“¿En qué momento se había jodido el Perú?”. Esta frase en “Conversación en La Catedral” de Mario Vargas Llosa plantea el desafío metafísico de imaginar un hito de bifurcación donde el Perú se apartó de ser lo que su porvenir de grandeza le mandaba que sea, pero no fue. La frase de la ficción literaria se ha usado en la Argentina, en espejo, para preguntarnos cuándo fue que nos corrimos de nuestro “destino manifiesto” de ser potencia, para derrapar hoy en el subdesarrollo y el atraso.
Hay un pensamiento hegemónico (que por serlo penetró en todas las clases sociales) que pretende que, porque la Argentina cuenta con una dotación de recursos primarios apetecidos por el mercado mundial, eso solo ya le garantiza a nuestra nación entrar al concierto de países desarrollados del mundo. Lo que se frustra por culpa de la torpeza de sus habitantes, una manga de vagos y corruptos, que solemos hacerlo todo populistamente mal. Andrés Kozel ha indagado en esa vertiente de pensamiento (amada por nuestras elites y sus obsecuentes de la clase media) y ha hecho importantes hallazgos. Entre ellos está que, si bien los apólogos del fracaso argentino como Lugones, Martínez Estrada, Irazusta y Villafañe eran conservadores, mostraban en algunos casos preocupación por la falta de industrialización del país, por la no protección de los intereses populares, por el avance del imperialismo anglo-estadounidense y por la ausencia de una postura nacionalista en nuestra dirigencia económica. Preocupación de la que hoy la Asociación Empresaria Argentina (AEA), la Unión Industrial Argentina (UIA) y la Sociedad Rural Argentina (SRA) carecen por completo.
La densidad nacional y la ruptura del pacto constituyente
¿En qué momento se había jodido la Argentina? No hay un instante que se podría ubicar en Pavón, o en el golpe del ‘30, o en la Revolución Libertadora, o en el Proceso de Reorganización Nacional. Hay más bien un campo formado por las clases acomodadas del país, donde aquellos sucesos históricos y golpes de Estado fueron solo catalizaciones coyunturales de una idiosincrasia mediocre de los dueños del capital vernáculos. Como la leche en polvo, que conforma un continuo, pero donde cada tanto se le forman grumos. Grumos que son manifestaciones eventuales de la mala leche siempre presente en nuestra elite. Hoy estamos ante la formación de un nuevo grumo.
Aldo Ferrer creó el decidor concepto de “densidad nacional”, que es una característica de los países que explica su desarrollo exitoso. La densidad nacional de un país se constituye en cuatro factores. El primero es la “cohesión” de su comunidad, que significa que esta tiene líderes talentosos que impulsarán un proceso económico de crecimiento y acumulación que va a beneficiar a todas las clases sociales. Desigualmente tal vez, pero a todas, sin provocar marginalidad ni exclusión de ninguna. El segundo es la existencia de “liderazgos nacionales”, esto es, que los líderes de ese proceso de crecimiento económico inclusivo tengan consciencia de pertenencia a su comunidad nacional. El tercero es la “institucionalidad”, es decir, el requerimiento de que el proceso de crecimiento económico inclusivo impulsado por los líderes nacionales se cosifique en normas y cultura, de manera de conformar una base perdurable que resista vaivenes coyunturales. Y cuarto es el “pensamiento crítico”, que consiste en la virtud de esos líderes nacionales, impulsores del proceso de crecimiento económico inclusivo e institucionalizado, para tener la capacidad de identificar, de entre la miríada de distintas doctrinas, cuáles son aquellas verdaderamente útiles y aplicables para el bienestar de su comunidad. El historiador británico Arnold Toynbee, a esa dirigencia caracterizada por Ferrer como de alta densidad, la llamaría “minoría creativa”, ya que supera con éxito los desafíos (incitaciones) de su tiempo.
La doctrina del shock autoinducido del Presidente libertario Javier Milei se configura por iniciativas como el caputazo, el DNU 70/2023 y las leyes ómnibus, que implican la mismísima ruptura del pacto constituyente de nuestra nación. La Constitución nacional es un contrato fundacional al que se ha llegado, no por la idea de un iluminado en solitario, sino luego de guerras civiles y pujas partidarias que consiguieron institucionalizarse democráticamente. Por su estructura rígida, para modificar nuestra Constitución, se requerirá la previa declaración de necesidad de reforma por las dos terceras partes de nuestro Congreso. Luego, la elección popular de una convención constituyente que, una vez conformada, se abocará solo y únicamente a tal menester (art. 30, Constitución nacional). La construcción de todo ese edificio institucional, que costó dos centurias y sangre de miles de argentinos, hoy pretende ser derribado por el berrinche de un salvador providencial.
Nuestro pacto constitucional está contenido en un texto liberal, rejuvenecido con institutos del constitucionalismo social y convencional de derechos humanos reconocidos internacionalmente. Esa es la estructura institucional de nuestra nación, que ahora pretende ser borrada a golpe de decreto. Decreto que en su arrogante mesianismo trueca un régimen liberal (que impulsa un Estado fuerte para salvaguardar libertades ciudadanas) por una descomposición que retrograda a un “estado de naturaleza hobbeseano”. O, si se quiere, a un Leviatán privatizado.
Dice el Artículo 2 del DNU 70/2023: “El Estado nacional promoverá (…) un sistema económico basado en decisiones libres, adoptadas en un ámbito de libre concurrencia (…). Para cumplir ese fin, se dispondrá la más amplia desregulación del comercio, los servicios y la industria (…) y quedarán sin efecto todas las restricciones a la oferta de bienes y servicios, así como toda exigencia normativa que distorsione los precios de mercado, impida la libre iniciativa privada o evite la interacción espontánea de la oferta y de la demanda”.
La “promoción” de este nuevo Estado anarco-capitalista (valga el oxímoron), que se quiere investir a decretazo limpio, colisiona con la del “bienestar general” del Preámbulo de nuestro pacto constitucional. Habla de una “libre concurrencia”, una entelequia que solo existe en el imaginario de la escuela austríaca, donde no hay sociedad, sino apenas una suma de individuos que habitan en el mismo espacio de casualidad. Todos “robinsones crusoes” aislados, sin sujetos económicos que armen bandas para imponerles condiciones abusivas a los demás débiles. Sin un Ledesma que acapare en la Argentina el 70 % del mercado del azúcar, sin un Arcor con el 78 % de los enlatados, sin un Bimbo con el 80 % de los panificados, sin Coca y Pepsi con el 87 % de las bebidas. Sin transnacionales como ADM, Cargill, Dreyfus, Cofco y Bunge que manipulen el 90 % del comercio de cereales y oleaginosas mundial. Un rubro que representa la mitad de todas las exportaciones argentinas. Si Bunge termina de tragarse a Vicentin, él será el 15 % del total de todo lo que exporta nuestro país. Sin que el comercio mundial de productos farmacéuticos, electrónicos, informáticos y automotores se dé en un 70 % intra-firma (esto es, con la misma empresa a los dos lados del mostrador-frontera). Sin que la administradora de fondos BlackRock maneje sola un volumen de inversión que supera el PBI de cualquier país del mundo, con excepción de Estados Unidos y China. Ese es el mundo real que jamás podrán ver Murray Rothbard y Benegas Lynch (h), oráculos de nuestro libertario Presidente, ya que para ellos la empiria es imposible en la economía. Si los hechos contradicen la teoría, es la realidad la que se equivoca.
La promoción del “bienestar general” por parte del Estado, fin contenido en el Preámbulo, es casi la columna vertebral de nuestro pacto constitucional liberal. Un Estado presente en la consecución del bien común, que no es la suma de los bienes individuales. El bien común son las condiciones de vida en la comunidad, que les permiten a sus integrantes desarrollarse, con valores democráticos amparados por el Estado. A ese dictum liberal se suman en la Constitución los institutos de protección al trabajo, ingreso digno y seguridad social (art. 14 bis); al medio ambiente (art. 41); al consumidor (art. 42); a los pueblos originarios (art. 75, inc. 17), y a la progresividad de los derechos al desarrollo social, económico, educativo, científico, cultural establecidos como derechos humanos, en los tratados internacionales que la Constitución incorpora en el artículo 75, inciso 22. Junto con la justicia social (art. 75, inc. 19). Ese pacto constitucional, con las formas republicanas y división de poderes (arts. 1, 29, 30, 31, 75, 99), como bien señala el constitucionalista Andrés Gil Domínguez, queda violentado a punta del DNU 70/2023. Con este decretazo nulo de nulidad absoluta (art. 34 y 99, Constitución nacional), el “para qué” tenemos una Constitución nacional queda aniquilado. Y con esto, siguiendo al penalista Raúl Zaffaroni, se amenaza la paz de los argentinos. Paz lograda, que se malogró en cada quiebre del orden constitucional.
¿Quiénes joden con la Argentina?
¿Quiénes joden con la Argentina? Esta es la pregunta que nos correspondería hacernos. El caputazo, el DNU 70/2023 y el proyecto de ley ómnibus nos dan una oportunidad para averiguarlo. Usando la herramienta teórica “densidad nacional” de Aldo Ferrer, la respuesta es que joden con la Argentina aquellos líderes que, procurándose los frutos de un modelo económico para sí a expensas de los demás, demuestran que la cohesión social no les interesa. Que con sus actos, como abrirse a la usura internacional o renunciar a tener una moneda propia, evidencian que no tienen consciencia de pertenencia a su nación. Que desprecian la institucionalidad labrada en dos siglos de disputas y acuerdos, como lo es la Constitución nacional. Y que carecen de pensamiento crítico para darse cuenta de que las ideas del panfleto libertario hoy aullado les podrán dar ventajas, sí. Pero los mayores beneficiarios de eso se encuentran fronteras fuera de nuestro país. Entre otras lindezas: ¿se imaginan al Ministerio de Agricultura de China actuando en estas pampas sin las restricciones de la Ley de Tierras? No son la minoría creativa que proyecta una Argentina industrial, avanzada tecnológicamente e integrada social y territorialmente. Toynbee los hubiera calificado apenas de “minoría dominante”.
La Asociación Empresaria, la Unión Industrial y la Sociedad Rural (que no sabemos bien por qué le agregan “Argentina” a sus nombres) han berreado apoyando el caputazo, el DNU 70/2023 y el proyecto de ley ómnibus con un do de pecho. Los apellidos de sus integrantes coinciden con los que en 1976 sustentaron una dictadura que hizo una carnicería para pisar la Constitución, exterminar la organización democrática, degradar la moneda nacional, des-industrializar al país, endeudarlo, privilegiar el capital extranjero. Y, como si esto fuera poco, hacerle la guerra a la alianza militar más poderosa de la historia universal. Con resultado previsible. Al presente, no hemos podido recuperarnos del daño causado. La Argentina no volvió a industrializarse y se convirtió en un país desigual con pobreza estructural.
Lo que es peor. Nos olvidamos de la figura del autor intelectual, del instigador, del partícipe necesario, del decomiso de los frutos mal habidos del delito. Así, hoy, los mismos de hace cuarenta años pueden volver a pujar para imponer este nuevo golpe a la Constitución y estado de sitio socio-económico. Si el experimento sale mal otra vez, los que joden con la Argentina culparán al ejecutor material diciendo que estaba loco.
* Javier Ortega es doctor en Derecho Público y Economía de Gobierno, docente de UNDAV-UNLA.
--------------------------------
Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí