Un pingüino camina misteriosamente por las calles de Temperley. Todos se preguntan qué hace por ahí un ave marina que habita la Patagonia argentina y no el Conurbano, cuál es su origen, qué estará buscando. Una familia, entonces, decide adoptarlo: lo tienen en su patio, le dan de comer, lo cuidan. Se transforma en una mascota que los niños van a visitar exclusivamente, un secreto a voces, una curiosidad que pasa cualquier frontera de intimidad.
Lo que los niños no saben, sin embargo, es que en esa familia había ocurrido algo horrendo. Allí vivía Guillermo Allamprese, conocido por todos como Billy. Billy era simpático y entrador, un joven de 26 años que solía jugar con los chicos, que se interesaba por la vida de las familias del barrio. Lo que no sabían los niños, además, era que había empezado estudiar en la Facultad de Arquitectura en la UBA y, mucho menos, que militaba en Montoneros. Billy un día desapareció y los niños pensaron que se había ido de viaje. Pero no. Su amigo y vecino Carlos Martínez dijo sobre él: “Desde lo humano era un tipo macanudísimo, de primera. Entre los amigos lo podías contar como de fierro. En el aspecto militante era una persona totalmente entregada a la organización Montoneros. Trabajaba en una fábrica metalúrgica, en la zona de Quilmes, donde también militaba. En ese lugar había perdido una falange en una especie de guillotina. Vivía junto a su compañera en la zona de Florencio Varela, pero todas las semanas iba a visitar a su familia, en la calle Mitre al 200 de Temperley”.
Con 26 años, Guillermo Billy Allamprese fue secuestrado-desaparecido el 19 de octubre de 1976, presumiblemente cuando se dirigía a su lugar de trabajo, en la fábrica. Fue llevado al Pozo de Quilmes. Poco después, y casi como un acto enigmático del destino, irrumpió el pingüino y sus padres lo adoptaron. Esa es una de las curiosas historias que, a través de las voces en off de aquellos niños que hoy son adultos, se cuentan en el novedoso documental Sapos, momentos de infancia en dictadura, dirigido por Lucas Brunetto, producido por Cábalafilms y de reciente paso por festivales internacionales. El punto de vista del audiovisual es que, a más de 40 años del retorno de la democracia en la Argentina, Sonia Villella, Talia Meschiany, Iván Thisted, Nadia Jacky, Damián Ríos y Melchor Armesto, que fueron pibas y pibes en la cotidianidad de sus familias bajo los días de plomo, se encuentran a grabar historias sobre sus infancias en dictadura. Y van hilando fragmentos que rescatan de las tinieblas del olvido, con luces y sombras, dando idea de una normalidad alterada y al mismo tiempo, pese al contexto de represión, de vidas no exentas de sorpresas, alegrías e ilusiones.
Son textos que escribieron los protagonistas, que se leen en voz en off, cada uno a su turno y de forma separada. Relatos que dialogan con filmaciones hogareñas –la mayoría en Súper 8, efectuadas por los padres de las familias–, conformando un mosaico audiovisual compuesto por juegos infantiles, fiestas escolares, desfiles militares, libros prohibidos, un viaje al exilio, una lluvia de sapos y la misteriosa aparición del pingüino en aquel barrio del Conurbano. Justamente, la parte de la lluvia de sapos constituye otro hallazgo inigualable. “Tener una infancia en dictadura es recordar cómo llovieron sapos del cielo”, dice una de las protagonistas, haciendo un paralelo con las cicatrices en común de una generación.
Todo se había precipitado con unos días consecutivos de tormenta con granizo. Cuando frenó la lluvia, los sapos inundaron las calles. Una infancia que evoca repleta de sapos, sapos grandes, medianos y chicos en los jardines, en las veredas, en las plazas, verdes como el ropaje militar, ese tono oscuro y sobrio que predomina en los desfiles que se repiten como un rito perpetuo. Mientras tanques y soldados se convierten en la imagen de una rutina barrial que se repliega por el miedo y la amenaza, los chicos juegan con los sapos, los esconden, los clasifican, los descuartizan. “Y un día desaparecieron, los dejamos de ver”, dice Sonia Villella.
En el documental se suceden imágenes de una Plaza de Mayo vigilada, todavía sin la ronda de las Madres y Abuelas, una mesa larga de festejo familiar en Catamarca y un continuum de grabaciones caseras: el impacto de ver la vida cotidiana en aquel contexto, esa vida que transcurría más allá de todo; las vacaciones en Mar del Plata, Bariloche o Córdoba, las familias de clase media alrededor de una pileta, las clases escolares, las abuelas peinando a sus nietas, las canciones que se tararean con los padres y las madres sonriendo con sus niños y niñas, tesoro íntimo y preciado del que todos parecen aferrarse.
El cuento de los tres chanchitos y el lobo feroz, con sus siniestras implicancias; una niña que se asombra con los soldados que permanecen al descubierto en la parte trasera de un camión del Ejército; el temor a que un auto familiar sea frenado por las decenas de controles en el camino de La Plata a Buenos Aires; Videla que interrumpía con sus comunicados a los programas de infancia, Margarito Tereré y el de Julieta Magaña; la plata dulce y las Barbies que llegaban de Miami; el Italpark y un niño que descubre el refugio donde su padre había escondido sus libros; el periplo de una familia por escapar de la Argentina y conseguir la protección de ACNUR en Suecia, pasando por Bolivia y Brasil; la repetidora de ATC y el mundial juvenil de Japón con Maradona como fulgor; las encomiendas que llegan al exilio con casetes de voces de parientes acompañados de alfajores, yerba y dulce de leche; y una tormenta de nieve que se recuerda como la inexorable fugacidad de lo perpetuo, otro de los nudos conceptuales del film.
La memoria como una escritura fragmentaria y el punto de vista de los por entonces infantes son, tal vez, los mayores aportes de un documental que así como encuentra hallazgos y digitaliza notablemente imágenes caseras del amplio acervo familiar, le cuesta compaginar con más soltura y fluidez las historias, sobre todo cuando los adultos leen sus relatos. El rumor sordo de helicópteros, los redoblantes de los desfiles y los tanques que orbitan la vida cotidiana constituyen la banda sonora de una dictadura que languidece con los paros, el surgimiento de la Multipartidaria, las marchas y Malvinas. Puntos de fuga, en definitiva, que cruzan infancia y adultez, crianza y argentinidad, familia y comunidad, intimidad y represión social.
* Sapos. Momentos de infancia en dictadura, puede verse los sábados de marzo y abril a las 21 en Ítaca, Humahuaca 4027, ciudad de Buenos Aires. Entradas por Alternativa teatral.
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