SATÁN EN LA PAMPA HÚMEDA
Herética saga de terror místico encarada por Pablo Forcinito, un elogio del pecado mortal
El Jefazo se corporiza como “Osmoth –la cabra infernal—, Drael –el sapo tuerto— y Pruselas –la serpiente con lengua de fuego—”. Es lampiño, bizco, de “ojos amarillos separados en exceso. El mentón aplastado. Las patas verrugosas. Demasiado verrugosas. Su vientre hinchado de venas. Venas rotas. Hombros en carne viva. Ardidos. Nos saludaba en medio de las llamas. Su mano derecha en alto. Angular y filosa. Quizá esa sea la verdadera forma del Jefazo bajo el barro. Yo nunca pude verlo en el fondo de la ciénaga. Ahí es solo una voz en la más negra de las oscuridades”.
Puede ser conocido como Satanás, Lucifer, el filisteo Belcebú, el marítimo Leviatán, el pudendo Innombrable o el folklórico Mandinga. En cualquiera de sus nombres y formas resulta el par simétrico e inverso de la divinidad, como se llame. La cuestión es que, bajo investidura humana, luego de un cuarto de siglo reencarna en el cuerpo del borracho de Reyes, el pueblo de aires bonaerenses donde Pablo Forcinito (Buenos Aires, 1978) sitúa la primera parte de su novela La misa de los los suicidas. Asimismo la segunda, flamante entrega en la que el autor corre el foco del terror religioso –como en la primera— para iluminar la inquietante oquedad irradiada desde la mistificada pugna entre el Bien y el Mal: “Las dos mentiras de un dios sádico y egoísta al que nada le importan los padecimientos de sus fieles. La entronización del hombre piadoso. Ese ideal de santidad. Asco. La piedad es la jactancia de los débiles. La máscara tras la cual se esconden los cobardes. El llamado pecado mortal no es más que la única posibilidad radical de libertad humana”.
Convertida en saga destinada a marcar un jalón indeleble en la literatura de terror, La misa de los suicidas 2 ostenta menos ceremonia y más tragedia, encarnada en esos seres divinos tal como los considera el relato eclesiástico y Forcinito persevera en socavar. Uno a uno, los personajes que con mayor o menor intensidad desfilaron en la primera parte, van desmontando a regañadientes la beata condición que ha marcado actos y moral. Proceso a veces sangriento, siempre de indecible crueldad, desata en el lector escalofríos página por medio de las ciento cincuenta de la novela. Lectura capaz de promover el encendido de otra luz, atender ruidos cotidianos que se tornan extraños, retirar un segundo la mirada del libro para constatar que todo sigue ahí, acaso reprimir un inusual bruxismo. Reacciones acordes a la eficacia de una escritura que rebosa trabajo y revisión, con el cuidado de haber evitado repeticiones y redundancias respecto a la primera parte. En este aspecto, la segunda constituye, a su manera, un texto autónomo, independiente, accesible a la plena comprensión sin necesidad de sostenerse en el antecedente. De todos modos, esa lectura se recomienda a fin de ingresar en clima y solazarse con una narrativa de por sí poderosa.
La estructura misma de La misa...2 adquiere una diversa organización y ritmo. Son siete capítulos, el primero de los cuales ubica al lector en circunstancias ocurridas tiempo después de concluida la entrega inaugural. Es la voz de un demonio resucitado que es el mismo pero es Otro, la que encuadra el estado de situación. En la conducción lo reemplaza una joven periodista porteña, a la sazón único ser indemne del incendio que carbonizó la iglesia del pueblo. Inexplicable milagro tanto para la mujer como para quienes la rodean, salvo para su gata, inesperadamente hostil. En el tercer capítulo, el enviado, demonio en su carnadura humana, comparte escenario con el comisario, mero correo de un manuscrito del siglo XVI, “catecismo de las Ciencias Diabólicas” donde se consignan claves, misterios y arcanos saberes. Así sucesivamente con otros personajes, conocidos o debutantes.
Es el embajador de Satán el encargado de llevar a cabo la tarea encomendada: lograr el suicidio en la ciénaga de un cierto número de parroquianos. También de ajustar cuentas con pobladores remisos a aceptar los sucesivos mandatos infernales. La escena en que siete caranchos destrozan el cuerpo de una pía anciana otrora chupacirios (cuando había iglesia), despliega un fervor sanguinario que, sin dejar de producir escalofríos, se cuida de destrozar las formas, eso sí, con buen tino literario. Son represalias especulativas, donde el autor practica una suerte de justicia, si no propiamente divina, a la vez demoníaca. “El Jefazo siempre está un paso adelante. Sabe allanarme el camino. El asunto es que en cualquier pueblo nunca falta el golpeador al que siempre está a punto de írsele la mano. La voz del Jefazo trabaja en ese tipo de mentes. Una voz constante y aguda. Opera en la falla. Insiste. Hasta que una tarde el golpeador termina mandándose la macana y le pega a su novia con lo primero que encuentra. En este caso fue con una llave inglesa. De lleno en la sien”.
El enviado, para sí, en privado, le llama Jefazo. Conserva cierto prurito en denominarlo por alguno de sus nombres. Procura generar una familiaridad consagratoria de su condición de elegido, indicador de su cuidado por evitar acciones que al susodicho pueden planteársele ejecutar por sí mismo. Como destrozar el cráneo de la novia del golpeador, por métodos más sofisticados, claro. Es la sumisión plena e incondicional el vector que unifica al Bien y al Mal, disuelve la dicotomía y se alza al modo de dialéctica síntesis superadora donde se precipita toda moral hacia el fondo de la morada del Príncipe del Averno, con el íntimo propósito de dejar en libertad una solapada ética. Para llegar hasta allí están las segundas partes, cuando son buenas.
FICHA TÉCNICA
La misa de los suicidas 2
Pablo Forcinito
Buenos Aires, 2023
151 páginas
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