Escucha el nombre del jefe de Seguridad de la Ford y el recuerdo lo lleva al momento del secuestro.
Duda, pero se atreve. Eduardo Pulega golpea la puerta. Abre el señor Pérez, Jefe de Personal del turno tarde en Ford.
—Ya te vas a enterar, pibe —le dice.
El joven obrero escucha el sarcasmo. Y no olvidará jamás la expresión de aquel jefe. Enseguida llegan Héctor Sibilla, jefe de Seguridad, acompañado por dos civiles armados. Están presentes también el jefe de Relaciones Laborales, de apellido Vanchero, y otras autoridades de la planta. El secuestro se define en las altas esferas de la empresa.
Era el 28 de agosto de 1976. Pulega estaba en su puesto de trabajo en la planta de subarmado de la Ford de Pacheco. Recibió la comunicación de parte de un compañero en quien no confiaba demasiado. Hizo caso omiso al aviso, pero pasaron unos pocos minutos y volvió a ser comunicado, esta vez por los superiores, el superintendente Luna y el capataz general Sánchez. Le pidieron que se presentara de inmediato en la Oficina de Personal. Pulega obedeció.
Al frente caminaba Sibilla. Atrás, los dos hombres de civil armados. Pulega sabía de los secuestros de otros compañeros, pero no podía adivinar si aquella también sería su suerte. Pronto lo esposaron y en el descanso de una escalera por la que descendían, lo vendaron y comenzaron a golpearlo. No había recibido ninguna explicación. Ahora sentía las patadas, los golpes de puño y las cachetadas, hasta que perdió la noción. Lo subieron a una camioneta y se lo llevaron. Aquel día, Pulega iba vestido con una camisa de manga corta, color caqui, con su nombre y apellido y la insignia de Ford en el pecho.
Su primer destino como desaparecido fue la comisaría de Tigre. Al cabo de unos días de encierro, el teniente coronel del Ejército Antonio Molinari le informó: "Usted se encuentra detenido a disposición del Poder Ejecutivo Nacional por sabotaje industrial a la empresa Ford Motors Argentina".
Quien acaba de relatar estos hechos es el propio Eduardo Noberto Pulega. Ocurrió el jueves 3 de mayo, ante el Tribunal Oral Federal N°1 de San Martín, en la décima audiencia del Juicio a Ford, donde se juzga a los ex directivos de la automotriz Pedro Müller y Héctor Sibilla y a Santiago Rivero, jefe militar de Campo de Mayo, por su participación en delitos de lesa humanidad cometidos contra veinticuatro trabajadores durante el terrorismo de Estado en Argentina.
La nueva jornada contó con una particularidad: el testimonio fue brindado por videoconferencia desde la embajada argentina en Washington, Estados Unidos, país de origen de la gigante compañía de automotores.
Gracias a (y a pesar de) la tecnología
La audiencia comienza con demoras. El presidente del tribunal Diego Berroetaveña advierte que existen inconvenientes con el sistema de audio. En las tres pantallas de la sala, el testigo aparece con muy mala calidad, sentado frente a una paqueta mesa de madera en un salón de reuniones de la embajada, bajo luces tenues que ayudan muy poco. A su lado se encuentran Alicia Falkowski, la cónsul argentina, y la agregada administrativa Sabrina Faraone, quien transmite el pedido del testigo: quiere ser acompañado por su esposa y una amiga.
Desde Washington se escucha la voz entrecortada de la cónsul: "No podemos verlos". "No la estoy viendo, nosotros tampoco tenemos imagen de ustedes, se acaba de ir", dice Berroetaveña, que aprovecha para explicar que, a pesar del pedido expreso del tribunal para que la comunicación se maneje desde San Martín, el control se establece de forma remota desde el Consejo de la Magistratura.
"Perdón, no lo escuché", dice el presidente del tribunal luego de las primeras palabras de Pulega, quien intenta explicar las circunstancias de su detención. Luego sugiere, con obvio fastidio: "Respetemos el orden de pregunta-respuesta".
Transcurre una hora aproximadamente del horario pautado para el comienzo de la audiencia y quince minutos desde que Pulega comenzó a hablar bajo juramento, cuando se vuelve a interrumpir la comunicación, esta vez de forma voluntaria, para mejorar el servicio. Finalmente, desde Washington advierten que pueden ver a los jueces por video.
Durante estos minutos de receso, la abogada defensora de Sibilla, Adriana Ayuso, se acerca al presidente del tribunal para mostrarle que había googleado el nombre de la cónsul argentina, a quien hasta ese momento Berroetaveña llamaba como "Jalcosky". Poco después, el juez hace la aclaración pertinente a la audiencia.
Aprovechando el envión y que por primera vez se mejoraba la calidad del video, la abogada de Sibilla solicita al tribunal que pida al testigo guardar unos papeles que tiene sobre la mesa.
La empresa y el golpe militar
Por rigor del proceso, el presidente pregunta en primer lugar si el testigo conoció o escuchó hablar de los imputados. Pulega dice que a Müller lo conocía de nombre y lo vio alguna vez, pero el recuerdo de Sibilla lo lleva de inmediato al relato del secuestro y agrega que al ex militar a cargo de la seguridad de la fábrica lo vio en varias oportunidades en la zona del campo recreativo, donde los militares tenían su "base". Ayuso, a su tiempo, va a preguntarle por esa cuestión: ¿cómo es posible que viera a Sibilla allí? Pulega le dice enseguida: ¡Eso se lo puedo responder muy fácil!, y explica que él era el encargado en el área de subarmado de llevar las piezas faltantes a otros sectores, de manera que solía salir y recorrer el predio.
Pulega ingresó a la fábrica en 1972, con 22 años, gracias a la amistad con un superintendente de la fábrica, de apellido Correa. Debido a esa relación, fue destinado directamente al área de armado y no a las zonas de trabajo más pesado como la pintura. Pronto manejó el teletipo a través del cual daban las órdenes de producción. Por eso podía modificar las pautas de trabajo de la línea y darse a él y a sus compañeros tiempo extra para fumar y charlar un poco. Ese fue uno de los grandes conflictos que debió enfrentar con la dirección, especialmente con el jefe de apellido Luna que un día le espetó: ¿Estás con dios o con el diablo? Ciro Annicchiarico, abogado de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, preguntó cuál era la interpretación del testigo sobre aquella frase. Bueno, dijo Pulega, o estas con nosotros o...
El joven Pulega intentó abrirse camino en la actividad gremial. Colaboró con un delegado de su sección, de apellido Robledo, para distribuir las fichas de afiliacion al sindicato SMATA. De Robledo no da la mejor opinión y comenta que, después del golpe de Estado, a los representantes gremiales que quedaron "los tenían mansos". Él se situó del otro lado, dentro del pequeño grupo de trabajadores que clandestinamente se inquietaban por los compañeros secuestrados. Pero "cambió todo, la situación era muy tensa, era ver militares dentro de la fábrica, por todos lados: en los vestuarios, en los baños, en el bebedero, en la puerta del cuarto de delegados", dijo. Habló de las amenazas irónicas de los superiores y explicó que el ritmo en la línea de producción aumentó 15 por ciento.
Tras el secuestro, su padre y su hermano acudieron a la fábrica para recuperar sus pertenencias, su coche Fiat que había quedado en el estacionamiento y el pago de la quincena con el que Eduardo solía ayudar en la casa. "Les decían que no tenían nada, que no les podían dar información, el señor Pérez, jefe de Personal. Después me enviaron el telegrama de despido, a los cinco días, por faltar a mi lugar de trabajo".
El recorrido represivo
Pulega fue sacado de la fábrica vendado y esposado en el suelo de una camioneta. Lo llevaron a la Comisaría de Tigre, donde encontró a Micro Robledo, un compañero de trabajo secuestrado el mismo día que él, hijo del delegado al que Pulega solía ayudar con las fichas sindicales. Allí también conversó en varias oportunidades con trabajadores de Astarsa, uno de ellos de apellido Vicente, que es Daniel Vicente y había sido detenido en su lugar de trabajo algunas semanas antes. (Ver informe Responsabilidad Empresarial, Tomo 1, pág. 381).
Allí en la comisaría de Tigre fue donde recibió la comunicación de Molinari sobre la acusación del "sabotaje industrial": "No me iba a hacer cargo de que era un saboteador industrial, yo era una persona común que quería defender sus derechos", aclaró.
Después de unos meses fue llevado al Penal de La Plata, donde estuvo detenido junto a su compañero de Ford, Roberto Cantello, y donde vio en patios diferentes a Pedro Troiani y a Adolfo Sánchez. En aquella cárcel, Pulega recibió golpizas que, entre otros daños emocionales y físicos, le imposibilitaron tener hijos. Lo liberaron el 23 de marzo de 1977 pero permaneció con vigilancia permanente hasta el final de la dictadura.
La hostilidad y el apoyo
Por primera vez, las defensas de cada empresario cuentan con un sólo abogado en lugar de dos. La de Pedro Müller y la del genocida Riveros apenas hicieron algunas anotaciones y no ejercieron el derecho a preguntar. Sólo preguntó Ayuso, la abogada de Sibilla. Y en menos de diez minutos, lanzó las siguientes preguntas:
—¿Por qué hizo caso omiso cuando lo llamaron por primera vez el día de su detención?
—¿A qué se refiere con "cambio de poder" en la fábrica?
—¿Cómo intentaban trabajar en la libertad de los delegados?
—Usted, en esos días cercanos a su detención, ¿tomó conocimiento de daños intencionales en su sección a las unidades en proceso, por ejemplo empleados saltando sobre los capó?
—¿Cómo era el nombre de Robledo, la persona que ayudaba con las afiliaciones?
—¿Cómo se llamaba la persona que lo hizo entrar a usted en Ford?
—¿Recuerda cuántos delegados tenía SMATA en toda la fábrica?
—Los antecedentes como terrorista que usted mencionó que lo llevaron a salir del país, ¿no le trajeron problemas para ingresar a Estados Unidos?
—Las dos personas de civil que lo detuvieron, dijo que no eran personas de Ford, pero después dice que pertenecían a Seguridad, ¿por qué? ¿Puede asegurar que no eran personal de civil?
—Desde su lugar de trabajo, ¿se veía el quincho? ¿Cómo sabe que Sibilla se reunía allí con los militares?
Pulega no los ve, pero en la sala donde Ayuso arremete con las preguntas lo escuchan sus ex compañeros de trabajo, que mascullan por lo bajo ante cada interrogación de la defensa. Pero también sonríen y asienten cuando habla el testigo. Pulega menciona a Carlos Propatto, que trabajaba en Pintura, en su mismo galpón y Propatto, que está presente, sonríe. Luego menciona a Troiani que se asoma y sacude la cabeza, como si fueran estudiantes de secundario, con pelo blanco o sin pelo.
Al finalizar, Berroetaveña da por terminado el testimonio, pero Troiani salta del asiento, se arroja sobre la guarda de madera que separa al público y pide permiso para hablarle a Pulega. Se lo conceden y, en medio del bullicio, Troiani le grita: "¡Gracias por tu valentía, compañero!".
Foto: Lucrecia Da Representaçao
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