Reparación y memoria

Un documental registra el encuentro de descendientes de un nazi con una sobreviviente de Auschwitz

 

“Antes, los judíos podían esperar que, tarde o temprano, se procediera a su liberación, y esa esperanza hacía que su detención fuera más tolerable. Ahora, en Auschwitz, ya no tenían nada que esperar. Todos se consideraban condenados a muerte, pues sabían que se les perdonaría la vida sólo si eran capaces de trabajar. La mayoría de ellos ya no se hacían ilusiones: fatalistas, sufrían con paciencia e indiferencia todas las miserias, los sufrimientos y las torturas. En vista de su inevitable fin, se volvían indiferentes a todo y su derrumbe moral aceleraba su decadencia física. Habían perdido las ganas de vivir y, por lo tanto, sucumbían ante el menor accidente”.

Kai Höss lee las palabras escritas por su abuelo Rudolf Höss, que entre 1941 y 1943 fue comandante del campo de Auschwitz-Birkenau. Primo Levi lo calificó como “uno de los mayores criminales de la historia” en el prólogo que escribió en 1985 al libro de memorias que Höss redactó en la cárcel mientras esperaba su juicio en Polonia y que fue publicado como Yo, comandante de Auschwitz: hoy se sigue leyendo como uno de los testimonios más impactantes de la arquitectura del horror. En 1947, luego de declarar como testigo en los juicios de Núremberg, Rudolf fue sentenciado a muerte y colgado en el campo de Auschwitz.

 

Rudolf Höss durante el juicio en Nüremberg y colgado tras la sentencia.

 

Asombrado, Kai no puede creer dos cosas: primero, que su abuelo lo haya narrado todo con una observación clínica y fría, como distanciado de los hechos que él mismo había ordenado que ocurrieran. Y segundo que su padre, Hans Jürgen Höss, nunca hubiera leído una página de aquel libro que incluso estuvo en la biblioteca familiar. La escena forma parte del notable documental La sombra del comandante, dirigido por la argentina radicada en Londres Daniela Völker, producción de HBO, disponible en la plataforma Max y hoy en la cartelera de los cines argentinos. La otra historia que se cruza con los descendientes de Höss en el documental es la de una sobreviviente de Auschwitz, Anita Lasker-Wallfisch, una anciana de casi 100 años, fumadora compulsiva y de memoria impactante que logró zafar de la muerte por su talento musical: en el campo necesitaban una chelista para la orquesta de mujeres. Anita cuenta lo que ya se sabe: que en Auschwitz no todo era destrucción y muerte, que también había vida y que la música los alemanes la usaban para dar un clima de trabajo y orden, de cierta distensión, preferentemente con un repertorio de marchas clásicas.

 

 

En una entrevista reciente la directora Daniela Völker cuenta el grado cero de su creación, cuando conoció a Maya Lasker-Wallfisch, la hija de Anita. “Ella estaba interesada en contar su historia como hija de una sobreviviente del Holocausto y abarcar el tema del trauma transgeneracional. Me pareció interesante pero pensé que, para un documental de largometraje, habría que ampliar el tema, y empecé a investigar. Al poco tiempo me topé con la autobiografía de Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, donde Anita había estado en 1943/44. Me pareció un documento verdaderamente extraordinario porque Höss fue testigo principal y perpetrador al mismo tiempo, y escribió su relato antes de ser ejecutado. Después encontré a sus descendientes, y me di cuenta de que sus historias no eran tan disímiles a las de Maya y Anita. Compartían el silencio a través de muchas décadas y el impacto que esto tuvo sobre la siguiente generación”.

En el documental se muestra cómo Maya, que es psicóloga, decide mudarse a Alemania, el país en el cual debería haber nacido. Las charlas con su madre revelan el costado íntimo del trauma, con las pesadas vigas del infierno a cuestas que Maya busca de algún modo exorcizar. Algo similar a lo que ocurre en la relación entre el nieto del criminal de guerra, un hombre de mediana edad afincado en los Estados Unidos y líder de una iglesia cristiana, y su padre, con el cual surgen encuentros cargados de melancolía, expiación e intentos de comprensión, como cuando caminan por un paisaje desértico que rápidamente se revela como territorio israelí, otro punto de capital actualidad y controversia en la genealogía judía.

A los hijos de los jerarcas nazis se los rodeó de lujos: vivían en fortalezas, casi siempre alejados de la ciudad en una especie de crianza-burbuja, con guardias fuertemente armados, niñeras por doquier y sin amigos más que los de su clase. La de Hans Jürgen Höss y sus hermanos no fue la excepción, aunque sí en un aspecto: vivieron a pocos metros de Auschwitz, como lo muestra magistralmente en fuera de campo la película La zona de interés, el largometraje de Jonathan Glazer basado en la novela de Martin Amis, ganador de dos premios Oscar. La sombra del comandante dialoga en perfecto complemento con esta ficción, y amplía el foco de la reflexión acerca del horror como aspecto cotidiano y familiar y la proyección real e íntima en las raíces de la herida, pasando de generación en generación.

 

La residencia de los Höss, a 200 metros de la cámara de gas y el crematorio.

 

“No tengo dudas de que mi abuelo fue el mayor asesino de masas de la historia”, dice Kai Höss en un momento bisagra del documental, cuando con su padre –que nunca había vuelto a Auschwitz desde que su familia escapó tras la caída de Hitler– y con Maya Lasker-Wallfisch –en un encuentro único, plagado de silencios, dolor y respeto– pisan las ruinas del centro de concentración en vivo y en directo. El documental arroja flashbacks, voz en off con fragmentos del libro de Rudolf Höss y material de archivo, en las dosis justas, donde se narra, por ejemplo, la construcción del campo con los prisioneros rusos, que se desplomaban por inanición y hasta hubo casos de canibalismo. El olor a podrido de los cuerpos incinerados, tiempo después con las cámaras de gas, llegaba a los pueblos cercanos.

“Con esos prisioneros que apenas se podían tener en pie, yo debía afrontar la construcción del campo de Birkenau. Según las órdenes de Himmler, deberían haber enviado a Auschwitz prisioneros seleccionados, capaces de trabajar. Por lo que decían los jefes del convoy, eran de lo mejor que había; y, en efecto, no les faltaba voluntad de trabajar, pero estaban tan agotados que no podían hacer nada”, escribió Höss en otro fragmento de su autobiografía, consciente de cumplir a la perfección aquella “gran misión que se realiza una sola vez en dos mil años”, como dijo en uno de sus discursos Heinrich Himmler, jefe de las SS y encargado de eso que se dio en llamar la “solución final del problema judío”. Una lógica industrial que concebía a la muerte como un proceso productivo y mecánico, tal como lo explicó Giorgio Agamben en su célebre ensayo Lo que queda de Auschwitz, otra prueba de comprensión del sentido y las razones del comportamiento de los verdugos y las víctimas, que en el documental queda expresado con Höss como un “experto” capaz de explicar con lujo de detalles cómo se planifica, construye y administra un centro de exterminio y aniquilación.

 

Hans Jürgen Höss en el crematorio del campo que comandaba su padre.

 

A casi 80 años de la Shoá, las historias de los nazis aún siguen inconclusas. Esas contracciones y rupturas en el seno de familias de genocidas, esas luces y sombras de los represores, capaces de ser buenos vecinos y parientes a la vez que fríos asesinos en masa, no son relatos que antes no hubieran sido escuchados. Pero la novedad está dada, en los últimos años, por un nuevo protagonista de esta memoria traumática: las voces de los descendientes. La historia de los hijos de genocidas, en efecto, parecía un capítulo que estaba oculto en las narrativas de la memoria y no es una experiencia sólo de los descendientes nazis. En la Argentina, y después de la irrupción en 2017 de la historia de Mariana Dopazo, la ex hija del represor Miguel Osvaldo Etchecolatz que se cambió el apellido, otros hijos de ex militares y policías que participaron en la última dictadura militar salieron a la luz como nunca antes, crearon colectivos y radicalizaron sus posiciones individuales y colectivas. Sus historias, complejas y tan únicas como delicadas, vuelven a poner el acento en el sentido de la memoria y la herencia recibida como ocurre con los hijos de nazis y de otros genocidas.

A nivel social, el peso de estas historias suele tener un efecto magnánimo. En el documental hay otra escena magistral, cuando Hans Höss visita a su hermana Püppi, que vive en Estados Unidos. Hace 55 años que no se ven: ambos están viejos y a ella la consume el cáncer. Lo revelador es que si Hans pendula entre la negación y la condena a su padre, pese a guardarle cariño, el punto de vista de su hermana permanece en una defensa acorazada. “Fue un buen padre y tuvo el valor de escribir un libro contando las atrocidades”, dice a cámara, justificando su lugar en la cadena de mandos, y pregunta por qué, si la maquinaria asesina nazi había sido implacable, hubo miles de sobrevivientes que luego cobraron pensiones. El mismo argumento que en la Argentina se viralizó con “el curro de los derechos humanos”.

Y hacia el final la documentalista, sin golpes bajos ni un ápice de sensacionalismo, se reserva otro encuentro cumbre. Anita Lasker-Wallfisch, con su lucidez y sentido el humor a cuestas, le pregunta directamente a Hans y su hijo, a quien recibe en su casa por primera vez para charlar mientras toman café con torta, si odian al viejo comandante Rudolf. El nieto no lo duda, y el hijo queda en un lugar ambivalente, pero dispuesto a enfrentar como nunca antes la carga de la cruz. Sobreviviente, hijo, hija y nieto, con sus redenciones, incomodidades, traumas, silencios y tardías revelaciones, luchas internas y culpas, hacen de La sombra del comandante un retrato de la reparación y de la memoria como un hecho vivo, que la propia Anita, consciente de un presente cargado de negacionismo, intolerancia y discurso de odio, dice que podría perfectamente volver a ocurrir si las nuevas generaciones no son conscientes de lo que pasó. “Hay que pasar a la siguiente etapa, no lo que hemos hecho, sino lo que haremos ahora. Que el hijo del comandante de Auschwitz entrara a mi casa, se sentara en una silla frente a mí y tomáramos una taza de café juntos, de algún modo, fue algo hermoso”, fueron las palabras ilusionadas de la sobreviviente.

 

 

 

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