Quién me quita lo escuchado
El prólogo de Mónica Müller al libro que recoge las columnas musicales del Perro
Lo que sigue es el precioso y emotivo prólogo que Mónica Müller escribió para La música del Perro, el libro de Editorial Las Cuarenta que recoge las columnas melómanas que Horacio Verbitsky publica semanalmente en El Cohete A La Luna.
La banda de sonido de nuestro largometraje empezó a sonar una noche de 1993 cuando le abrí la puerta de mi casa y se sobresaltó al escuchar a Sinéad O’Connor cantando ese tema que todos conocemos como Bewitched (hechizada), aunque su título completo es Bewitched, bothered and bewildered (hechizada, molesta y desconcertada). Él acababa de salir de su oficina, donde sonaba el mismo tema interpretado por Ella Fitzgerald y la coincidencia nos pareció una señal que no podíamos desatender.
Esa comunión mágica de temas pese a la diferencia de intérpretes marcó toda nuestra relación, también la musical. Él, siempre leal a los clásicos indiscutibles y yo de a ratos enamorada de las versiones descartables. Él profundizando con su rigor enciclopédico el conocimiento de una época o un autor y yo saltando de una canción a otra, fiel sólo al placer de mis oídos. Él defendiendo la calidad de los Rolling Stones -que nunca escuchaba- en oposición a mi amor por los Beatles, aunque con una nobleza conmovedora me trajo de Londres todos sus discos. Con la misma generosidad me regaló todos los films de Sandro, al que adoro por pura nostalgia. En Leonardo Favio, su gran amigo, coincidíamos los dos, Horacio por su cine y yo por sus canciones románticas.
Obstinado en vencer mi resistencia cerril a aprender lo que no me interesa emprendió en cuanto nos conocimos mi formación musical, un curso metódico sin horarios ni feriados. Aprobé sin darme cuenta el riguroso seminario sobre Sarah Vaughan que me dictó mientras hacíamos otras cosas. Durante meses me grabó cassettes rotuladas con su hermosa letra y con el nombre de cada tema, el de los músicos acompañantes y el año y lugar de su grabación, hasta que supe reconocer con los ojos cerrados los distintos matices y épocas del fenómeno Vaughan. Me sirvió para descubrir que mucho más que sus fraseos virtuosos me atraía la voz rota de Billie Holiday. Enseguida consiguió Les chants de l´aube de Lady Day, su biografía en francés, que leímos juntos en una semana para entender mejor su canto y su vida.
A continuación encaró los pianistas. Las primeras materias fueron Thelonious Monk, Art Tatum, Duke Ellington y Bill Evans, que no me resultaron difíciles porque los había oído distraída durante toda mi adolescencia. Después de pocos meses de escucha intensiva podía diferenciar casi siempre a uno de otro, lo que a él lo llenaba de satisfacción. Su meta de transformar a una Galatea sorda en una experta catadora de sonidos tropezó con dificultades serias durante la cursada de Trompetas I, porque a pesar de mi buena disposición nunca pude superar la tirria que me provocan los sonidos agudos. Le alegraba que a pesar de sus moscardoneos me gustara mucho Miles Davis, pero no le bastó: insistía en que aún bothered y bewildered y a pesar de empeñar mi mejor voluntad, escuchara chirriar a Dizzie Gillespie un rato todos los días. Reprobé casi todos los multiple choices orales que me tomó después de cada seminario, hasta que resignado bajó la vara y la estridencia de los agudos y pasamos a los amables Louis Armstrong, Clifford Brown y Chet Baker, a los que diferencié enseguida sin dificultad.
Cuando decidimos dividirnos las tareas de la convivencia fue natural que él quedara a cargo del Ministerio de Salidas y Entretenimientos de la pareja. Durante su gestión fuimos a recitales inolvidables: Michael Petrucciani haciendo vibrar todo el teatro colgado del piano y aporreando el teclado con sus zapatillitas, Caetano Veloso en su traje gris de oficinista matando de amor a todos alrededor y Brad Mehldau con su musa desafinada que una platea cruel abucheó hasta hacerla abandonar el escenario.
En el Colón escuchamos a Kathleen Battle, a quien los pedidos de bis no dejaron ir durante una hora que culminó con un negro spiritual estremecedor, y a José van Dam cantando los Winterreise de Schubert, que nos dejaron temblando de emoción y con las manos doloridas de tanto aplaudir.
Pero lo que más lo entusiasmaba era ir a pequeños lugares de jazz para escuchar a los músicos nacionales poco conocidos. Juntos quedamos fascinados con Francisco Lo Vuolo, Mariano Loiácono, Damián Bolotin y Sonia Posetti, una flaca poderosa a la que adora como pianista pero no menos como compositora.
Hace muchos años alguien le habló de un pianista ignoto llamado Adrián Iaies y una noche fuimos a escucharlo al auditorio de un colegio alemán. Al terminar el concierto Adrián se acercó a saludar y Horacio, que levitaba de emoción, le auguró que pronto iba a ser muy famoso. Adrián -un muchacho modesto todavía- dijo que no se tenía tanta fe como la que le manifestaba. Me resultó asombroso que su predicción se cumpliera tan poco tiempo después. Durante muchos años y hasta que compuso el vals dedicado a Beatriz Sarlo, lo seguimos fielmente en cada uno de sus recitales. Lo escuchamos solo, con sus distintas formaciones y en dúos inolvidables con Liliana Herrero, que junto con Lidia Borda es quizás la cantante argentina preferida del Perro.
Horacio vuelve una y otra vez con el recuerdo a los sonidos de su infancia en Ramos Mejía. Fiorentino, Troilo, Edmundo Rivero, Django Reinhardt, Duke Ellington, Mozart y Bach le ponían la música a la vida con su papá Bernardo y su mamá Jana, descendientes de ucranianos, integrados y apasionados por la cultura argentina. Jana, una de las primeras mujeres ingenieras de la Argentina, tocaba tangos al piano con una gracia deliciosa y preparaba un arrollado de frutillas que era la perdición de Rivero cuando iba de visita. A Horacio le impresionaba tanto el tamaño de sus manos que durante muchos años le pareció lógico que se llamara El Mundo Rivero.
Las grabaciones de Astor Piazzolla eran una presencia diaria en nuestra casa, como los tangos clásicos, la ópera, Eduardo Falú, Carlos Guastavino y la para mí impenetrable música dodecafónica. Aunque en dosis menores, también escuchaba a Lauryn Hill y a Amy Winehouse, sospecho que más atraído por su actitud que por su voz. Horacio era y es básicamente un omnívoro musical. Cuando leo y escucho en el Cohete a la Luna la música que escucha mientras escribe me hace gracia comprobar que sigue siendo el mismo omnívoro de siempre pero más selectivo que nunca.
La ligereza de Glenn Gould, al que exploró hasta agotar todas sus grabaciones y videos experimentales, no le parece menos hermosa que la furia de Daniel Barenboim azotando el teclado, aunque su admiración por él excede largamente el campo de la música. Es su coraje y su claridad frente al nudo árabe-israelí lo que lo conmueve tanto o más que su talento. Empeñado en cambiar opiniones con él organizó una entrevista que se hizo en una oficina del Colón y que grabé en video. Tengo el registro de los dos, tan diferentes y tan parecidos, contemporáneos, hijos muy porteños de inmigrantes judíos, gesticulando con sus manos tan pequeñas y sin embargo tan potentes.
Horacio se murió por primera vez en 1999 a causa de una hemorragia gástrica provocada por dos aspirinas. Se desangró, hizo un paro cardíaco, lo resucitaron, lo operaron en una forma heroica porque su estado era gravísimo, tuvo una infección por un germen intrahospitalario y pasó tres semanas internado, una de ellas en terapia intensiva. Vivíamos frente al hospital, pero dormí todas esas noches en la sala de espera porque me parecía que así lo sostenía con vida. Una madrugada se me acercó la enfermera de guardia y me susurró muy preocupada:
—Su marido me pide que le diga que está escuchando al halcón. No sabemos qué significa, pero dice que usted lo va a entender.
Claro que lo entendía. En su delirio farmacológico estaba alucinando el saxo de Coleman Hawkins. Me reí mucho en silencio esa noche, caminando sola por los pasillos desiertos del hospital, pensando que tanto si era una señal de recuperación como de un final cercano, él estaba gozando la música que amaba. Y en realidad era eso, no la permanencia, lo que debía importarnos.
Muchas veces me dijo que a su vida sólo le faltaba haber sido músico. Poder interpretar un instrumento y compartir la camaradería que se percibe entre los músicos cuando tocan es tal vez lo único que lo vi envidiar durante nuestros años de vida en común.
Me hizo conocer a Tony Bennett, a quien también escuchamos la última vez que estuvo en Buenos Aires. Horacio siente una profunda simpatía por el personaje más allá de su música. Le gusta llamarlo por su verdadero nombre: Anthony Dominick Benedetto, como si fuera su amigo. El mismo Bennett se describe como músico y pintor, y aunque dice que en esa faceta le falta mucho por aprender, sus cuadros tienen el encanto de un romanticismo ingenuo que parece el reflejo su alma. Estuvimos en New York justo cuando hubo una gran muestra de pintores rusos en el Guggenheim. Yo estaba mirando una tela de Malevich cuando oí que dos guardias del museo nombraban a Tony Bennett. Uno le comentaba a otro que los lunes, cuando estaba cerrado, entraba con un permiso especial y pasaba horas en soledad y en silencio contemplando absorto ciertos cuadros.
Durante años viajamos mucho juntos y era entonces cuando las tareas de Horacio como ministro de Entretenimientos se lucían especialmente. Nueva York era un lugar de perdición musical para él. Cuando existía Virgin, recorrer sus pisos era una de las primeras cosas que hacíamos al llegar para pescar la música que no se conseguía en Buenos Aires. Esas grandes cadenas ya son historia, pero sigue en pie el pequeño Academy Records, un local escondido que él explora cada vez que va, en busca de CDs y DVDs raros que guarda como tesoros preciosos.
En Nueva York escuchamos a Mc Coy Tyner, el mítico pianista de Coltrane, a Milt Jackson con su vibráfono de otro planeta, y fuimos a un prodigioso concierto de John Lewis en el Lincoln Center. Nos metimos en todos los clubes de jazz conocidos y desconocidos, en cuevas, en sótanos, en el sofisticadísimo Iridium y en el tradicional Blue Note atestado de japoneses impasibles. En el encantador Sweet Basil, que ya no existe, escuchamos una noche mágica a Bob Berg, el último saxofonista de Miles Davis, y al salir descubrimos que la ciudad había aprovechado nuestra distracción para cubrirse de nieve.
En un club subterráneo oímos y conversamos con Dee Dee Bridgewater, que parecía muy interesada en algo más que las orejas de Horacio. Alguien les sacó una foto juntos y se la mandó a nuestro amigo Guillermo Hernández, el dueño de la legendaria disquería Minton’s, con el objeto confesado de hacerlo morir de envidia.
También en Nueva York y por puro amor tuvo el gesto de invitarme a ver a Woody Allen tocando atrozmente el clarinete en un club de jazz que no era el hotel Carlyle. Para mí fue duro el desencanto de oírlo, pero compensé el mal trago observando a la señora Konigsberg, su madre, con los dedos cargados de anillos tintineantes dándole la espalda mientras hablaba sin parar con otras cacatúas mientras él se esforzaba soplando. Todo el cine de Allen se explica con esa sola escena.
Cuando las cassettes artesanales (que todavía guardo) y los VHS (que le regalé a alguien) se transformaron en objetos vintage, Horacio descubrió los discos laser, una nueva especie que se extinguió enseguida, cruza de disco LP con DVD. Muchas tardes volvía de Piscitelli con un cargamento que veíamos en sucesivas panzadas comiendo sandwichitos porque no perdíamos tiempo ni para cocinar. Fue una época de mucha ópera en versiones clásicas y contemporáneas y muchos conciertos sinfónicos que escuchábamos y mirábamos todas las noches.
Pronto nos alcanzó el progreso e incorporamos a nuestros equipos un lector de DVDs, un cañón de reproducción y una pantalla desplegable que instalamos en el living, donde desde entonces devoramos largometrajes clásicos sin parar. Los de Fred Astaire eran claramente los preferidos de Horacio. No creo estar exagerando si digo que vio algunos diez veces, fascinado por sus pasos mágicos, por la música, las letras y la candidez de los argumentos. Lo vimos bailar en blanco y negro y en technicolor con Eleanor Powell, Rita Hayworth y Ginger Rogers, pero era la combinación química con Cyd Charisse la que a él sencillamente le hacía perder la cabeza. Antes y ahora coincidimos en nuestra escena de belleza y amor preferida: los dos bailando Dancing in the dark en el Central Park, tan impregnada de romanticismo y sensualidad que pueden verse las feromonas brotar de la pantalla.
En Buenos Aires y en Luxemburgo fuimos a escuchar al impresionante Ray Charles y en Barcelona ocurrió un milagro que Horacio atribuye a la conexión que hay entre él y Tony Bennett. Había ido a despedirme al aeropuerto y mientras esperábamos leímos en el diario que esa noche daba su último recital en la ciudad. Si se quedaba hasta la hora del embarque no llegaba a tiempo, pero si salía en ese mismo momento quizás podía llegar justo al inicio del concierto. Le insistí en que se fuera, nos despedimos apurados, atravesó el tráfico endemoniado con un taxi y llegó al teatro en el momento justo en que comenzaba la función. Se acercó a la boletería sin esperanzas de encontrar entradas, pero quedaba sólo una, la suya, como si Tony la hubiera reservado para él.
Creo que en ese mismo viaje a Barcelona fuimos a visitar una muestra sobre el exilio español, con fotos tremendas del éxodo a Francia y una delicadísima puesta de luces y audio. Todo estaba tan bien colocado que, sin esperarlo, al dar un giro hacia un rincón oscuro de techo muy bajo, nos topamos con una vitrina apenas iluminada, donde sólo había una vieja silla que sostenía el pequeño cello de Pau Casals, el mismo con el que tantas veces había tocado las suites de Bach que sonaban en ese momento y que Horacio escuchaba siempre sin poder contener las lágrimas. Se quedó un largo rato desbordado de emoción, repitiendo:
—Es tan chiquito, mirá qué chiquito es.
Días antes unos amigos catalanes nos habían llevado a conocer la casa natal de Casals en El Vendrell, frente al mar. Todo estaba cargado de su espíritu: la austeridad de los ambientes, la belleza de las baldosas calcáreas y de las maderas limadas por el viento salado, los muebles originales y hasta el primer instrumento que tocó, una calabacita rústica que le había construido su padre cuando tenía seis años.
Hablo en pasado porque hace un año y medio nuestras bandas de sonido tomaron trayectorias tan divergentes como las de los fragmentos de una estrella que muere. Yo sé lo que él escucha porque leo El Cohete a la Luna, pero él no sabe que además de los advenedizos románticos y melosos que tanto lo irritan y los raperos, traperos, cuarteteros, viejos hippies y cumbieros que aparecen en mis playlists de Spotify, en mi cabeza sigue sonando, y espero que para siempre, toda la música que escuchamos juntos.
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