Radicalizaciones

No hay margen social para la moderación conservadora

 

¿Cómo seguirá la inflación luego del 6,7% de marzo?

Si bien otros rubros subieron bastante más según el INDEC, “la suba de Alimentos y bebidas no alcohólicas (7,2%) fue la de mayor incidencia en todas las regiones”. Adentro de ese rubro están nada menos que el pan, la leche y otros lácteos, los huevos, las carnes, el azúcar y otros productos básicos.

El ministro de Economía, Martín Guzmán, ha sugerido que será el valor más alto del año porque empezará a bajar. No cabe duda de que la inflación puede bajar, y mucho, si se toman medidas. Pero ese parece ser el problema del gobierno.

Las declaraciones disciplinadoras internas en función de un supuesto “programa” de gobierno –totalmente fantasmal a la luz de la dinámica de la crisis global– muestran que no se terminan de entender en la cúpula del Ejecutivo todas las implicancias políticas del fenómeno inflacionario, que no son nuevas en nuestra historia y que nadie que esté en la función pública tiene derecho a ignorar.

 

 

Compensaciones e ilusiones

Ante la arremetida de precios, el gobierno ha optado por implementar un mecanismo compensatorio, consistente en transferencias de fondos a los sectores más golpeados mediante la Tarjeta Alimentar, bonos a jubilados hasta cierto monto y reapertura de paritarias. Eso también quiere decir que el gasto público en ayuda alimentaria a millones de argentinxs se incrementará… para seguirle el ritmo a los monopolios u oligopolios que fijan los precios de los productos básicos.

Adentro y afuera del gobierno se había propuesto otorgar un aumento general de suma fija para reforzar especialmente los ingresos de los sectores más perjudicados por la inflación en alimentos, pero tanto la CGT como la Unión Industrial Argentina (UIA) se opusieron. No sorprende que el sindicalismo tradicional no diga nada en materia de precios. Ya en los '80, con inflaciones mucho más elevadas, callaba sobre las remarcaciones empresariales y defendía su negocio profesional, que era negociar aumentos nominales de precios. No hace falta aclarar que esos aumentos rápidamente quedaban pulverizados por nuevos aumentos en la canasta familiar.

También el Banco Central ha anunciado una política de devaluación del tipo de cambio oficial que acompañe el movimiento de precios para evitar un atraso del tipo de cambio real. Es correcto impedir que nuestra moneda se sobrevalúe: después se acumulan retrasos cambiarios tan abultados que las devaluaciones traumáticas se vuelven imparables.

Sin embargo, no podemos ignorar que, dada la mentalidad instalada en buena parte del aparato productivo, el movimiento del tipo de cambio opera como una especie de “piso” del movimiento de los precios. Pero, ¿cómo? ¿No era que las empresas miraban el movimiento del dólar blue para remarcar? No necesariamente. Miran al dólar que más sube porque remarcan por las dudas.

También para compensar el alza de precios, el gobierno ha empezado a constituir fideicomisos (por ahora, aceite y trigo), que obtienen fondos del sector privado para frenar y neutralizar aumentos de precios de bienes básicos. Es una medida parcial, ya que no frena plenamente la inflación ni abarca a toda la oferta, pero siempre es mejor que nada.

La semana pasada han circulado versiones sobre un impuesto especial que se aplicaría a las rentas extraordinarias provenientes del impacto de la guerra en Ucrania sobre los bienes que la Argentina exporta, especialmente en materia de alimentación.

No es un secreto que los alimentos están teniendo un violento aumento mundial y que todos los organismos internacionales están muy preocupados sobre los efectos sociales y políticos desestabilizadores. Estos días, Sri Lanka, país de 22 millones de habitantes, con un escenario de fuertes movilizaciones y protestas sociales por los aumentos en combustibles y alimentos, se declaró en default por 51.000 millones de dólares. Como para los medios hegemónicos lo único que importa es Ucrania, ni se comentó este caso que en el actual contexto mundial es muy sugestivo.

Si ese impuesto de emergencia a las rentas extraordinarias se implementara, sería una muy buena medida. Al menos, permitiría “clavar” ciertos precios al día previo al comienzo del conflicto en Europa del Este, mientras captaría recursos para asistir a importantes masas poblacionales. A falta de la aplicación de retenciones –medida a la que el gobierno le tiene miedo, o quizás tiene compromisos con “aliados” que la rechazan– bueno sería establecer un impuesto extraordinario.

Si los salarios empiezan a subir cada vez más rápido o las paritarias se vuelven trimestrales, o si –como propone el Frente de Izquierda (FIT)– los salarios se indexan mensualmente a la inflación del mes anterior, ingresaríamos a un juego de interacciones de precios, salarios y tipo de cambio que sólo puede acelerarse. Esa aceleración iría acompañada, como acaba de ocurrir, por subas oficiales del tipo de interés para que los ahorristas no emigren con sus ahorros de los depósitos en pesos a plazo fijo y los pasen a otro tipo de activos. Esa suba de la tasa de interés también será utilizada por los saqueadores consuetudinarios del bolsillo popular para justificar alzas ulteriores de precios.

Lo notable es que nada de lo propuesto –salvo el impuesto extraordinario– tiene como objetivo frenar el aumento de precios, sino simplemente convalidarlo. Los aumentos en las remuneraciones permitirán, en todo caso, pagar lo que los formadores de precios arbitrariamente exigen por sus productos.

O sea: si el gobierno piensa que se puede sostener mucho tiempo esta inacción en relación a los precios se equivoca, porque esta no es una situación estática. Funciona la regla del interés compuesto, que determina una evolución no aritmética (1, 2, 3, 4, 5…) sino una evolución geométrica (1, 2, 4, 8, 16…) de todos los precios. Mejor cortarla ahora.

Como en un supermercado, en las góndolas del pensamiento económico heterodoxo hay numerosas ideas sobre cómo controlar la inflación. Muchas de ellas son novedosas, producto de estudiar y desagregar el fenómeno. Son alternativas a las gastadas medidas tradicionales.

¿Y si consultan con la sociedad en serio y no con los protagonistas conocidos de los fracasos sucesivos?

 

 

Radicalizaciones I

El agravamiento de la situación en materia inflacionaria reposa también en dos vetos que los formadores de precios le han impuesto al gobierno nacional, y que el gobierno nacional ha aceptado.

El primer veto tiene que ver con no utilizar las retenciones a las exportaciones. Las retenciones son un instrumento económico probado, aquí y en el exterior, que sirve para proteger a la sociedad de saltos inmoderados de precios internacionales. A partir de la Resolución 125 durante la gestión de Cristina, que terminó con una victoria de la irracionalidad y del poder económico sobre el conjunto de la sociedad, se generó un trauma en la política argentina que parece que no se puede resolver. El gobierno no se atreve siquiera a someter el tema a una discusión pública racional. Está prohibido porque alguna gente se pone furiosa y los endebles apoyos empresariales se resentirían.

El segundo veto tiene que ver con la absoluta carencia en la Argentina de mecanismos claros para evitar la depredación monopólica sobre los consumidores, usuarios y otros sectores empresariales. No hay defensa real frente a estas prácticas naturalizadas: no se aplican las leyes, no se forman las comisiones de defensa de la competencia, no actúan los jueces ni se movilizan los consumidores. Los monopolios son un tipo específico de estructura de mercado –en realidad, la negación completa del mercado– que los padres fundadores del liberalismo denunciaron con contundencia mientras reclamaban explícitamente la intervención gubernamental para eliminarlos de la economía. Pero, milagros del capitalismo globalizado mediante, en el panorama político argentino los llamados liberales son en realidad voceros y defensores de los monopolios, mientras que el gobierno nacional tiene hoy serias inhibiciones para ejercer el poder regulatorio estatal.

Conclusión: funciona el veto empresarial tanto en poder plantear el tema retenciones como en aplicar leyes y mecanismos que acoten el poder monopólico. La gente está desguarnecida, no sólo ante los precios abultadísimos, sino que no se le suministra desde el sistema político la argumentación que desnaturalice los abusos.

La “economía de mercado” para sectores del alto empresariado argentino consiste en un programa de protección de los monopolios, preservación de la súper-rentabilidad empresarial a costa del hambre de millones, devaluación de los ingresos de los trabajadores, jubilados y precarizados, minimización de todo el aparato de protección estatal y precarización general de las condiciones sociales de la vida de la sociedad.

Y ojo: a eso está prohibido llamarlo radicalización.

 

 

Radicalizaciones II

La inflación tiene efectos económicos, sociales y políticos.

Los peores efectos económicos tienen que ver con la erosión de las remuneraciones de los sectores con ingresos fijos y con la reorientación general de fondos disponibles para la inversión productiva hacia diversas formas de timba financiera o acumulación improductiva de divisas. Los efectos sociales tienen que ver con la pauperización, el aumento de la inseguridad económica, la pérdida de confianza en las instituciones públicas, la promoción de una cultura más especulativa y el avance de discursos de escepticismo sobre el país. Los efectos políticos tienen que ver con el desgaste de la credibilidad de los gobiernos y el efecto de ingobernabilidad creciente que generan los cuadros de inflación acelerada.

En este último punto hay que evitar la radicalización, pero con otra acepción: hay que evitar la radicalización de la moderación, tal cual la predicara en su momento Mariano Grondona.

En la post-dictadura se empezó a llamar “moderado” a todo dirigente político que no se interponía en el camino de las reformas estructurales que terminaron degradando a toda la sociedad argentina. Moderado era el que no protestaba contra el rumbo de las privatizaciones corruptas, el que no impugnaba el nuevo saqueo de las riquezas del país, el que se resignaba y buscaba, en el marco que le ofrecían los sectores dominantes, alguna baldosa de discurso potable.

Levantar el tono, pensar “de más”, sacar conclusiones desagradables, no era de persona moderada. El radicalismo de Raúl Alfonsín fue aprendiendo moderación en ese sentido, concepto que hizo escuela también en el peronismo. El desemboque electoral alfonsinista, designando a un candidato “de centro” que blandía un lápiz rojo para reducir el gasto público y achicar el Estado era un buen ejemplo de la moderación conservadora predicada y aprendida.

Hoy ese tipo de moderación resulta insostenible, por el contexto en el que se da.

Se puede discutir si el episodio Vicentin debió manejarse de una o de otra forma. Por los resultados concretos –la consolidación de una enorme estafa, la extranjerización de la actividad y la pérdida de un potencial instrumento estatal con aptitud regulatoria–, podemos decir que fueron malas decisiones, inspiradas por la voluntad de moderación. Pero nadie se muere por eso.

Pero con los precios de los alimentos es distinto. No hay espacio para la parsimonia, ni para la moderación conservadora. Se juega el hambre de sectores sumergidos, el empobrecimiento de vastos sectores medios, el fracaso de toda la política redistributiva que se buscaba implementar. Y, por supuesto, se juega la credibilidad de todo el espacio del Frente de Todos para gobernar haciendo cumplir la agenda básica votada en 2019.

La radicalización de ciertos sectores empresariales, tanto en sus acciones económicas destructivas de otros actores sociales como en el discurso primitivo y agresivo que vienen exponiendo públicamente, podría ser ignorada o minimizada si no fuera que nuestro país está en el momento en el que está: deteriorado y tratando de ingresar en una incipiente recuperación.

Los efectos concretos, prácticos, de la radicalización de la derecha económica –como la combinación de carestía desmesurada e injustificada y veto a cualquier medida amortiguadora del daño social–  no pueden ser contestados con llamados vacíos al diálogo: no hay margen social para jueguitos retóricos. Siempre es mejor dejarse aconsejar por la sensatez y vitalidad de la política popular, que por el ya añejo canto de sirena de la moderación conservadora.

 

 

 

 

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