Republicanismo, meritocracia y odio

Junto con la complejidad de la herencia económica, Cambiemos deja la legitimación de los discursos de odio

La legitimidad que obtuvo Alberto Fernández producto de un contundente triunfo electoral, tendrá que medirse ahora con los efectos del enorme fracaso del gobierno de Cambiemos.

Mucho se ha escrito sobre la herencia que deja el gobierno del ex-presidente Macri: desequilibrios financieros, hambre, recesión económica, pobreza y desocupación son sólo algunos de los graves problemas que tendrá que resolver la nueva administración. Sus primeros pasos, orientados a lidiar con las dificultades de un sistema económico devastado, serán cruciales para la consolidación creativa de la esperanza que su frente político ha despertado en la ciudadanía.

Sin embargo, junto con la complejidad de la herencia económica, Cambiemos deja también una herencia política difícil, que tiene como elemento más alarmante la legitimación de los discursos de odio en el espacio público. Estos enunciados, en tanto discursos sociales discriminatorios, tienen una lógica sencilla pero implacable: la culpa de lo que nos sucede como sociedad es de un otro que, por lo tanto, debe ser castigado.

Los discursos de odio organizan explicaciones sencillas sobre los problemas y dificultades que atraviesan a una sociedad, responsabilizando por estas situaciones a alguna de sus partes: los pobres, los grupos LGTTBI, los extranjeros, las mujeres; y en el particular caso argentino, los cabecitas negras, los planeros, los “kukas”.

Edificados sobre los temores que anidan en toda sociedad, estos discursos se expanden en la conversación pública a través de la difamación, la agresión y los ataques a la dignidad de los otros, cuestionando su legitimidad como ciudadanos y como sujetos de derecho.

De esa manera, los discursos del odio comienzan a colonizar el sentido común, justificando y volviendo legítimas una multiplicidad de formas de violencia que lesionan los fundamentos de la convivencia democrática. Los discursos de odio, ligados a prejuicios discriminatorios de vieja data, pueden promover la violencia física (linchamientos, hostigamientos, ataques a residencias de un determinado grupo social, castigos extra-judiciales, etc.), incrementar los niveles de intolerancia política y generalizar agresiones simbólica contra grupos sociales vulnerables, frente a la mera pretensión del ejercicios de derechos. Los derechos afectados pueden ser muy variados: desde el derecho de las mujeres a interrumpir voluntariamente un embarazo no deseado, el derecho de los migrantes a un trato humanitario, hasta el derecho de las clases sociales desfavorecidas que luchan por la distribución de la riqueza y el acceso a la totalidad de las garantías que consagra la Constitución Nacional.

Una característica particular de los discursos de odio es que sus enunciados resultan inmunes a los datos y al juego dialógico de las corroboraciones científicas. El odio, como sentimiento, pero fundamentalmente como creencia, también se opone a la praxis del discurso público igualitario de la ciudadanía. No hay información o instancia común que sea capaz de problemarizarlos. Por eso, ya en su modo de ser asertivos, son anti-democráticos. Como todo sistema de creencias cerrado, estos discursos encuentran sus fundamentos en la tradición, en los mitos y temores que anidan en toda sociedad. Su base es el miedo al otro.

¿Pero qué clase de discurso de odio es el que ha habilitado la herencia política que deja el macrismo? Bajo el ropaje del antikirchnerismo (que mutó de la mano del fracaso en su gestión hacia el antiperonismo) se expresa un profundo sentimiento antipopular: anti-pueblo-pobre que exige visibilidad, anti-mujeres que demandan derechos, anti-personas LGTTBI que promueven el respeto a la diversidad, así como también anti-organizaciones políticas que pretenden representar a esos grupos sociales. Los discursos de odio, a través de la difamación, constituyen un ataque directo contra la dignidad ciudadana de las personas.

La exclusión del otro, del pobre, del distinto, propiciado por actores e instituciones que atraviesan distintas clases sociales, articula políticamente a sectores que se unifican detrás de políticas de segregación. Por eso no es extraño ver a personas de distintas clases sociales manifestarse junto con las élites que promueven la subalternización de los sectores del pueblo-pobre.

Paralelamente creemos que estos discursos de odio funcionan como el complemento oscuro pero necesario de la ideología meritocrática. Como señala Nancy Fraser, la meritocracia es una política que se opone a la igualdad entre los individuos al estipular que para acceder al ejercicio de ciertos derechos es necesario esforzarse, trabajar para lograrlo, merecerlos.

El problema del discurso meritocrático consiste en que oculta el hecho de que en el capitalismo el trabajo se da fundamentalmente en condiciones de explotación y, en el caso del actual neoliberalismo de plataformas, de auto-explotación. De esta forma, la meritocracia como ideología termina santificando la desigualdad y se opone a la vigencia de niveles básicos de igualdad jurídica y política.

La articulación entre el discurso meritocrático, los discurso de odio y el republicanismo pour la gallerie, constituyen las bases discursivas del proyecto político con el que las élites argentinas disputarán la construcción de sentido en el país que viene. Republicanismo, meritocracia y discursos de odio formarán la triada formalista, amable y beligerante de un proyecto político que no dudará en antagonizar con cualquier política que pretenda re-escribir un contrato social basado en la libertad, la solidaridad y la ampliación de derechos ciudadanos.

 

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