Juan Gelman pasó varios otoños en Nueva York, porque consiguió un empleo como traductor de la Asamblea General de Naciones Unidas, que sesionaba de septiembre a diciembre. Por eso, a partir de 1992, cada vez que en esa fecha yo debía viajar a Washington para alguna audiencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que se reunía en las mismas fechas, tomaba el tren o un avión hacia Nueva York, donde pasábamos varios días juntos. Mara atendía su consultorio en Ciudad de México, de modo que Juan se quedaba solo y teníamos tiempo para volver a contarnos historias viejas y discursear sobre el futuro, que él imaginaba con más optimismo que yo. A veces nos quedábamos en el departamento amoblado que Juan alquilaba a unas cuadras de la ONU, con moquette y cortinados, otras charlábamos caminando por la ciudad, o íbamos a comer y brindar cuando él terminaba su horario. En noviembre de 2001, cuando el Comité para la Protección de Periodistas me dio un premio a la libertad de expresión, lamenté que Juan ya no estuviera en Nueva York para escuchar mi advertencia contra la idea de torturar a los detenidos de Al Qaeda que comenzaba a discutirse a dos meses de los atentados al Pentágono y a Wall Steet. En cambio, lo escuchó el muy joven Agustino Fontevecchia, a quien sentaron a mi mesa en el Waldorf Astoria.
A Juan le gustaba mostrarle la ciudad a su amigo argentino, siempre doce años menor. Una noche me llevó al Blue Note, que es un sitio de jazz para turistas, que parlotean, manducan y hacen sonar los cubitos de hielo en sus vasos de bourbon, a diferencia del Village Vanguard, donde la mayor parte del público es local y no vuela una mosca cuando comienza el show. Además, en el Blue Note la cuenta es menos insípida que la comida. Pero alguna vez vale la pena ir, porque por su pequeño escenario pasan los mejores. Esa noche tocaba Charlie Watts, sin los Rolling Stones, al frente de su quinteto de jazz. Para que te des una idea, más o menos por esa época presentó un CD en el show de trasnoche de David Letterman, una especie de Tinelli yanqui:
Esos pocos minutos alcanzan para constatar que podés escucharlo sin sentir la vergüenza ajena que da Woody Allen cuando empuña el clarinete. Por lo menos en su reciente autobiografía A propósito de nada, Woody Allen confiesa que nadie siente más vergüenza que él mismo. Si hay un punto en común es que tanto Watts como Allen sólo lo hacen porque les gusta. Pero Watts es un músico y Allen un perro soplando, que hace bien en preguntarse por qué sus recitales en Europa atrajeron a miles de espectadores despistados o hipoacúsicos.
Este álbum de homenaje a Charlie Parker, que Watts lanzó en 1991, permite corroborar qué digno era lo que hacía cuando no estaba de gira con los otros deslenguados, Mick Jagger, Keith Richards y Ronnie Wood. “La verdad es que no amo el rock & roll", le dijo a la revista Rolling Stone. “Amo el jazz. Pero amo tocar rock & roll con los Stones", una declaración por la cual yo lo amo a él. A sus 19 años, Watts era un aspirante a escritor y diseñador gráfico, que redactó y dibujó una Ode to a Highflying Bird (Oda a un Pájaro que Vuela Alto), un ejercicio de libro para chicos sobre la vida de Charlie Parker. Narraba cómo construyó su nido y la pregunta que todos se hacían acerca de cómo pudo lograrlo. Parker era un pajarito pardo con anteojos de sol y un minúsculo saxo. Lo reeditó tres décadas después, como parte del disco dedicado a su ídolo. El temerario saxofonista es Peter King, autor de los cinco temas originales del álbum; el bajo David Green, un compinche de adolescencia de Watts con quien se encerraban a escuchar las grabaciones de Parker; el pianista Brian Lemon y el trompetista entonces adolescente Gerard Presencer. En Relaxing at Camarillo toca la trompeta Rod Rodney, quien acompañó a Parker en los LP que le volaron la cabeza a los adolescentes Watts y Green.
Aquella noche en el Blue Note, nos llamó la atención que Watts se vestía de traje y corbata para tocar jazz, que se comportaba con una inalterable seriedad y que tenía un inquietante parecido con el escritor irlandés Samuel Beckett, acaso con algún gen de Harpo Marx, el mudo del arpa, el bolsillo de payaso y la corneta.
Hace unos días, Watts se murió, a sus 80 años recién cumplidos. Los Rolling Stones publicaron este amoroso video en su homenaje, titulado Si no tuviera swing.
Allí Watts lamenta carecer de formación académica y dice que aprendió escuchando a los mejores, sin pudor de copiar lo que le parecía bueno, que es lo que suelen hacer los grandes artistas. Entre otros menciona a Kenny Clarke, el baterista de Bud Powell, a quien escuchó en los clubes de jazz de Londres y París cuando él era un adolescente. En el sitio de deportes y cultura popular The Ringer, un cronista escribió que con su muerte “el ritmo se detuvo” y que “nunca se volverá a tocar con una fuerza tan fascinante”. No soy un músico técnico, dijo Watts en 2000. “No es cuestión de técnica sino de emoción. Una de las cosas más difíciles es transmitir ese sentimiento”. En 1991, cuando lanzó el álbum dedicado De un Charlie..., le dijo a la revista Rolling Stone que prefería ser conducido y no conducir. “Lo que mejor me sale es dejar que cada uno haga lo que quiera, y eso no es de buen director de orquesta. Si yo hubiera dirigido a los Rolling Stones, no hubieran ido a ningún lado. Todavía estaríamos tratando de encontrar un amplificador”.
Todo lo contrario escribió ahora el crítico Josh Jones en el sitio Open Culture. Según el rapero y productor Chief Keef, el imponente golpeteo marcial del tambor de Watts mantuvo unido a un hato de piratas que sin él se hubieran disuelto en una sarta de payasadas y blues relamidos. Sus compañeros coinciden. Keith Richards dijo más de una vez que sin Charlie Watts, no hay Rolling Stones. “Charlie es el motor” declaró Ronnie Wood en el documental Tip of the Tongue (En la punta de la lengua). “Y sin el motor no vamos a ningún lado”.
Ya lo escuchaste con su quinteto de jazz. Ahora le toca sacarse el saco, ponerse el pongo, y llevar a los Rolling Stones a la módica eternidad de las cosas humanas. En el final del primero de estos videos, de 1968, aparece aplaudiendo entre el público John Lennon, que tenía buen oido.
Nadie entendió mejor que Marty Scorsese la centralidad de Charlie Watts para la banda, más que ese andrógino que se tolosapazeó a las mujeres más bellas de su tiempo. Lo prueban estos videos filmados en 2006 desde el sitio del batero, en el Beacon Theatre de Nueva York. Por las dudas, Beacon quiere decir Faro, y también se aplica a las personas que irradian luz, que son modelo para los demás.
Y como todo tiene que terminar, porque nada es para siempre, te invito a ver esta rara filmación, en la que Watts habla y hasta baila.
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