¿Quién paga la crisis?
Cómo financiar el rol del Estado ante la resistencia de los sectores económicos dominantes
Ante el catastrófico escenario de la crisis económica iniciada en 1929 y la evidente incapacidad de las políticas liberales para superarla, John Maynard Keynes afirmaba en junio de 1933 que el “decadente e individualista capitalismo internacional, en manos del cual nos encontramos desde la guerra, no es un éxito. No es inteligente, no es bello, no es justo, no es virtuoso y no distribuye los bienes. En pocas palabras, no nos gusta y comenzamos a despreciarlo. Pero cuando nos preguntamos qué cosa poner en su lugar nos sentimos sumamente perplejos”.
Provinieron del campo de la política los pasos cruciales para convertir la dramática perplejidad de Keynes en el inicio de un largo sendero de salida de la crisis, que implicó una reconfiguración de fondo en los modos de regulación económico-social. Tres meses antes de la publicación de Autosuficiencia nacional —de donde proviene la cita— el recién asumido Presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, daba inicio al denominado New Deal con una radical serie de reformas en consonancia con la acuciante situación: caída del 50% en el producto industrial, 25% de desempleo, derrumbe del sistema financiero y bancario, extensión de la pobreza, etcétera. El programa, que cambió el paradigma sobre el rol estatal en las sociedades de mercado, implicó extensas regulaciones sobre el sistema financiero, la fijación de precios y subsidios para sectores agrícola e industrial, asignaciones para atender la pobreza, leyes de seguridad social, obra pública, fortalecimiento del rol sindical e incrementos extraordinarios en la imposición tributaria de carácter progresivo. En este último punto se destaca el tributo a la riqueza incluido en la Revenue Act de 1935, cuya imposición sobre la población de más altos ingresos llegó al 75%, articulándose con medidas antievasión fiscal en 1937.
No hay que dejarse engañar por la denominación de New Deal, que remite literalmente a un nuevo acuerdo social. El cambio regulatorio y el nuevo rol del Estado, necesarios para conformar lo que Eric Hobsbawm denominó “etapa de oro del capitalismo” en alusión a la combinación de crecimiento económico sostenido e incremento de salarios y ganancias entre la segunda posguerra y el giro neoliberal de los años '70, no fue un amoroso paseo policlasista por las verdes praderas del desarrollo social.
Muy por el contrario, fue una tensa disputa centrada en el uso efectivo de excedentes altamente concentrados para salvar a la economía de libre empresa “de sí misma”, tal y como afirmó el historiador británico. Desde las duras criticas de Roosevelt al sistema financiero y grandes empresas por prácticas especulativas, a los obstáculos impuestos al segundo New Deal de 1935 por parte de la Corte Suprema en el contexto de fuertes presiones intersectoriales. Quizás las perplejidades de Keynes, expuestas al inicio de este artículo, no eran tanto sobre el “qué hacer” en términos económicos sino sobre el “cómo hacerlo” en términos políticos.
Varios elementos actuales conspiran en favor de una mirada sobre estos relevantes hechos del siglo XX de un modo que vaya mucho más allá de una mera cita historiográfica. El de mayor carga simbólica —además de su gravitación económica en la cuantificación de la contracción global— es probablemente el que incluye el FMI en la reciente edición de su informe titulado World Economic Outlook. Allí se propone el nombre de “gran confinamiento”, en directa analogía con la “gran depresión” de 1929, para identificar a la actual crisis económica resultante de la pandemia. En lo que puede leerse como una posición implícita del organismo acerca del actual debate global entre economía y salud como eje de las políticas públicas, se afirma que “la prioridad inmediata es contener las secuelas del brote de Covid-19”, a la vez que indica que deben ser consideradas como una “inversión” —para la salud, en el corto plazo, y para la economía, en el largo— todas las medidas dedicadas a reducir los contagios. Y es enfático y repetitivo al mencionar que la normalización de las actividades económicas se producirá “una vez que se disipe la pandemia”. Otro punto saliente del texto reside en que destaca las medidas focalizadas de asistencia a familias y empresas, y llama a “reforzar las medidas fiscales” en el caso en que persista la caída de la actividad subrayando que surtirán mayor efecto cuando “las personas puedan desplazarse con libertad”.
La Covid-19 se propaga a través y a la misma velocidad con que se producen las relaciones básicas de funcionamiento económico: relaciones de intercambio, cooperación y control. Esta novedad agrega una dificultad a la convencional aplicación de políticas anticíclicas —cuestión sugerida en el informe—, a la vez que conduce la atención a una necesaria transferencia de recursos entre sectores sociales como clave para incrementar la potencia fiscal de los gobiernos.
Durante la entrevista realizada por Horacio Verbitsky al Presidente Alberto Fernández, publicada en El Cohete a la Luna el 5 de abril pasado, se dio a conocer una serie de proyectos en elaboración por parte de un conjunto de diputados encabezados por Máximo Kirchner, referidos a (1) un impuesto extraordinario a quienes se adhirieron al blanqueo de capitales realizado por el gobierno de Mauricio Macri en 2016, (2) la aplicación de topes o máximos en las utilidades de actividades con gran facturación y (3) contribuciones forzosas de legisladores con patrimonios mayores a 20 millones de pesos. Si bien destacó que el tema tributario es atribución del Congreso Nacional, Fernández fue claro al expresar su preferencia por la aplicación de tributos a grandes ganancias y a fugadores de capital. Al mismo tiempo, rechazó la posibilidad de reducir el salario de los funcionarios públicos, lo que implicó una respuesta explícita a lo exigido por los reclamos de los menguados cacerolazos promovidos por la oposición sin cargos de gestión luego de la reciente controversia entre el gobierno nacional y el CEO de Techint, por el despido de 1.450 trabajadores en medio de la pandemia.
Si bien las presiones desde ciertos sectores para relajar la cuarentena se mantuvieron presentes, a partir de ese momento el debate público asumió un tenor más esencial, centrándose en el modo de financiar el creciente rol del Estado en el contexto desde una perspectiva que atiende a uno de los modos en que se reproducen las asimetrías sociales y las restricciones del desarrollo local. Sintéticamente, las categorías de “grandes ganancias” y “fugadores de capitales” antes mencionadas refieren a la concatenación estructural del comportamiento de los sectores económicos dominantes desde, al menos, la última dictadura militar y la aplicación del patrón de acumulación que Eduardo Basualdo ha denominado “valorización financiera”.
En el documento de trabajo número 14 del CEFID-Ar, escrito en colaboración con Jorge Gaggero y Emiliano Libman y titulado “La fuga de capitales. Historia, presente y perspectivas” —el primero de una extensa realizamos un análisis de las distintas definiciones existentes a nivel internacional, que van desde la legalidad o ilegalidad del movimiento de capitales y los efectos macroeconómicos, a su rol como parte de las herramientas de disciplinamiento social que esta práctica implica, empezando por la severa limitación del margen de acción de los Estados para mitigar desequilibrios internos de diverso tipo. Ya sea a través del impacto macroeconómico por el drenaje de divisas y la afectación del tipo de cambio, o por el fiscal, al ocultar abultadas riquezas generadas y depositadas muy frecuentemente en cuentas en paraísos fiscales, los fugadores “votan” a partir de sus tenencias de capital, vulnerando los principios de preeminencia soberana de “un ciudadano-un voto” y reemplazándolo por “un dólar-un voto”. Es por ello que, entre otros objetivos, es coherente afirmar que las políticas de desregulación propuestas por corrientes ortodoxas y liberales en materia de movimientos de capitales transfieren capacidades de decisión soberana al sector privado, a la vez que debilitan las herramientas que hoy son necesarias para intervenir en el escenario pandémico preservando derechos. Una estimación “de mínima” para medir la fuga de capitales en términos de stocks, surge de la denominada Posición de Inversión Internacional que publica el Ministerio de Economía bajo parámetros estandarizados. Los datos disponibles para el último trimestre de 2019 arrojan la cifra de U$S 335.377 millones de activos de residentes privados en el exterior.
Si a estos elementos se suma la escasez estructural de divisas como elemento característico en países como la Argentina, y el hecho sobradamente documentado y estudiado acerca de la promoción del endeudamiento externo público como vía para acelerar la fuga privada, la gravedad de este mecanismo asume grandes proporciones.
Resulta relevante notar que, luego de varios transcendidos, la estrategia gubernamental actual se ha focalizado en dos movimientos. El primero, anunciado por el diputado Carlos Heller, que consiste en la presentación de un proyecto de tributo extraordinario a cerca de 12.000 ciudadanos que perciben ingresos superiores a U$S 3 millones, con el que se espera recaudar un monto superior a los U$S 3.000 millones. El segundo, encarado por la AFIP, dirigido a detectar cuentas externas de residentes argentinos no declaradas a la autoridad fiscal. Mercedes Marcó del Pont, a cargo del organismo, ha anunciado que se han fiscalizado 950 cuentas de este tipo por un valor de U$S 2.600 millones. De este modo, se enfoca no sólo a la cúpula local de ingresos y riqueza sino a quienes han evadido y escondido activos.
La reacción que ha podido apreciarse tanto en ámbitos políticos variopintos como en medios periodísticos muestra que una medida que es razonable y justificada —más aún en este contexto— se encontrará con resistencias no desdeñables. El poder económico es, en sí, evidencia de un modo de dominación social siempre en tensión que opera a distintos niveles, incluyendo el ideológico y el político, y que apunta sus efectos sobre los modos de regulación colectiva. La figura que asoma para concentrar la potencia del rechazo a la tributación a la cúpula social en términos económicos, es la de la “rebelión fiscal”. Constituye, sin dudas, una inteligente elección discursiva. Pero, ¿dónde reside la potencialidad de esta insinuada bandera? Digámoslo sintéticamente: reside en su eventual capacidad para convertirse, en el marco del debate colectivo, en una imagen simbólica de la categoría “pueblo”. Su antítesis, la que debe eludir a toda costa para no perder su potencialidad, es la categoría “privilegio”. Es decir, reside en la capacidad contingente que estos escasos 12.000 residentes argentinos —el 0,03% de la población nacional mayor a 15 años— tengan, a nivel ideológico y discursivo colectivo, de convertir su particular interés —su posición de privilegio— en el símbolo de una mayoría atacada injustamente por un totalitarismo estatal pintado a medida. De esto —convengamos— se trata la hegemonía, como nos diría, quizás, don Ernesto Laclau.
Es por ello que la decisión de acotar la cantidad de contribuyentes a la identificación de una efectiva élite social, por parte de los legisladores oficialistas, resulte muy apropiada mientras se asegura una conducencia fiscal imprescindible en el marco actual. En términos económicos, supone el redireccionamiento de recursos que, de otro modo —dada la relativamente baja propensión a consumir de esta elite— no generaría efectos anticíclicos en un contexto que, como hemos mencionado, requiere mucho más urgentemente transferencias directas para asegurar el consumo básico de todos con baja circulación en las calles.
La iniciativa, tal como fue enunciada hasta ahora, poseería los elementos básicos con los cuales conformar un amplio campo político de sustento que otorgue el sentido colectivo y la legitimidad social necesarios. De ser así, sus implicancias democratizantes irán mucho más allá de la pandemia.
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