigos internos que propone este gobierno para inflar los problemas. Las figuras fantásticas que le garantizan ganar protagonismo en la pasarela de la política y, de esa manera, estar en mejores condiciones en las próximas elecciones para presentarse como merecedores de votos. El éxito de le la seguridad es el fracaso de la economía. Un éxito hecho con mentiras que todos se la creen, empezando por el propio gobierno.
Las figuras no se eligieron al azar y tampoco cayeron del cielo. El gobierno sabe que detrás de cada una de ellas hay una memoria del miedo y operan imaginarios sociales autoritarios que no solo alimentan prejuicios sino que al hacerlo se activan reclamos punitivos. Imaginarios de larga duración que mantenemos encendidos con nuestras series favoritas de Netflix u otros programas de entretenimientos para adultos, léase, los noticieros televisivos. Por eso detrás del pibe chorro están el malviviente, los villeros, los violentos de siempre, los barderos y faloperos, los ladrones profesionales, y el indio salvaje y malonero; del activista, trabajan las figuras del piquetero encapuchado, los descamisados, los rojos y el gaucho matrero; del narcovillero encontramos la vida promiscua y violenta de las villas y el negrito cabeza; y del mapuche terrorista, los guerrilleros, subversivos y los anarquistas tirabombas.
La construcción de chivos expiatorios no es un experimento que esté en el grado cero de la historia. Hay un bestiario nacional que aporta insumos morales para emprender todas estas campañas. No es nuestra intención hacer un inventario y mucho menos un recorrido genealógico. Solo nos interesa señalar algunos presupuestos y dinámicas retóricas que operan detrás de la construcción de cada enemigo público.
En primer lugar hay que señalar el contexto. Las campañas sacrificiales tienen un contexto particular: las crisis políticas. Los funcionarios están perdiendo la confianza de los sectores sociales que supieron reclutar, incluso están teniendo problemas para retener el consentimiento de sus seguidores favoritos. Las medidas que tomaron licuaron su capital político y empiezan a tener serias dificultades para dirigir al electorado que ganaron en elecciones anteriores. Frente a esas circunstancias, con la postulación de un enemigo buscan no solo desviar el centro de atención sino que al hacerlo quieren transformar los conflictos sociales en escándalos policiales y, en el mejor de los casos, en litigios judiciales. La política se judicializa y con ello se vacía la política de política. Además, cuando el enemigo revive viejos demonios, volver sobre estos implica resucitar antiguos conflictos que le permiten a los funcionarios alejarnos de la escena contemporánea.
En segundo lugar, el relato que se monta sobre los casos no guarda proporción con los hechos reales, contradicen las estadísticas y las investigaciones existentes. Sus puntos de apoyo no son los diagnósticos sino la tapa de los diarios, el tratamiento truculento o sensacionalista que la televisión hace sobre los mismos y la propaganda política. Interpretaciones desconstextualizadas y deshistorizadas, que se concentran sobre los supuestos caracteres de los protagonistas enfocados espectacularmente. Las generalizaciones súbitas que hace la prensa sobre esos hechos son la mejor materia prima para postular víctimas sacrificiales. Y acá me gustaría insistir sobre el carácter performático que tienen las palabras. John Austen nos enseñó que el lenguaje no sólo es descriptivo sino realizativo: se pueden hacer cosas con palabras, los discursos producen efectos de realidad. Por eso, las palabras que los funcionarios eligen para nombrar los eventos que identifican como problema nunca son inocentes, están cargados de ideología, tocan fibras nerviosas de la memoria colectiva que reavivan experiencias propias o ajenas de gran impacto.
Finalmente, está el momento sacrificial. Ya lo había recomendado Maquiavelo al Príncipe: los enemigos se disponen para ser destruidos. El castigo que se propone para los enemigos no sólo empalma con las demandas de la vecinocracia, sino que estará hecho con las mismas prácticas, el mismo temperamento. Se trata de un castigo ostentosos (un espectáculo), emotivo (apasionados, no racionales) y urgente (expeditivos o veloz). Un castigo anticipado y marcial. Castigos que, para llevarse a cabo, necesitan de la complicidad judicial, toda vez que licencia a las policías de tener que rendir cuentas por sus funciones, una justicia que descontrola a las policías y al hacerlo ampara y legitima la decisión del poder ejecutivo. Una justicia que tiende a comprar la versión que le vende la policía y los servicios de inteligencia. Una versión que luego será transformada en primicia por el mainstream periodístico. Una noticia que tiene la capacidad de ganarse la atención, transformarse en agenda y la partitura que luego estructura el juego de la política.
Michel Foucault nos enseñó alguna vez que no es lo mismo decir la verdad que estar en la verdad. Este gobierno no dice la verdad y tampoco se siente obligado hacerlo. Le alcanza con asumir ese lugar, le basta con presentar sus credenciales. Al menos mientras goce de credibilidad estará en la verdad. No importa que los dichos sean verdaderos, les bastará con que sus voceros y defensores sean creíbles. Estamos ante un nuevo pacto que podemos resumirlo de la siguiente manera: “No me importa que digas la verdad mientras me digas lo que quiero escuchar, es decir, mientras me confirmes mis prejuicios, lo que aprendí de antemano una vez y para siempre”. Le alcanza con que las cosas sean veraces, es decir, provengan de alguien que tiene el monopolio de la verdad. Mentirán, entonces, pero como están en la verdad, la mentira encontrará seguidores entusiastas. Mienten con la verdad porque saben que no les conviene hacerla pública. Saben, además, que si lo hacen puede costarles el lugar de la verdad. Mienten, además, porque hicieron del secreto la manera de operar sobre la política. Como no se puede hacer política con la verdad hay que hacerlo con carpetazos y muchas fake news, con retóricas, haciendo mímicas, impostando la voz, exagerando, y con un ejército de troles destinado a provocar malentendidos. Cuando los discursos se construyen a golpe de efecto se pondrá la verdad más allá de la realidad. Gente implicada en la mentira, que milita la mentira, que lleva la verdad más allá de la realidad. En eso consiste la posverdad.
El macrismo ha puesto a la seguridad más allá de la realidad. La única verdad es la mentira, es decir, la hiperrealidad. La posverdad es más real que la propia realidad. No importa que las estadísticas contradigan sus declaraciones, incluso que las declaraciones se refuten entre sí. En nada influye si un día afirman una cosa y mañana lo contrario. Ni si quiera importa si dicen una cosa pero hacen otra. Las palabras y las cosas se han desenganchado. La pirotecnia verbal está para justificar el despliegue performático de la parafernalia policial que tanto le gusta y demanda la vecinocracia. Estamos asistiendo a una distorsión deliberada de la verdad a fuerza de un relato que apela a golpes bajos y las emociones profundas. Una verdad entre comillas, a la altura de la modorra de la opinión pública, una “verdad” que no necesita ser chequeada ni probada. La instalación de un régimen de visibilidad que ha reemplazado la verdad por las posverdad, es decir, por una retórica a la altura de los prejuicios de la gente, un discurso que cuando devalúa la verdad gana en eficacia interventora toda vez que la posverdad, se ha dicho, opera en el terreno de las emociones, apela a los deseos y creencias del público.
Alexandre Koyré, en su libro Reflexiones sobre la mentira, nos dice que la mentira, mucho más que la risa, es lo que caracteriza al hombre. El hombre siempre mintió. Sin embargo, nunca se mintió tanto como en nuestros días. Sucede que la mentira, en la era de la reproductibilidad técnica, se fabrica en masa y se dirige a la masa. Los gobiernos autoritarios se apoyan en la primacía de la mentira, hicieron de la mentira una manera de estar en la sociedad, de dialogar con los vecinos.
Sabemos que mentir es disimular lo que es, decir lo que no es, pero también deformar la verdad. Decir lo que no se piensa y no se cree, ocultar lo que se piensa y se hace. La mentira, es decir, el falso testimonio, supone la invención deliberada de una ficción. Una ficción malintencionada, puesto que quiere engañar al destinatario. La definición que ensaya Jacques Derrida después de un largo periplo en su libro Historia de la mentira me parece una síntesis completa: “Mentir siempre querrá decir engañar intencionalmente a otro, en conciencia, sabiendo lo que se oculta deliberadamente, por ende, sin mentirse a sí mismo”. Me parece importante la exclusión del sí mismo, porque parte del staff de este gobierno no cree en lo que dice. No estamos ante otra interpretación de los hechos sino ante una interpretación deliberada que busca tapar la realidad. Detrás del discurso hay otro discurso, un doble-discurso que no se puede decir porque puede costarle -electoralmente hablando- muy caro.
Mentir, entonces, consiste en echar un velo sobre la realidad, una verdad secretada, que opera solo en las sombras, desde las sombras. La mentira convierte a la verdad en secreto. Pero el secreto convierte la mentira en verdad. Por eso, el reverso de la mentira son los servicios de inteligencia.
La mentira secretada está destinada al consumo de uso doméstico, con la finalidad de engañar a la opinión pública. No solo se niega a las personas el acceso a lo que deben saber para formarse una opinión y formular sus decisiones, sino que los mismos protagonistas de la mentira o gran parte de ellos se terminan creyendo la nueva versión sobre los hechos que financiaron. Habilitan a los servicios secretos y los asesores de imagen pública para que inventen una versión que todos terminarán creyendo, incluso el gobierno y los magistrados. Esta es la gran novedad, lo que Hannah Arendt llamó en su muy conocido ensayo “La mentira en política”, el “autoengaño interno”: los misterios del ministerio han oscurecido las mentes de sus ejecutantes hasta el punto de que ya no conocen ni recuerdan la verdad tras sus encubrimientos y sus mentiras. Para decirlo de otra manera: La mentira es idéntica a la verdad, es decir, la única realidad es la posverdad.
Ahora bien, conviene recordar lo que nos dice Arendt, y con esto termino: todas estas operaciones de engaño, por bien organizadas que estén las campañas informativas, “concluirá por encallar o tornarse contraproducente, esto es, llegará a confundir sin convencer”. Y ello porque “el inconveniente de la mentira y del engaño es que su eficacia descansa enteramente sobre una clara noción de la verdad que el que miente y el que engaña desean ocultar. En este sentido, la verdad, incluso si no prevalece en público, posee una irradicable primacía sobre todas las falsedades.” En eso estamos, llamando las cosas por su nombre, sincerando la realidad, pinchando los globos.
*Docente e investigador de la UNQ. Director del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales sobre violencias urbanas (LESyC) y la revista Cuestiones Criminales. Autor de Temor y control; La máquina de la inseguridad y Vecinocracia: olfato social y linchamientos.
*El collage que ilustra la nota fue especialmente realizado por el artista callejero de la ciudad de Buenos Aires Tutanka. ig: nosoytutanka.
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