Robó, huyó y se divirtió

Delito y ocio forzado en la vida de los jóvenes plebeyos

 

Uno de los lugares comunes que solemos escuchar a la hora de explicar el delito juvenil está vinculado al ocio. Roban porque “están al pedo”, porque “se la pasan boludeando en las esquinas”, “haciendo nada”, “son todos vagos”. Para las perspectivas tomadas por el alarmismo y la pereza teórica, la esquina y la grupalidad son una combinación maldita, están en el origen de las transgresiones juveniles. Este artículo se propone revisar el lugar que tiene el ocio en la vida de los jóvenes plebeyos, pero también el lugar que desempeña en la deriva hacia el delito. “Quizá el aburrimiento pueda decirnos algo sobre el crimen”. Por eso la pregunta es la siguiente: ¿cuánto de las transgresiones callejeras están vinculadas al ocio forzado con el que se miden cotidianamente?

 

El ocio moralizado

El ocio no siempre es el mismo. En las sociedades del rechazo al trabajo, vertebradas alrededor del mercado, el ocio es el mejor vector para desplegar el consumo y sus deudas. No hay consumo sin ocio. El capitalismo contemporáneo fomenta el ocio, nos rodea de futbol, recitales, series, visitas al shopping y viajes por el mundo. Es inimaginable el consumo sin ocio, pero también el ocio sin consumo, es decir sin pochoclos o papas fritas, sin cervezas, sin drogas, sin música a todo volumen, sin millas por el mundo.

El ocio que se compra y se vende es el ocio socialmente correcto. Los demás, aquellos ocios que necesitan de la clandestinidad para llevarse a cabo, pero también aquellos que se practican a cielo abierto, suelen ser sospechados y objeto de impugnación.

Se trata de una interpretación preñada de prejuicios morales. El tiempo inútil o improductivo de los sectores plebeyos suele ser objeto de moralizaciones recurrentes, de allí que se lo referencia como problema y objeto de intervención. Hay una valorización negativa del tiempo libre en los sectores populares. Se vigila la moral del pobre. Interesan su espíritu emprendedor y capacidad resiliente, su disposición para el trabajo y la resignación política. De allí que sea muy común escuchar también cosas como, por ejemplo, “si estuvieran trabajando o estudiando, tendrían la cabeza en otra cosa”, “son todos unos vagos, están en cualquiera”.

Impugnar el ocio por su dudosa moralidad, porque supuestamente fomenta la vagancia y la cultura de la ayuda, puede servirnos para tranquilizar nuestra conciencia ciudadana, pero también se corre el riesgo de terminar condenando simbólicamente a los jóvenes plebeyos, agregándole más problemas a los que ya tienen. El ocio, dicen, va minando el espíritu del esfuerzo y cualquier vocación, cultivando una atracción por la irresponsabilidad, empujando a los jóvenes hacia acciones intrépidas hasta que terminan flirteando con el delito.

 

Haciendo nada

El ocio para muchos jóvenes de los barrios plebeyos suele ser el ocio forzado. Acá la moratoria laboral no es voluntaria sino impuesta. No trabajan porque les cuesta conseguir un trabajo, pero también porque el trabajo suele venir con humillaciones extras que no están dispuestos a seguir enfrentando. El mundo del trabajo según los jóvenes está compuesto de trabajos chatarra, muy poco atractivos. No siempre están dispuestos a invertir su tiempo en actividades mal pagas y llenas de destrato y maltrato. Prefieren juntarse en la esquina y pasar el rato “haciendo nada”, fumando un porro, conversando.

Paul Corrigan, un ex investigador de la Escuela de Birmingham, decía: “Donde no hay nada para hacer, algo sucede”. En efecto, cuando se mira la esquina con el punto de vista de los jóvenes que integran “la junta” que se reúne casi todos los días a la misma hora en el mismo lugar, nos daremos cuenta que está llena de actividades. La esquina es el lugar en el mundo, un espacio de encuentro donde los jóvenes intercambian opiniones e información sobre las salidas, los partidos de fútbol, las changas, el derrotero con la policía o los vecinos ortivas, los malentendidos con otros grupos de jóvenes con los cuales pueden mantener picas o broncas, el lugar donde se despliega la conversación y las bromas a través de las cuales se va sondeando a los pares, testeando su lealtad, su ingenuidad. También suele ser el espacio elegido para el intercambio de drogas y alcohol, dos actividades –como nos enseñó Jeremías Zapata– organizadas con las lógicas del don y el ventajeo.

Salir a robar puede convertirse en una oportunidad maravillosa para que algo suceda, zafar del tedio que impone el barrio. Pero la deriva de estos jóvenes no está hecha de delitos callejeros y predatorios, sino de paseos en moto, apuestas, partidos de futbol, recitales. El delito es una de las tantas actividades que puede motorizar a la grupalidad. Pero eso no debería llevarnos a concluir que todos sus integrantes estén comprometidos en el delito o lo estén permanentemente.

 

Salir a robar

No alcanza con tener espacio cuando se vive encerrado en el barrio, no hay que sobredimensionar el lugar que tiene la esquina en la vida de estos jóvenes. El barrio asfixia, y el ocio forzado es la mejor prueba. Hay que abrir el tiempo. Salir a robar es salir a respirar un poco.

Salir a robar, nos decían Silvia Duschatzky y Cristina Corea en el libro Chicos en banda, es hacer algo, “brinda la ilusión de romper con la inercia cotidiana, de adueñarse de algún modo del devenir de la existencia, de decidir”. El choreo, pero también el uso de drogas, son experiencias encantadas llenas de riesgo, sobre todo cuando se las practica fuera del barrio, en territorios que no se controla.

Para Jeff Ferrell el crimen es una reacción contra el aburrimiento o, mejor dicho, contra las formas del ocio programado que propone la cultura del espectáculo. Para eludir la redundancia del tiempo, para poner de cabeza al aburrimiento organizado, una lata de aerosol, la interrupción del tránsito vehicular, la ruptura de un escaparate o una cámara de vigilancia, el ventajeo y el amedrentamiento a los vecinos, se vuelven experiencias muy atractivas, divertidas, llenas de encanto. “Y en muchas de estas grandes y pequeñas revoluciones, hay claramente algo más que está siendo buscado, además de la exaltación. La exaltación parece ser en realidad un medio para un fin, un subproducto de lo que en última instancia emerge como el antídoto contra el aburrimiento moderno: el compromiso humano”. Hay una estrategia común en la cultura del bardo: la producción de momentos que trascienden las estructuras sentimentales del aburrimiento. Activan dinámicas de compromiso y exaltación, donde el ocio forzado compite con el aburrimiento (el ocio comprado). El delito –y el bardo asociado al delito–crea momentos inestables que subvierten la monotonía de la vida cotidiana. Son situaciones efímeras puesto que no perduran en el tiempo, pero alcanzan para llamar la atención, tienen la capacidad para despistar y desquiciar al resto de los ciudadanos. Allí donde los ojos del policía o los vecinos alertas ven actos de “vandalismo”, “conductas incivilizadas”, “delincuencia juvenil”, debería verse una motorización de la grupalidad (salir de la esquina), una movilización del tiempo (que tiende a detenerse).

Salir a robar, entonces, es irrumpir en la ciudad prohibida. No llegarán con las manos vacías sino munidos de tácticas que fueron aprendiendo en cada una de sus incursiones urgentes. Las tácticas no están definidas por las reglas del lugar. La táctica es la acción más o menos calculada que determina la ausencia de un lugar. Calculada no quiere decir planificada de antemano y, mucho menos, organizada. La táctica, nos dice Michel De Certeau, “es un arte del débil”. Exige la astucia y la improvisación, dos alicientes extras que transforman al robo en una aventura. No tienen más lugar que el del otro, el que puedan arrebatar al otro. Por eso, salir a robar es invadir el espacio del otro. Son jóvenes que no tienen lugar o están fuera de su lugar, pero les sobra tiempo. Tienen que poner al tiempo de su lado si no quieren regalarse. “Este no lugar –continua De Certeau– les permite, sin duda, la movilidad, pero con una docilidad respecto de los azares del tiempo, para tomar al vuelo las posibilidades que ofrece el instante”. Cuando los pibes salen a robar se mueven como cazadores furtivos, aprovechando las oportunidades que se les presentan a medida que se despliegan por una ciudad que se ofrece como una selva sembrada de trampas y peligros, lleno de lugares oscuros y encrucijadas. “Necesitan utilizar, vigilantes, las fallas que las coyunturas particulares abren en la vigilancia del poder propietario”. La caza furtiva crea sorpresas, les permite estar allí donde menos se los espera.

Pero salir a robar es salir disparando después de cada robo. No hay robo sin fuga. Se roba subrepticiamente, pero se huye furtivamente, metiendo ruido, tirando cortes, lidiando con la adrenalina, dejando atrás los gritos y cruzando los dedos para no escuchar las sirenas. No saben qué les produce más placer, si salir a robar o que los agarren. Hay que golpear y rajar, robar y salir picando, sorteando los controles policiales y sin prestar atención a las cámaras que van a ir balizando su vía de escape. Saben también por experiencia propia que una vez que alcanzaron las fronteras del barrio estarán a resguardo, no habrá por lo menos imágenes que delaten sus movimientos.

En definitiva, salir a robar es llenar el tiempo muerto, pero también la mejor oportunidad para averiguar lo que puede un cuerpo, hasta dónde puede llegar. Cuando se tienen entre trece y veintipico de años el delito abre un campo de experiencias que no siempre se puede dejar pasar, puesto que se presenta como una oportunidad virtuosa y promete emociones atractivas.

 

Pocas pulgas

No es casual que una de las respuestas de muchos funcionarios, en estos años, haya sido llenar el tiempo libre de los jóvenes con todo tipo de actividades recreativas o culturales, socialmente correctas, que completen la grilla del contra-turno escolar con otras actividades que los distraigan del aburrimiento y sus tentaciones. Hay que evitar que los chicos pasen más tiempo en la calle, sacarlos de la esquina, para evitar que frecuenten las malas yuntas. Hay que llenarlos de actividades, no importa si tienen poco que ver con los deseos o aspiraciones en los jóvenes. Los chicos necesitan un “empujón” para estimular su capacidad de trabajo.

Esa fue una de las caras amables pero sin luces de un Estado tomado por las inercias institucionales y la retórica de las niñeces. Una cara muy poco atractiva para los jóvenes, destinada a fracasar. Una cara tal vez hecha con mucha empatía y solidaridad heroica pero que nunca terminaba de entusiasmar o entusiasmaba muy poco a los jóvenes que siguieron aburriéndose en las esquinas o en las actividades que se les proponen.

Después está la cara dura, impostada y marcial que la ministra de seguridad, Patricia Bullrich, viene militando desde hace rato con la baja de la edad de punibilidad. “El que las hace las paga” es la consigna ordenadora. No hay que ser indulgentes ni comprensivos, conviene ser severos y muy oportunos. Hay que tomarse las cosas en serio. Como reza otro refrán argentinísimo: hay que agarrarlos desde chiquitos.

Entre la infantilización y la crueldad faltan ideas creativas. Los límites de nuestra imaginación son los problemas que vamos a lamentar el día de mañana.

 

 

 

* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.

 

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