RACISMO DE TRIBUNA Y DE DOCTRINA
Los grandes medios y la racialización de las clases sociales
Los antiguas declaraciones racistas de tres jóvenes rugbiers, que entonces tenían 19 años, reflejan la normalidad en la que crecieron. Si hubo amigos que les reprocharon las declaraciones no lo sabemos, pero esos aforismos virtuales durmieron tranquilos durante nueve años. Esos mensajes fueron recibidos por su entorno y no llamaron la atención de nadie. ¿Es que el mundo del rugby es una isla apartada del resto del país?
En La Nación o en Clarín la palabra más usada para describir el evento fue “escándalo”. Es lógico que así fuera en otros ámbitos pero no tiene por qué ser escandaloso para el público de estos medios salvo en sentido etimológico: escándalo como obstáculo en la marcha del negocio deportivo. El lenguaje de los rugbiers no se restringe a una doctrina de tribuna, de rugby o de fútbol. Si de racismo se trata, La Nación, “tribuna de doctrina” desde hace siglo y medio, lleva doce años propagando en su edición en línea miles de frases escritas por sus lectores y lectoras que tienen el mismo contenido que el de los famosos tweets. Desde que la vieja sección cívica de las cartas de lectores, firmadas con nombre y DNI, fuera reemplazada por esa suerte de blogs, es raro que en un hilo largo de comentarios políticos esté ausente la intervención racista. En ciertos casos jamás falta: si en la nota están Luis D’Elía, Milagro Sala o Evo Morales, o si hay cartoneros o sindicalistas, o chorros, o si se habla de hallazgos biológicos sobre algún primate, o de alguna crónica del Conurbano, los comentarios racistas van a pulular. Si no me cree fíjese en cualquier nota y verá. Este estado de cosas jamás alarmó a los intelectuales que escriben en esos medios, como los cerebros críticos del Club Político Argentino. Esta normalidad está en el tweet de un candidato a las presidenciales de 2019 que llamó “simio” a Maradona (luego de muerto lo llamó “un grande” y le dijo gracias) o en otro propagado por un profesor de historia de la Universidad Di Tella, afirmando que “todos los negros” estaban rompiendo la Casa Rosada en el velorio de Maradona (el efusivo profesor también pide cadena perpetua para quienes organicen una toma de tierras).
Esto no es el racismo clásico, es el del siglo XXI. Usuarios y usuarias de estas expresiones negarán a los cuatro vientos ser racistas: “no es por el color”, “son negros de alma”, “yo no soy racista”. No es difícil concebir el descargo privado de muchos: “No es para tanto, ¡si todo el mundo lo dice!”. Ese “todo el mundo” en Argentina es bastante grande. Lo que hay es una forma racializada de referirse a los enemigos de clase, una forma racial de darse una identidad: creerse los únicos que trabajan, los únicos que pagan impuestos –¡en un país en donde el principal impuesto es el IVA!– mientras que la plebe no hace ninguna de las dos cosas. El nombre de la plebe es simple y ubicuo. ¿Albañil? Negro. ¿Limpia la casa? La negra. ¿Del Conurbano? Negro. ¿Chorro? Negro. ¿Cartonero? Negro. ¿Inmigrante? (Si vino por tierra.) Negro. ¿Provincias que no son pampeanas? Provincias de negros. ¿Mapuche? Negro.
Algunos cambios ocurridos en Argentina pueden leerse en la diferencia del monólogo político clásico con el actual: la enorme y triste distancia que va de Tato Bores a Etchecopar. Bores hacía humor ejerciendo un distanciamiento irónico hacia todo el arco político: el monólogo se convertía en una panoplia de personajes. Etchecopar sólo machaca los mismos temas, construye un único punto de vista, no se propone el humor sino la crónica. Adornado con una estrella de sheriff que para su audiencia no es ridícula, porque lo admite como tal, invoca justicia como venganza. Su estilo, que parece escapado de un cuento de Laiseca, para los grandes medios se ha vuelto normal.
“Los negros” (en este caso “la CGT”, “Baradel”, “el Polo Obrero”) son los culpables de que durante doce años Etchecopar y su audiencia no hayan podido trabajar, estudiar ni hacer nada. Pero en abril del 2017, tras la primera movilización de la CGT, llegó la revancha, y con ella el merecido disfrute: “Con cada palazo en el lomo de estos negros, nosotros disfrutábamos y cantábamos gol en casa. Porque estos negros nos cagaron a palazos durante doce años el auto, las posibilidades de laburar, las posibilidades de estudiar, las posibilidades de hacer todo, de pagar los impuestos para que estos negros de mierda vayan con la bandera del orto esa”; “son como los chicos que no entienden”; “son bestias”, etcétera. Los grandes medios, al considerar a Etchecopar y a otros de ese estilo como figuras amigas que se mencionan y comentan periódicamente, se hacen eco de la normalidad racista.
La intensidad de los racismos expresa la intensidad de los enfrentamientos y la forma en que aparecen en la imaginación y en el afecto. Todo esto se potenció a partir de 2008: el año de la 125 es también el de la consolidación del sistema de comentarios a las notas en los diarios online, en donde el tono usual reitera la racialización de las clases sociales. Una misma jerarquía estética le da escalafón a mujeres y al resto de la vida social y política. Los tweets que se hicieron famosos por tres días no eran originales al expresar desprecio a negros, a gordas y a mucamas. (Con tanto roce en la cancha, ¿tanta fobia por un pelo en la comida?) Como sea, los jugadores están muy lejos de ser los únicos que se construyen una identidad en donde a su ego ampliado se le opone la gente fea, sucia y mala. ¿Habrá que suspender jugadores, dictar cursos y cobrar multas? ¿El ejercicio punitivo ayuda a contener el racismo, o añade una piedra más en una montaña de hipocresía?
¿Puede llamarse fascista a esta forma? No lo creo, aunque tenga rasgos típicos del fascismo y el racismo clásicos, como la estetización de la política y de la diversidad social. Primero porque fascismo es el nombre de ciertas prácticas políticas e ideológicas del siglo XX, que presentan diferencias con cada una de las prácticas reaccionarias del mundo de hoy. Y ante todo porque el término ‘fascista’ es hoy un insulto que se usa con una liviandad y frecuencia tan excesivas que sería mejor archivarlo. Por empezar, si a cualquier cosa se la llama ‘fascista’ o ‘nazi’ se frivoliza a las grandes tragedias del siglo XX. Los miembros de la Coalición Cívica fueron y son campeones en el uso de ese tipo de recursos. Ya en el 2008, cuando los jubilados estaban por librarse de la maravillosa mediación de las AFJP, Carrió los comparaba con los deportados a Auschwitz. Fernando Iglesias no perdía oportunidad de usar a Hitler o a Stalin como unidad de medida. También Carlos Pagni, habitualmente sutil (si de estilo se trata, Pagni es a Iglesias lo que Iglesias a Etchecopar) ponía las palabras “Gulag kirchnerista” en un título. Por eso fue desafortunado que una tapa de Página/12 haya comparado los prejuicios clasistas de una ministra con el crimen de guerra. Esa ligereza permitió que los defensores de la ministra tuvieran oportunidad de quejarse del abuso comparativo. Esta vez tenían razón: quien ilustra una nota o escribe de política tendría que saber que ciertas imágenes destruyen todos los matices propios de un texto, y que el nazismo es algo de una intensidad tal que su presencia en una frase o en una imagen desequilibra el centro de gravedad de cualquier argumento.
Otro problema de llamar ‘fascista’ a cualquier cosa es que se impide ver lo específico del presente. Esa forma demagógica de estetizar la política, en un goce verbal compartido con la audiencia, no es fascismo clásico. Es una forma racializada de referirse a los roces y conflictos de clase. Es neoliberalismo que muestra los dientes con malos modales. Es peligrosa, porque amplía los miedos, justifica los medios y baja el precio a los castigos, que se dirigen contra seres ya deshumanizados. Es la moneda falsa con la que la normalidad liberal se paga sus propias fantasías.
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