Todo es ilusión
Del ilusionismo y otras prácticas esotéricas que usa el Gobierno para retener poder político
El Mago, de Hieronymus Bosch
Una de las cosas más desconcertantes que escuché en boca de un pensador fue una justificación basada en el uso y abuso de la ilusión. El impacto que me generó fue importante, porque emanó de Beatriz Sarlo. Hace apenas algunas semanas, y refiriéndose a la diferencia sustancial entre las promesas electorales del Presidente y los resultados obtenidos, Sarlo dijo: “Para mí (el Gobierno) no (va) bien. Sus predicciones cayeron todas. Todo lo que dijo Macri en el debate presidencial era una ilusión o era una fantasía”. Luego continuó, señalando: “Creo que era una mezcla de ilusión e ignorancia”.
Dos cosas, entonces. Por un lado está claro que, tratándose de quien se trata, Sarlo no pude pensar en su fuero íntimo eso que dijo; en todo caso, eligió ser políticamente correcta. Por otro, y sacando menciones no menores a “la fantasía” y “la ignorancia”, lo único que queda en limpio de esa intervención es que el Presidente habría pecado de “iluso”, es decir, según la definición de la RAE, alguien que se deja engañar con facilidad, generalmente porque cree que todo el mundo actúa con buena voluntad y en forma.
Hay una diferencia fundamental entre sufrir los efectos de la ilusión y ser el artífice o hacedor de la misma. El Presidente y su equipo podrían quedar en este segundo lugar. Al menos habrá que evaluar si no es el propio Gobierno el que se vale del ilusionismo para urdir y llevar a cabo polémicas decisiones de política económica, algunas de ellas muy lejos de la topografía que suele utilizar la verdadera política. Es, de alguna forma, la refutación final de la ilusión, pero, paradójicamente, utilizando métodos que son propios del ilusionismo. El modo en que se utiliza la inteligencia depende siempre de la voluntad.
Con habilidad o sin ella, el ilusionista debe saber engañar al público desviando su atención a través de gestos, palabras, omisiones y silencios. En última instancia, su objetivo será siempre que miremos hacia donde él quiere para distraernos de la resolución final. De la misma forma, el Gobierno ha puesto en marcha una dinámica que no prescinde de gestos, palabras, omisiones y silencios pero que resultan fácilmente reconocibles ante el mínimo análisis.
Una de las dinámicas más transparentes en esta línea es lo que algunos denominan el “errorismo”, es decir, la vindicación del error como núcleo blando de una supuesta transformación, que pone en valor todo aquello que está asociado con el proceso de “aprendizaje” y el “emprendedurismo”. Nobleza obliga, la corriente errorista, que bebe de la imperfección de la naturaleza, promueve “la belleza de la equivocación” en sus muchas zonas de abordaje como lo artístico y lo espiritual, pero concentra sus cañones en lo académico y educativo, donde para aprender se supone que hay que equivocarse.
Mi hipótesis es que el Gobierno utilizó el errorismo como forma de ilusión, avanzando en diversos frentes que implicaban polémica y riesgo político y retrocediendo con la excusa del error en muchas cuestiones como las tarifas, la reforma laboral, los primeros intentos de la reforma previsional y en gran medida en temas financieros y monetarios. Sin embargo, el componente ilusorio llegaba después: la supuesta marcha atrás nunca era tal o, en todo caso, era parcial o marginal. Como ejemplo basta tomar algo ocurrido hace unos días, cuando el secretario de Energía, Javier Iguacel, se dispuso a aplicar un retroactivo de 24 cuotas a los usuarios del servicio de gas natural para compensar por la devaluación a las empresas productoras. Si bien esa propuesta fue anulada a las pocas horas de ser presentada por el rechazo que generó, sí en cambio dejó firme la compensación a las gasíferas, la legislación que habilitaba esta compensación, la suba de hasta el 50% en la tarifa del gas, la modificación (para peor) de la tarifa social y eliminó el componente de ahorro, lo que implicó una reducción presupuestaria.
Con esta lógica ilusionista el Gobierno pone en marchas otras dinámicas, por ejemplo, la del “cambio cultural”, que le sirve como pantalla vaga para traficar otros conceptos más definidos pero menos susceptibles de ser mostrados. En rigor, si se lo piensa, el cambio cultural no ha sido más que la voluntad de aplicar un sesgo ideológico a todo el arco transversal de políticas públicas, entendido como la relación que cualquiera de nosotros tiene con el Estado y a cómo se va estableciendo esta relación según cambian los gobiernos, que ejecutan los resortes que controlan, por ejemplo, el presupuesto.
Pero me interesa detenerme en un punto más relevante y crítico que también se sirve de las técnicas del ilusionismo: el vaciamiento de la discusión pública sobre los temas que hacen a la vida cotidiana de los argentinos; la metamorfosis solapada del debate de aquellas cuestiones que guardan una relación directa y fácilmente comprobable con las dificultades y problemas que se imbrican en el intento de millones de familias de llegar a fin de mes; la vida material que se viene transformando para peor desde hace ya tres años como mínimo.
No son los grandes discursos, las cadenas por radio y televisión, las conferencias de prensa, los escribas oficialistas, los que pueden generar este potente efecto que se busca desde el poder político. En cambio, sí podría pensarse en cierta influencia que ejercen expresiones aisladas y algunas formas sintácticas que, muchas veces, buscan incorporarse subrepticiamente a los debates públicos y son adoptadas en forma consciente e inconsciente. En rigor, se parece a la ingesta de pequeñas dosis de veneno: al principio parecen no surtir efecto, pero un tiempo después, por arte de magia, se produce una secuela tóxica.
Sin embargo, vale la pena considerar que el efecto más relevante se imprime de mano de aquellos que pueden torcer o desvirtuar el debate. Desde esta perspectiva, ya no se trata de las palabras utilizadas, sino también de la ausencia de las mismas. Son las palabras, las ideas, que han ido evaporándose, una desaparición que impide finalmente pensar qué ha sido, qué es y que será de aquellas asignaturas pendientes de la sociedad que buscan alguien que las tome en cuenta.
Se sabe: hay destrucciones programadas cuyos efectos devastadores no se advierten hasta que es demasiado tarde. Habrá que preguntarse si el gobierno —y un sector importante del establishment político consorte— esconde debajo de la alfombra los objetivos que sabe no va a cumplir. Se cambia la lógica de las discusiones. Se esconden otras. Es una lluvia ácida. Se vacía de a poco de contenido manteniendo la forma. Quizás porque al Gobierno no le conviene que el grueso de los argentinos se ponga a pensar por qué han trepado las tarifas y no los salarios, por qué el país no ha crecido, por qué las inversiones no han llegado.
Se discute sobre la pesada herencia, pero se evita debatir sobre las verdaderas causas de la inflación, el aumento de la pobreza, el desempleo y la recesión, mientras se dispara la deuda externa y se cambia déficit primario por déficit financiero. Se plantea que el gobierno no es infalible ante los supuestos errores que se cometieron cuando se intentó cambiar las fórmulas que ajustaban los haberes jubilatorios: “Soy falible y si me equivoco doy un paso atrás y corrijo”, dijo el Presidente en ese momento. Otra más: ante el inminente nuevo ajuste tarifario, los funcionarios suelen decir que les duele pero que si no se realizaban “iban a aumentar los cortes” o “iban a subir aún más las tarifas”. Para analizar el aumento de la pobreza y señalar cómo se va a buscar que disminuya, el gobierno eligió señalar que "la pobreza no desaparece porque se deje de medirla. Siempre vamos a decir la verdad y presentar las cifras como son". El gobierno no admite que debe explicar por qué se vuelve más opaca la distribución del ingreso, y el Presidente prefiere sacar a relucir que los argentinos “pretenden cobrar más de lo que vale su trabajo porque así dejan a cientos de miles de argentinos sin empleo”: una idea insensata y desmedida sobre el valor determinante del ingreso para la suerte del país (según el INDEC, en el segundo trimestre el peso de los asalariados cayó tres puntos en apenas un año; pasó del 48,1% al 45,2%).
Crecimiento. Desarrollo. Progreso. Bienestar. Cuidado. Comercio. Industria. Justicia. Seguridad Social. Salud. Educación. Expectativa. Futuro. Responsabilidad. Política. Calidad de vida. Son ejes de discusión corridos a un lado en forma intencional, a expensas de ciertos mantras mesiánicos que comercian con promesas de cambio. Aquí y allá se busca consumar hasta sus últimas consecuencias una estética de la gobernabilidad montada sobre argumentos inconsistentes que ponen a prueba a la sociedad y que se extienden a la política, la economía, la ideología y las instituciones, muchas veces esmerilando algunos principios básicos de la democracia. Si la misión confesa y publicitada de los políticos en términos sociales es, como suelen decir, recuperar la ilusión de la gente, entonces el ilusionismo como práctica esotérica debería ser borrado como herramienta de manipulación. Por supuesto, eso no va a pasar. Salvo el poder, todo es ilusión.
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