Resiliencia indígena
A más de 75 años del primer Malón de la Paz, las comunidades originarias siguen luchando
Bronca, rabia, no puedo contener la furia que me despierta en medio de la noche. Siento que me brota espuma blanca de la boca mientras me sobrecoge un llanto silencioso y sigo en la cama sin poder dormir. Haber visto en qué condiciones de desamparo está el tercer Malón de la Paz en Buenos Aires me resulta escalofriante; un estado peor que en los anteriores malones, cuando todavía no existían tantos derechos promulgados por ley, y tan cacareados por los funcionarios nac&pop de turno. Ya lo habíamos visto hacia muy poco con las mujeres mapuche traídas presas a la gran metrópolis: madres con hijos amamantando, arrancadas por los esbirros provinciales y nacionales de toda su gente, sus tierras, montañas y ríos. Pero eso el huinca dominador ni lo tiene en cuenta, ya que no sabe (ni le interesa saber) todo lo que significa el ambiente para los pueblos originarios.
En mi condición de argentino judío (no religioso sino sencillamente reconociéndome como perteneciente a ese pueblo con historia de siglos de persecuciones y matanzas) he ido volviéndome crecientemente sensible a situaciones análogas con los demás pueblos perseguidos y vejados. Cuando adolescente comencé a interiorizarme de la existencia en la metrópolis de personas vestidas muy distinto a los típicos urbanos porteños, con acentos raros, y supe por mis padres que era gente de provincias.
Se dice mucho (no sólo en el extranjero) que la Argentina es diferente al resto de Sudamérica ya que aquí no hay negros (ni indios) mientras muy poco se reconoce que la gran población negra de otrora fue exterminada. A su vez, en la gran ciudad casi no se observa población indígena y sus descendientes se encuentran tan acriollados que pasan bastante desapercibidos. Muy poco se reconoce que grandes grupos de aborígenes y hasta etnias enteras se hicieron desaparecer o fueron obligadas a asimilarse, como los chanaes, de quienes queda un solo chaná-hablante. Un buen indicador del extermino aborigen en la Argentina es que de 36 lenguas indígenas existentes otrora se estima que actualmente sólo 15 siguen vigentes, mientras 12 quedaron sin hablantes y las restantes se ubican en algún estadio intermedio.
A diferencia de otras naciones del continente, tanto en Brasil como en la Argentina el componente poblacional aborigen es visto como minoritario y “lejano” de los centros de decisión. En ambas, por otra parte, esta visión minimizadora del componente aborigen choca con los escasos datos cuantitativos y cualitativos, que suelen sorprender a la inmensa mayoría de los ciudadanos –especialmente en la Argentina– con presencias indígenas insospechadas. Me refiero tanto a la sorpresa que suelen manifestar los argentinos frente a la mera existencia de indios en el territorio y que no provengan de países limítrofes, como a la que le sigue a la constatación del alto grado de mestizaje biológico a despecho de las promesas de blanqueamiento por vía de la no tan mayoritaria inmigración europea y, en un plano ya no cuantitativo, a la problemática aparición en la escena política de identidades que se creían extintas.
Después de la Conquista del Desierto de fines del siglo XIX, que afirmó la política negadora del reconocimiento de la diversidad a futuro, al inicio del siglo XX se observa la resiliencia de los pueblos indígenas, algunos de ellos establecidos en comunidades legalizadas luego de la conquista militar de los territorios. Se empieza a ensayar entonces la idea de que éstas son parte de la realidad argentina. Esta doble constatación es leída en forma positiva o negativa contra el fondo de la euforia por la modernidad y el éxito argentino. Pareciera que la contrariedad entre la abundancia de población mestiza con la predominancia de clases bajas se contrapone a la culminación del “crisol de razas” en una amplia “clase decente”, epítome de la nacionalidad.
El yrigoyenismo logra instalar un concepto –el de reparación histórica, ligado al de deuda– que perdurará en el tiempo, hasta hoy, como una nueva orientación del Estado en relación con ese sujeto.
Durante el primer gobierno peronista se consideró a los indígenas en tanto clase trabajadora. El núcleo de la política pública hacia ellos estuvo puesto en los derechos laborales de los aborígenes en tanto pueblo trabajador y en la restitución de sus tierras bajo el lema de la lucha contra el latifundio, sin dar lugar a reivindicaciones étnicas.
El denominado Malón de la Paz sirve como ilustración de la inclusión de la política de justicia para los pueblos originarios en la agenda de la justicia social, y a la vez, de la frustración de toda perspectiva de participación más radicalizada en tanto indígenas. La llegada y recepción de la famosa manifestación kolla de 1946 pasó de ser recibida por el Presidente (en tanto víctimas de la oligarquía) al desborde de las demandas indígenas –que no se limitaban a la denuncia de las tierras usurpadas por los terratenientes– para terminar en represión, expulsión y silencio.
La nueva política de protección estatal –que introduce la idea de que la explotación del indio es ante todo privada– como recurso éticamente innegable, iniciado por el justicialismo, perdura hasta el día de hoy, siendo mucho más frecuente hallar al Estado en roles de protector o inclusive de denunciante de los abusos cometidos contra los indígenas, que haciéndose cargo de su responsabilidad en el mismo.
Como reacción al primer Malón, en 1949 el gobierno nacional expropió tierras en la Puna y en la Quebrada de Humahuaca para devolverlas a sus pobladores originarios, pero esto jamás se realizó. De allí que el 7 de agosto de 2006, más de medio siglo después, una marcha de similares reclamos (el segundo Malón de la Paz) se organizó en Jujuy, para demandar al gobierno provincial (peronista) de entonces a cumplir con una orden judicial de retornar a las comunidades indígenas cerca de 15.000 kilómetros cuadrados de tierras. Ello nunca se llegó a concretar, quedó sólo en promesas.
A lo largo de su historia, el peronismo ha tenido una posición ambivalente en torno a la cuestión indígena. Básicamente, ha oscilado entre la asimilación y la integración, respetando en cierta medida su modo de vida, pero presionando para que se incorporen a la vida moderna. Sin embargo, la masacre aborigen de Rincón Bomba, Formosa, en 1947, es la mancha negra del movimiento.
Para el peronismo, el aborigen ha sido considerado como un resto del pasado a transformar en trabajador rural –peón o agricultor– o urbano: siendo que en las ciudades con industrias se volvió parte de la clase obrera, columna vertebral del movimiento nacional justicialista.
Los descendientes de los derrotados por el roquismo, sometidos al Estado Nación, obtenían carta de ciudadanía histórica al conformarse como pueblo soberano bajo la condición de integrarse a la modernidad impulsada desde el Estado. Proceso que se relaciona directamente con políticas concretas orientadas a ese fin e indirectamente a una tendencia a la modernización que imperaba en buena parte del mundo.
El Malón de la Paz, muy probablemente impulsado por el propio Perón –que reivindicaba sus orígenes familiares aborígenes– como parte de las transformaciones sociales que venía llevando a cabo desde el inicio de su gestión en 1943, resultó la puesta en escena de una temática que apenas si había sido contemplada en lo que hacía a la inclusión como ciudadanos e integración cultural de los pueblos originarios. Pero muy pronto el Malón fue frustrado por el gobierno para desactivar un movimiento que comenzó a preocupar e irritar a grupos sociales urbanos poderosos, quedando como remanente del mismo el otorgamiento a posteriori de derechos territoriales y a la mejora acotada de las condiciones de vida de las comunidades.
Más de 75 años transcurrieron desde el primer Malón y la situación de las comunidades aborígenes argentinas no ha mejorado.
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