Apuntes para borronear una historia insurreccional del nuevo siglo
Antes la rebeldía vestía otras luces. El rebelde presentaba una figura magnífica, más grande que la vida misma; un gigante que se alzaba por encima de sus contemporáneos, del tiempo y el lugar que les hubiese tocado en suerte. Empezando por el Prometeo que le birló el fuego a los dioses y el Satán deslumbrante de El paraíso perdido, a quien Milton creó más atractivo que Dios y sus ángeles verticalistas. Haciendo escala en figuras históricas, como Espartaco, los guillotinadores franceses y los líderes de las luchas anticoloniales. Pasando por los artistas malditos —de Artaud a Cobain, vía Mapplethorpe—, que cuestionaron el edificio de las convenciones y se ofrecieron como antorcha para reducirlo a cenizas. Y llegando a los tiempos modernos, con figuras como James Dean y el Che Guevara —un actor que quedó pegado a su papel más rutilante, un revolucionario de carne y hueso— que, más allá de sus diferencias, terminaron igualmente pasteurizadas / posterizadas por los mass media.
Pero en lo que va de este siglo no parece haber figuras de ese calibre.
¿O sí?
James Dean no tenía causa para su rebeldía, pero a nosotros nos sobran.
La rebeldía es, en sí misma, un concepto relativo. La Real Academia la define como un tipo de comportamiento "caracterizado por la resistencia o el desafío a la autoridad, la desobediencia de una orden o el incumplimiento de una obligación". Conserva un valor positivo, desde que asociamos la rebeldía al grito contra situaciones que entendemos injustas, arbitrarias. Pero también ha habido siempre quienes se resisten, desobedecen e incumplen con normas que las mayorías pensamos intachables. Por ejemplo los hermanos Ammon y Ryan Bundy, que en 2016 se atrincheraron en una reserva de Oregon, armados hasta los dientes y agitando en contra del gobierno de Obama. O nuestro gobierno, que viola a diario las mismas leyes de las que debería ser garante. Esa actitud no lo convierte en rebelde, precisamente; tan sólo en criminal.
(El lenguaje plasma nuestra valoración de las cosas. El hecho de que la Real Academia recoja apenas una acepción patológica de rebeldía —refiriéndose a una enfermedad que se resiste a los remedios— sugiere que la actitud insurreccional nos parece saludable, parte esencial de la condición humana.)
También asociamos la rebeldía a etapas de la vida. Me tocó ser adolescente durante la dictadura y, en consecuencia, me vi obligado a actuar contra natura y convertir la conformidad en un arte, impulsado por el miedo. Me vestía igual a todos, devine católico practicante —el summum del pensamiento obediente— y no salía de noche salvo a la casa de amigos, que oficiaba de santuario en el más medieval de los sentidos. No entendía los detalles de la devastación de la que era coetáneo pero, a pesar de mis limitaciones en materia de información y formación política, pescaba su sentido profundo: estaban masacrando a la generación previa a la mía, por haber tenido el tupé de perseguir una transformación más profunda que la que habilita un triunfo electoral. Y yo extremaba mi disfraz, para no facilitarles la tarea a los verdugos. De modo pre-consciente, asumía que apenas pudiese asomar la cabeza como ciudadano adulto iba a terminar en la mira de los genocidas.
Ningún cable a tierra
La primavera alfonsinista dio permiso a una rebeldía tímida. Durante aquel primer gobierno democrático (de una post-dictadura que lamentablemente no ha terminado, según demuestran los hechos), cualquier objeción que se formulase en voz alta se consideraba desestabilizadora. (En esa época me despidieron de lo que aún era ATC, donde trabajaba en el programa Cable a tierra, por haber cuestionado desde la revista Humor la decisión oficial de no televisar los alegatos finales del juicio a las Juntas.) En consecuencia, muchos impulsos rebeldes se canalizaron en la cultura pero de un modo también timorato, que ni siquiera llegó a los extremos de guarrería de, por ejemplo, el —igualmente banal— Destape español.
La rebeldía de entonces era ramplona pero no lo asumimos hasta los '90, durante la era menemista. Aquellas figuritas que durante la década previa se habían vendido como iconoclastas, cambiaron cualquier tipo de resonancia real por la posibilidad de figurar, hacerse ricos y echarse encima el glamour de cabotaje con que te enchastra nuestra televisión. Su inconformismo resultó ser epitelial, apenas un disfraz conveniente. Un fenómeno que ya había anticipado a nivel mundial la cultura rock, a cuyo fuego se aproximaron millones de jóvenes durante los '60 y '70, pero no necesariamente porque compartiesen su ethos; para muchos —demasiados—, el rock era tan sólo el movimiento del que había que participar porque era cool y te permitía imaginar la vida como una fiesta permanente.
Algunos convirtieron la actitud contestataria en moneda de cambio. Conservaron la piel, que era todo lo que tenían de rebeldes, y se pusieron al servicio del poder real. No es casualidad que tantas de las figuritas que llamaron la atención en los '80 porque pateaban puertas, sean hoy lacayos de este régimen: conservadores en lo político pero también en lo cultural, lo más rancio —en todas las acepciones del término— del pretorianismo mediático que custodia al gobierno. (Hasta que las papas comiencen a arrebatarse, claro.) Siguen siendo tan fáciles de identificar como entonces: estruendosos, groseros, incultos, machistas, reaccionarios, nunca se meten con nadie que sea poderoso de verdad o pueda arruinarles un negocio.
Pero durante aquellos años, en paralelo, se desarrollaban también otros fenómenos, eso sí: de forma más sorda y menos ostensible, o al menos no tan bien cortada para la figuración en los medios. Lo cual no debería sorprender, desde que en este país los canales / radios más populares están en manos de corporaciones pero moldeados por una sensibilidad de clase media.
En el mainstream de nuestra cultura no hay lugar para lo que Lennon denominó, en 1970, "héroes de la clase trabajadora". Ante las cámaras y los micrófonos sólo aparecen los middle class caceroleros y gracias, a no ser que se trate de un crimen.
Sin pobres, que lloran convincentemente ante cámaras, los medios tradicionales se quedarían sin sección de Policiales.
A mayor violencia, menos revolución
Aquí entra a tallar la forma en que la factoría de los sueños decodifica realidades. Ejemplo: cuando uno verbaliza la palabra rebelde y busca una imagen que la grafique, no suele pensar en Mahatma Gandhi. Más bien hurga en el fichero mental en pos de una figurita heroica, y por ende sexy, que en la medida de lo posible esté de pie, con la vista clavada en el horizonte de su destino y enarbolando un pendón agitado por el viento de la Historia. En cambio Gandhi está siempre sentado de piernas cruzadas y, como no enarbola nada que no sea su sonrisa, provoca el impulso de alcanzarle un plato de sopa.
Gandhi presentó al mundo una forma nueva del heroísmo, a contrapelo de la mitología que nuestra especie había construído desde su génesis: una que, con deliberación, le daba la espalda a la violencia que tantos rebeldes abrazaron como herramienta de acción.
La punta de este hilo conduce a Henry David Thoreau y su ensayo Desobediencia civil (1849), propio de un tiempo en que el monopolio de la violencia comenzaba a quedar en manos del Estado moderno y había que encontrar un modo de presentar resistencia a sus abusos. El siguiente jalón lo marcó un escritor, el célebre Leo Tolstoi, líder del primer movimiento anarco-pacifista a gran escala. Tolstoi iluminó a Gandhi —que llegó a cartearse con el autor de Guerra y paz— y Gandhi vio sus ideas amplificadas en Occidente a través de libros como El poder de la no violencia (1935) de Richard Gregg y La conquista de la violencia (1937) de Bart de Ligt.
(Este último título era un juego de palabras con La conquista del pan, que Pyotr Alexeevich Kropotkin publicó en 1892. Príncipe ruso devenido proto-anarquista, Kropotkin estudió la naturaleza para refutar a los darwinistas sociales y mostrar que la cooperación era un mecanismo de supervivencia extendido, tanto o más importante que la competencia o la ley del más fuerte. Lo cual inspira una pregunta ucrónica: ¿qué hubiese sido de nuestra civilización, si en vez de entronizar como verdad única el darwinismo que justifica la ferocidad capitalista, se hubiese privilegiado la visión de Kropotkin, apuntada a desarrollar lo comunal y la interdependencia?)
Fue de Ligt quien manifestó un principio que, sin ser de aplicación universal, marca una constante histórica de nuestros tiempos: "Cuanta más violencia, menos revolución".
Por supuesto, aquel no era un pensamiento prestigioso durante los '70. Sólo reconsideramos su valor a la luz de la arrasadora derrota de casi todas las insurrecciones en el terreno militar. Y retornamos a la sabiduría popular que Walsh había entrevisto en Un oscuro día de justicia (1967), sin aplicarla del todo a su propia vida (los escritores solemos ser más perceptivos cuando ficcionamos que cuando argumentamos cartesianamente): si te trenzás en un piña-va-piña-viene con el más grandote —más grandote por pura fuerza bruta, o por su poder, o por su riqueza, o por su capacidad de difundir su versión de las cosas como si fuese La Verdad—, vas a llevar siempre las de perder. La única opción valedera que le queda al pueblo, decía Walsh entonces y nos repetimos ahora, es aprender a sacar de su propia entraña "los medios, el silencio, la astucia y la fuerza", para doblegar a los violentos oficiales sin involucrarse en su lógica asesina.
Lo esencial es invisible a los medios
En los '80, mientras los rebeldes de opereta cortejaban cámaras y micrófonos, se desarrolló en paralelo una rebeldía de otro cuño: silenciosa y astuta, como quería Walsh, y con la fuerza de quien no está dispuesto a cesar en sus demandas, ni aunque toque avanzar hacia un huracán. La política de reclamo innegociable pero pacífico que articularon las Madres, Abuelas y organizaciones de derechos humanos se convirtió en una máquina de insuflar democracia allí donde no la había. (Por ejemplo, en el seno de la partidocracia, la corporación judicial y hasta la práctica gremial.) En los '90, a pesar de que todo auguraba la perpetuación de la impunidad —hablo de la época en que imperaban Puntos Finales, Obediencias Debidas y una amnistía casi general a los generales—, las señoras y los organismos peticionaron con paciencia china, apostando a que, eventualmente, nuestras tristes instituciones se elevarían al nivel que pedía la Historia.
En simultáneo, la crisis económica dinamitó la estructura sobre la cual la clase media montaba su tinglado cultural. Su tácito sostén a la dictadura cívico-eclesiástico-militar había supuesto una traición, justificada por el miedo. Pero en los '90 fueron aún más allá, vendiendo los jirones de su alma —y las joyas intelectuales de la abuela— a cambio de abalorios de colores. Durante unos años exhibieron su vulgaridad con impudicia; habían perdido sus complejos de inferioridad, para versacizarse a full. Pero cuando la mala estalló y volvieron a veranear, si es que había suerte, en Calamuchita, ya no contaban con las herramientas virtuales que le habían servido hasta entonces para explicarse y explicar el país. Toleraron que el neoliberalismo dinamitase los puentes que conectaban con una tradición cultural, sesgada pero aún funcional; y ya no supieron cómo volver atrás. Se quedaron sin los autores, las editoriales y los medios en cuyos espejos solían contemplarse; el rock dejó de ser un ámbito de experimentación y (auto)cuestionamiento, y por ende una fragua de contenidos; y en la TV abierta, las figuras populares que representaban el fondo de la olla se convirtieron en lo más sofisticado que el medio podía ofrecer.
Mientras tanto, por detrás del escenario tradicional se producía una fenomenal transformación. La cultura popular que hizo eclosión con la crisis prescindió casi por completo de los medios, que sólo entendían la cumbia como ritmo bailable, relegándola al arenero de los sábados en la TV marginal; y no daban cabida a Los Redonditos de Ricota —me refiero a las tribus, antes que a la banda— más que como fenómeno policial. El boom de los Redondos no puede ser divorciado de su dimensión política, porque en los '90 ocupó un lugar que los partidos habían dejado huérfano. A falta de representación política estricta, las nuevas generaciones se anotaron en ciertas militancias culturales. Y los Redondos —me refiero a la banda, antes que a las tribus— estuvieron a la altura de la Historia, de un modo muy simple: convocaron a aquellos a quienes nadie convocaba, les dieron la entidad que la sociedad le negaba y les comunicaron que tenían derecho al placer y a ser felices, como cualquier vecino. (Acá cabe parafrasear a de Ligt: cuanto más cultura genuina, más posibilidad de cambios profundos.)
El académico que reflexione sobre la vida socio-cultural de estas décadas debe ser cuidadoso, para esquivar las deformaciones que los medios plasmaron. A juzgar por el espacio dedicado y la forma en que se los categorizó, tanto la lucha por los derechos humanos ampliados como la cumbia o el fervor ricotero se vieron como fenómenos menores, y más bien aislados. Cuando, por el contrario, eran la expresión vital de un mismo cambio de paradigma sin el cual la década kirchnerista no habría sido lo que fue — y, de modo aún más pertinente, sin el cual no podríamos entender y por ende canalizar el cambio que se está incubando.
¿De qué género es la no violencia?
El kirchnerismo tuvo la sabiduría de articular esas y otras rebeldías para armar un polo de poder, en oposición al establishment local y su sponsoreo internacional. Durante una década fue mascarón de proa de una serie de resistencias (contra los fondos buitres, contra las recetas neoliberales, contra la inmovilidad social, contra la impunidad de los genocidas y sus cómplices) que contaron con apoyo mayoritario. Pero la derrota electoral de 2015 fue interpretada, entre otras explicaciones, como la expresión de un rechazo hacia esa estrategia de rebeldía permanente. Parte del electorado prefirió jugar con el cotillón del PRO a verse convocado a marchar bajo un sol tremendo por enésima vez. (Este es un principio que los forjadores de políticas del campo popular no deberían ignorar. En ausencia de un proceso revolucionario, el pueblo no quiere vivir en estado de lucha constante. Es aguerrido cuando cuadra y no teme ir a las trincheras, pero de tanto en tanto desea que además de a la lucha lo inviten al disfrute. Para decirlo de otro modo: la cultura popular es peronista y reclama que, con cierta regularidad y aunque la cosa esté brava, la dejen comer un asadito en paz.)
Durante algún tiempo pareció —medios mediante— que la única rebeldía que no irritaba al público era la de Chano contra las normas del tránsito. Pero el correr de los meses, como resultaba inevitable, hizo que las políticas macristas empezaran a escarar la piel de la sociedad y después a ulcerarla. Empezaron a brotar infinidad de rebeldías, que impresionaron como mínimas y atomizadas porque los medios masivos se negaban —se niegan todavía— a reflejarlas. (Algún día habrá que analizar la relación entre la pauperización del lenguaje periodístico, que empezó a dialogar con su público con el equivalente de la jerigonza que dirigimos a los bebés, y la jibarización cultural de un sector social.)
Hoy muchos se preocupan por la ausencia de un liderazgo político que haga propios los reclamos de tantas y tan justificadas rebeldías. Pero eso no significa que haya un vacío de poder en sentido estricto. Lo que hay, sí, es una crisis de representación. La clase media, semillero del que salían rebeldes con el nivel requerido de fotogenia y don de gentes (líderes políticos, religiosos, sociales, culturales), ya no los produce; y aun cuando existan no puede consagrarlos, porque en su afán de bajar las defensas de los ciudadanos para que no rechacen el transplante de información basura, los medios que creaban realidad perdieron su capacidad de enamorar genuinamente. No es que no haya rebeldes dignos de ser seguidos por los reflectores: es que son de otra ralea y por eso no saben cómo identificarlos. Y aunque lograsen reconocerlos, no tendrían modo de presentarlos adecuadamente. En materia de rebeldías, este tiempo está rompiendo el molde.
Bajo el influjo de Madres, Abuelas y organizaciones de DDHH, que aún trabajan con denuedo, se fue articulando una red de comunidades que actúan y reclaman mediante un mismo estilo: organización efectiva, paciencia infinita, apuesta por las instituciones y rechazo a todo tipo de violencia. De los grupos que la realidad visibilizó en los últimos tiempos, tres destacan por encima de la media: aquellos que reclaman por los derechos de los pueblos originarios, los medios que, ante la persecución politica y económica, brotaron por fuera del sistema convencional creando una trama de información e ideas casi clandestina (El Cohete es un ejemplo concreto de la tendencia) y ese fenómeno que se bautizó a sí mismo #NiUnaMenos. Por eso digo que existe una continuidad histórica entre el presente y la clase de luchas que alumbraron los '80 como respuesta a la dictadura; una forma de concebir la resistencia a las injusticias que el Estado perpetra o al menos tolera, que —no me cabe duda— tanto Thoreau como Tolstoi y Kropotkin valorarían. (Me pregunto si la dificultad para asumir como rebeldía la clase de resistencia que Gandhi encarnaba no será un problema de género; nuestra cultura occidental, erigida sobre el culto al héroe macho, desconfía de la no violencia.)
A simple vista parecerá distinto, porque la Matrix macrista funciona a pleno y los medios masivos pintan un paisaje que tiene con la realidad la misma relación que Disney World. (Uno de sus parques temáticos debería llamarse NoTomorrowLand.) Pero, por detrás de decorados y bambalinas, lo indiscutible es que vivimos un tiempo de efusión de rebeldías como sólo he registrado durante la dictadura, el menemismo y el 2001. No es evidente todavía, porque los mecanismos de los que solíamos depender para identificar y valorar rebeldías ya no nos sirven. El héroe no es masculino por default y tampoco busca la gloria sino el bienestar de su comunidad. (Hace pocas horas le oí decir a alguien a quien respeto: "Nosotrxs militamos el anonimato, porque nuestra lucha es colectiva".) El paradigma nuevo fructifica bajo tierra, a escondidas del sol; raíces que se extienden y entrelazan y crean la trama sobre la cual, más temprano que tarde, nos descubriremos caminando.
De las transformaciones que nos tienen por testigos, ninguna es más formidable que la que llevan adelante —redoblando la marcha de Madres y Abuelas y, por eso mismo, marcando tendencia a nivel mundial— las mujeres de este país.
El lenguaje plasma nuestra valoración de las cosas. Y el género de la rebeldía es (¡ni siquiera la Real Academia puede negarlo!) femenino por definición.
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