Reclutamiento policial y pibes chorros

La violencia policial es la mano invisible de los mercados criminales e informales

 

Quiero agradecer a los colegas y amigos Fabio Villarruel y Tomás Bover por sus comentarios y sugerencias.

 

Uno de los temas pendientes de las ciencias sociales, que merece varias investigaciones todavía, es el reclutamiento policial. Desde hace una década muchas organizaciones de derechos humanos vienen denunciando estas prácticas policiales, pero todavía sabemos muy poco sobre ellas. En este artículo me gustaría sugerir algunas líneas de investigación que el lector debería tomar como hipótesis provisorias. Se trata de puntos de partida teóricos que nos permitan calibrar algunas preguntas que nos orienten en futuros trabajos de campo, pero también inviten a seguir reflexionando en voz alta sobre estas conflictividades sociales de largo aliento, con vistas a ensayar un debate que sea capaz de sortear los lugares comunes hechos de indignación y correccionismo político.

Al mismo tiempo me gustaría proponer la siguiente tesis: el hostigamiento policial es un factor importante a tener en cuenta a la hora de entender el delito predatorio en la gran ciudad. No estoy postulando otra relación de determinación. Se trata de otro factor más que el lector deberá leer al lado de los demás factores que ya hemos presentado en ediciones anteriores de El Cohete a la Luna. Concretamente, lo que me interesa explorar acá es la relación que existe entre el delito predatorio y el hostigamiento policial. Y la tesis la formularé en estos términos: detrás del delito predatorio está actuando el hostigamiento policial. Las policías, con sus prácticas violentas, físicas o morales, crean condiciones de posibilidad para el desarrollo del delito callejero y la expansión de las economías criminales. Lo digo por varias razones que comenzaré a exponer en este artículo.

 

Hostigamiento policial y trayectorias criminales

Los jóvenes que viven en barrios pobres saben que el pasaje de la niñez a la adolescencia constituye un problema. Dejarán de ser vistos como actores vulnerables para pasar a ser experimentados como sujetos peligrosos, fuente de riesgo, inseguridad. Se dan cuenta porque los vecinos ya no les convidan comida, porque agarran la cartera con más fuerza cuando se cruzan con ellos en la calle, porque esquivan sus miradas, pero también porque las instituciones del Estado que intervienen son otras. La asistencia social y la escuela, dejan paso a las agencias policiales y judiciales. La mendicidad, por ejemplo, pero también el trato comprensivo de la policía comunitaria y la filantropía vecinal, tienen fecha de vencimiento y con ella pierden el derecho a la inocencia. Los jóvenes saben que cuando los cuerpos se jubilan de niños hay que ensayar otras prácticas para conseguir esos recursos y pasar inadvertidos.

Entre la violencia estructural y la violencia delictiva está la violencia policial en sus múltiples formas (física y moral), pero también la violencia que los vecinos alertas despliegan a través de las prácticas estigmatizadoras. Son las mediaciones necesarias que contribuyen a perfilar trayectorias delictivas. Como señalan los investigadores uruguayos Marcelo Rossal y Ricardo Fraiman, autores del libro De calles, trancas y botones. Una etnografía sobre violencia, solidaridad y pobreza urbana, en los márgenes del Estado o en el centro de sus dispositivos represivos, en los lugares de transición, en las posibilidades que ellos ofrecen, en las oportunidades que les siguen negando, se juega la suerte de estos jóvenes, porque “sirven para consolidar la violencia estructural que será verificada como violencia física, interpersonal, delictiva (sea doméstica o para obtener recursos mediante rapiñas), la que a su vez, vendrá a obliterar la violencia estructural mediante su hiperexposición”. La violencia policial, lo que los autores llaman “situaciones de elusión institucional”, es un factor menor sino decisivo para comprender las conflictividades delictivas que tanto preocupan a los vecinos. Eso y las etiquetas que aquellos mismos vecinos van construyendo y reproduciendo para nombrar a los jóvenes como peligrosos.

No hay delitos sin policías. Como profecía autocumplida, el pasaje al delito hay que buscarlo también en la propia intervención policial. El tratamiento que las policías hacen del adolescente perfila una identidad devaluada que ejerce presión sobre sus futuras filiaciones, creando condiciones para que entrene capacidades que después los mercados ilegales necesitarán para valorizarse. Trayectorias que resumen el derrotero de estos jóvenes que a veces se irá compilando en los prontuarios o los libros de malvivientes, y otras veces en la memoria de los vecinos y policías. Pero no vayamos tan de prisa.

 

Campo de entrenamiento

Las economías ilegales se han expandido en las últimas décadas. Vaya por caso el robo de automotores para surtir de repuestos el mercado informal (los desarmaderos); la venta de drogas ilegalizadas para sostener una demanda en alza y cada vez más diversificada; la venta de armas flojita de papeles que contribuye a escalar hacia los extremos los conflictos interpersonales y las disputas territoriales; la piratería del asfalto, etc. Se trata de delitos pero también de emprendimientos productivos que cobran importancia en los territorios sociales deprimidos económicamente. Se sabe: no sólo el estado inyecta energía monetaria a través de la expansión del gasto público, también lo hacen, por abajo, los mercados criminales, regulación policial mediante. Estos mercados, junto a los informales, no sólo crean trabajo sino que al hacerlo incrementan la capacidad de consumo de los habitantes de esos territorios, contribuyendo a generar y sostener mercados internos locales toda vez que le ponen plata en el bolsillo a un montón de gente. Quiero decir, aquellos mercados, como cualquier mercado legal (supuestamente legal) o informal (que pendula entre la legalidad y la ilegalidad) necesitan de fuerza de trabajo especializada. Ese bardo flotante o fuerza de trabajo lumpen lo aporta en gran medida la propia policía. La policía suele ser la encargada de reclutar la mano de obra barata, pero cualificada, para desarrollar los empredimientos productivos ilegales.

Me explico: no es fácil ponerle un revólver en la cabeza a alguien. No es fácil salir de caño a levantar autos, intimidar a la víctima y pilotear el miedo que la situación genera. Mucho menos vender drogas ilegalizadas en la esquina: hay que conocer los códigos de la calle, saber plantar el cuerpo en la calle, aprender a manipular los berretines adecuados, tener el suficiente cartel para evitar ser ventajeados por otros grupos de pares o por la propia policía. No es fácil abrir un auto, dejarlo dormido para después pasárselo a otros actores que serán los encargados de cortarlo en pedacitos. Mucho menos, interceptar transportes de mercaderías en el medio de la ruta y desvalijarlos en veinte minutos.

Para todo eso se necesitan cualidades especiales. No existe una universidad del delito y esos saberes tampoco se compran en el kiosco de la esquina o descargando tutoriales de YouTube. Es cierto que la cárcel es un espacio de intercambio de saberes, pero difícilmente se trate de un espacio apto para entrenar las destrezas. Puede servir para acumular capital social (sumar contactos o adscribirse a otras redes sociales) o simbólico (sacar cartel), pero difícilmente constituya un ámbito adecuado para poner a prueba lo que sus pares le comparten. Además, a esa altura, todos los presos saben que son objeto de las pistas falsas que sus compañeros de encierro les van tirando para poner a prueba su lealtad, para testear su ingenuidad, pistas hechas con un anecdotario más o menos apócrifo que invita a una serie de malentendidos que deberán descifrar a tiempo si no quieren vérselas otra vez con la policía.

El mejor campo de entrenamiento siempre ha sido y sigue siendo la calle, es decir, el delito callejero. La policía lo sabe y no puede hacer mucho para prevenirlo porque el comisario no tiene la bola de cristal para saber dónde se va a cometer la próxima fechoría. Pero sabe perfectamente quiénes son los jóvenes que hacen bardo en el barrio. Lo sabe porque se lo cuentan los vecinos o por boca de sus propios agentes que están todo el día pateando la calle. Y la calle nunca es demasiado grande.

Los policías dejan correr a estos “cachivaches” durante un tiempo siempre y cuando no se carguen a nadie o metan demasiado ruido en su jurisdicción. Les abren la cancha para que los jóvenes entrenen sus habilidades y mañas, desenvuelvan destrezas, desarrollen saberes. En última instancia se trata de las capacidades que después serán referenciadas por los mercados ilegales como cualidades productivas, es decir, saberes que, tarde o temprano, van a necesitar los pequeños empresarios ilegales y poner a producir para valorizarse.

 

Bolsa de trabajo

No digo que la policía les libere la zona a los mal llamados pibes chorros, sino que es tolerante con sus fechorías. Relaja sus controles porque sabe que a través de aquellos microdelitos van entrenando capacidades que después, llegado el caso, habrá que vincular a las economías criminales. Cuando el “cachivache” deje de ser un “cachivache”, la misma policía se encargará de asociar su tiempo a una economía ilegal. De a poco, la policía ira empujando a los jóvenes para que vinculen su tiempo de trabajo a una economía criminal. No nos equivocamos si decimos que las policías funcionan como una “bolsa de trabajo”, fichando gente para que empiecen a jugar en otras ligas. Porque las economías criminales, como cualquier mercado, necesitan de fuerza de trabajo para valorizarse. Una fuerza de trabajo especializada pero precarizada. Porque estos emprendimientos, al igual que otros que se llevan a cabo en el marco de la legalidad, han tercerizado en los actores más vulnerables las tareas que más riesgos insumen. En las economías criminales, las tareas que implican mucha exposición y enfrentamientos de distinto tipo con otros actores rivales se los cargan a la cuenta de los llamados “pibes chorros”. Mano de obra entrenada, con capital cultural y simbólico acumulado, dueños de saberes específicos, que les permitirán motorizar la cadena de producción.

Llamaré, entonces, reclutamiento indirecto al proceso de selección que hacen las policías en función de las capacidades desarrolladas. Reclutamiento que exige abrir un campo de entrenamiento previo. La apertura del campo se hace relajando los controles sobre determinados territorios. Sabemos que en las zonas residenciales los controles del Estado tienden a ser más rigurosos y las policías no quieren que suceda absolutamente nada. Allí habrá tolerancia cero. Pero en las zonas de no derecho, en las periferias, los controles policiales tienden a relajarse, se flexibilizan. No se trata precisamente de una zona liberada sino de una zona habilitada para desarrollar actividades que permiten entrenar estas capacidades. Decir que “se relajan” no significa que sean más pacíficos. Al contrario la violencia, que conocemos nosotros como mano dura, en sus múltiples formas, es la manera de gestionar el delito, sea el delito predatorio como los mercados ilegales. La violencia policial es la mano invisible de los mercados criminales e informales también.

A veces los jóvenes roban para la policía, pero intuyo que no se trata de la regla general. No digo tampoco que no haya casos como estos, pero esto supone para la policía tomar más riesgos. A la policía le sale más barato, judicialmente hablando, asociar a estos jóvenes a un emprendimiento productivo ilegal que ponerlos a trabajar para ellos. En última instancia, aquellos emprendedores ilegales ya arreglaron con la policía, hace rato que la policía los viene regulando a una distancia prudencial.

Ahora bien, ¿de qué manera asocia a los jóvenes? A través del hostigamiento policial. Cuando la policía detiene a estos jóvenes una y otra vez ejerce una presión sobre sus biografías. Los detiene en el Centro y también en su propio barrio. Las detenciones en el barrio no se realizan para marcarles el territorio, porque ahora los jóvenes detenidos están en su territorio. Tampoco se trata de averiguar o chequear su identidad porque los policías los conocen de memoria. Saben que están todos los días “parando” en esa esquina con tal o cual “junta”. Saben, por ejemplo, que no trabajan o lo hacen muy de vez en cuando, saben que no van a la escuela, saben incluso dónde viven, quiénes son sus padres, conocen a sus amigos.

Pero al realizar estas detenciones la policía hace otras cosas. Primero, certifica los estigmas que los jóvenes cargan en el vecindario. De esa manera la policía va desenganchando a los pibes de sus vínculos sociales, va rompiendo lazos de solidaridad, los va dejando solitos, garantizándose de esa manera que nadie salte por ellos en las futuras detenciones o cuando sean objeto de operativos más espectaculares. Una vez desligados de la trama social que aporta honorabilidad en el barrio, la policía los seguirá acosando a través de las detenciones identitarias hasta que se convenzan de que si siguen robando sueltos van a tener problemas mayores. Por eso les suele robar los documentos o cobrar peaje. Los jóvenes saben que si no quieren “subir a la lancha” deben torcer su trayectoria y comenzar a jugar en otro equipo.

Hay que aclarar que la policía trabaja con una clientela, es decir, con aquellos que están haciendo bardo en el barrio o muy cerca del barrio donde viven. Lo sabe porque son los propios vecinos, que vieron crecer a estos jóvenes, que los conocen desde que eran chiquitos, los que le van a contar a la policía lo que vieron y no vieron también. De modo que la población objeto de estas rutinas es una pequeña porción del universo compuesto por el delito amateur y el delito bardero.

Segundo, a través del hostigamiento, la policía va testeando sus capacidades, verificando el aguante de los jóvenes, sus lealtades, las masculinidades, destrezas y contactos. No hace falta que el comisario se junte con el joven en cuestión y le ofrezca un trato para ficharlos a una escudería. Eso es algo que sucede —vamos a decir— naturalmente. Los jóvenes se dan cuenta que los policías los van a seguir parando cada vez que se los cruce, por lo menos hasta que empiecen a patear con el caballo del comisario, es decir, hasta que empiecen a trabajar con los actores que la policía regula. Lo saben por experiencia propia o ajena. Una vez que vinculan sus cualidades productivas a una economía ilegal, la policía los dejará de hostigar. Ahora el policía sabe que se engancharon a otras redes y dejaron de trabajar solos, por cuenta propia.

En definitiva, el reclutamiento policial no es directo sino indirecto, es decir, se hace progresivamente perfilando trayectorias criminales que después confluyen en los mercados ilegales a través del hostigamiento.

 

 

 

*Docente e investigador de la UNQ y UNLP. Director del LESyC (Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales sobre violencias urbanas) de la UNQ. Autor de Temor y control, La máquina de la inseguridad, Hacer bardo y Vecinocracia: olfato social y linchamientos (de próxima aparición).

 

 

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