¿QUIÉN HABLARÁ POR LOS ARGENTINOS?
¿Merecemos seguir siendo un pueblo, o nos basta con ser la vanguardia del ultra-subdesarrollo?
En 1982, yo tenía 20 años. Llevaba cursada más de la mitad de la carrera de Periodismo, en la Universidad de Lomas de Zamora, y ya trabajaba. Tanto esos estudios como tres de mis cinco años de la secundaria habían transcurrido en el marco de la dictadura, un régimen que todavía estaba en curso. Su final se precipitaría a partir de uno de los acontecimientos de ese año, la Guerra de Malvinas. Yo no había hecho el servicio militar, a cuenta de la prórroga que obtuve para estudiar. Pero, cuando la cosa se puso espesa, circuló la versión de que convocarían a toda la clase '62, aun a aquellos que no habíamos recibido instrucción, para impartirnos una formación mínima y enviarnos al frente. Y eso era algo que yo me rehusaba a aceptar. Nunca dudé de nuestros derechos sobre Malvinas, pero también estaba seguro de que no quería morir vistiendo el uniforme de mi enemigo. Porque mi enemigo concreto —mi explotador, mi tirano— eran los milicos locales, que se habían cargado la democracia y usurpado el poder. Y la perspectiva de someterme a sus órdenes y poner la vida en sus manos me sublevaba. En ese brete, mis padres sugirieron que me tomase unos días para "reflexionar", en una de las sucursales que mi escuela secundaria tenía en el interior. Sospecho que era parte de un plan para, llegado el caso, sacarme del país. No fue necesario. La derrota militar se anticipó, y además se cargó al régimen.
Durante ese mismo año, en que el yugo dictatorial se me volvió más asfixiante que nunca, vi por primera vez una serie que Canal 13 estrenó con fanfarria. Se llamaba Cosmos, la había creado un científico llamado Carl Sagan y era un documental que no se parecía a ningún otro que yo hubiese visto. Fueron trece capítulos dedicados a hablar del universo y de nuestro lugar en él —modestísimo, dicho sea de paso—, y yo los seguí con la clase de unción que hasta entonces sólo había dedicado a series y películas de ficción. Sagan narraba ante cámaras, era el Virgilio que guiaba nuestro viaje a los sitios más recónditos del espacio y a los momentos más significativos de la Historia con mayúscula.
Cosmos supuso la primera vez que yo consideré mi propia existencia, la de mi especie y la de mi planeta, en el contexto de un escenario infinitamente más grande y trascendente. De algún modo, Sagan fue mi Copérnico. Hasta ese entonces, yo había considerado que mi vida era el eje alrededor del cual giraba todo lo demás, y por extensión, que la Tierra y los humanos éramos —metafóricamente, al menos— la estrella central del único sistema que importaba. (Debo admitir que el 99% de la gente que conozco sigue viviendo de esa forma, como aquellos humanos que, hasta Copérnico, creían que todo giraba alrededor de nuestro mundo.) A través de Cosmos, Sagan recalibró mi visión y mis ideas sobre la vida.
A partir de entonces, entendí que yo era una gota en el océano del Tiempo. Una criatura microscópica en la escala del universo, hecha a partir de partículas llegadas de las estrellas. (Dice Sagan: "El nitrógeno de nuestro ADN, el calcio de nuestros dientes, el hierro de nuestra sangre, el carbono de nuestras tartas de manzana, todo eso proviene de estrellas que colapsaron".). Comprendí también que, a mi muerte, devolveré esa materia —esos átomos— al cosmos que me la donó generosamente. Una perspectiva que me dio humildad pero no me humilló, porque también suponía algo más: que tanto mis congéneres como el animal pensante-de-a- ratos que soy formábamos parte de la trama del universo (estructuralmente, materialmente), y por lo tanto éramos parte, asimismo, de la más grande obra de arte que haya existido nunca — aquella de la cual todas las demás obras de arte aspiran a ser un reflejo infinitesimal.
Esa perspectiva transformó además mis nociones religiosas, de las que había dependido para atravesar la noche negra de la dictadura. Ya no podía creer en un Dios que elegía salvar tan sólo a un pueblo, a una única confesión. Ese sonaba a un Dios mezquino, de mirada estrechísima, que ponía la vida humana —y ante todo, la vida de ciertos humanos– por encima de la totalidad del cosmos. Era una deidad pre-copernicana; estaba más cerca del demiurgo del gnosticismo que del dios que teóricamente había creado el universo que nos rodea. Sagan lo decía con todas las letras en su libro El cerebro de Broca (1979), que estoy seguro de haber comprado durante los '80 y perdido en algún lugar de la biblioteca familiar: "Alguna gente piensa que Dios es un macho de tamaño descomunal, piel clara y larga barba blanca, sentado en un trono en algún lugar del cielo, muy concentrado en el recuento de la caída de cada gorrión. Otros —por ejemplo Baruch Spinoza y Albert Einstein— consideraron que Dios era en esencia la suma total de las leyes físicas que describen el universo. No cuento con evidencia convincente respecto de patriarcas antropomórficos que controlen el destino de la humanidad desde una atalaya oculta en el cielo, pero sería una locura negar la existencia de las leyes físicas".
Para Sagan —y a partir de Cosmos, para mí también—, la ciencia no equivalía a escepticismo, sino todo lo contrario. En un libro del '95 que recién ahora estoy chusmeando (The Demon-Haunted World: Science as a Candle in the Dark), lo expresó con elocuencia. Después de aclarar que espíritu viene de la palabra en latín que significa respirar, y que lo que respiramos es aire y por ende materia, Sagan dice: "La ciencia no sólo es compatible con la espiritualidad; es una profunda fuente de espiritualidad. Cuando reconocemos nuestro lugar en la inmensidad de los años luz y el pasaje de las eras, cuando entendemos lo intrincado, bello y sutil del fenómeno de la vida, ese sentimiento vertiginoso, esa sensación de euforia y humildad combinadas, es algo espiritual, sin dudas".
Esa forma de ponderar la existencia me ayudó a no perder el equilibrio en los momentos de angustia, y a reconsiderar mi historia pero también la de mi país. Sin esa perspectiva, relatos como Kamchatka —particularmente la novela, que es del año 2003— no hubiesen llegado a existir, por lo menos en su forma definitiva. El capítulo 70, que se llama De las estrellas —lo advierto ahora, recién—, podría formar parte del relato de Cosmos. En un tramo dice: "En las páginas finales de su libro Una breve historia del tiempo, Stephen Hawking se pregunta: ¿por qué atraviesa el universo todas las dificultades de la existencia? Los tiempos en que nos imaginábamos centro de este fenómeno quedaron atrás, pero aunque mínima, seguimos formando parte del universo y por lo tanto sus ecos están presentes en toda nuestra vida. La respuesta a la pregunta de Hawking, pues, no puede no ser análoga a la que los humanos nos demos para explicar el impulso que nos lleva a sobreponernos a nuestros propios límites, a las guerras, al fanatismo, a los fracasos, a las pérdidas; el impulso que nos hace seguir adelante y atravesar –parafraseando a Hawking, que enfermo y todo ha hecho su parte— todas las dificultades de la existencia y construir una mejor versión de nosotros mismos antes de que se cumpla nuestro ciclo vital y nos enfriemos y contraigamos y apaguemos como el Sol".
¿Y cuánto falta para que se apague el Sol? Cinco mil millones de años. Por eso el capítulo cierra así, diciendo esto: "Cinco mil millones de años. Ese es el tiempo que nos queda para hacer las cosas bien".
Trumpo y Retrumpo
Lo que me recordó a Sagan fue un párrafo con el que me crucé en las redes hace un par de semanas. Era un fragmento de The Demon-Haunted World, que en nuestro idioma fue publicado como El mundo y sus demonios, y yo lo interpreté en clave política.
Sagan dice allí: "Una de las lecciones más tristes de la historia es esta: si hemos sido engañados durante suficiente tiempo, tendemos a rechazar cualquier evidencia del engaño. Ya no nos interesa descubrir la verdad. El engaño nos ha capturado. Es demasiado doloroso, simplemente, admitir, aun en nuestro interior, que somos sus prisioneros. Una vez que le diste poder por sobre tu persona a un charlatán, casi nunca lo recuperás".
Yo leí la palabra "charlatán" y primero pensé en Trump —porque Sagan es estadounidense y porque tenía fresca la película El aprendiz, que cuenta la transformación del joven Trump en el Trump que conocemos—, pero inevitablemente pensé a continuación en nuestro charlatán, el líder visible del proceso de destrucción que está convirtiendo nuestro país en una factoría neo-colonial, un enclave moderno del ultra-subdesarrollo. Por supuesto que Sagan no podía estar refiriéndose a fenómenos que aun no existían en 1995 —murió de cáncer al año siguiente; en ese sentido, se salvó—, pero su opinión sigue siendo válida tres décadas después. Hoy formamos parte de una trama de engaños que perpetuamos desde el silencio y la decisión de seguir actuando como si nada fuera de lo común estuviese ocurriendo.
Pero está pasando. Millones de argentinos, y en particular sus víctimas más directas, permitieron que los poderosos explotasen la decepción que les producía la política y los instasen a poner las llaves del reino en manos de alguien que los empobrece a velocidad supersónica. Toda la guita de la que carecen este fin de año voló a los bolsillos del FMI, de los especuladores internacionales y de los cómplices locales del saqueo, mientras infinidad de compatriotas comen salteado, se endeudan para pagar deudas previas y mueren viejos y enfermos crónicos porque no pueden pagar remedios que les son esenciales. Y todo eso, mientras Clarín pretende que comer tortas fritas en Navidad es más cool que comer pan dulce.
Días después me crucé con otro párrafo de El mundo y sus demonios, donde Sagan es todavía más explícito en términos políticos. Ya en estado de alerta, copié el link de la cuenta de Bluesky que difundía el texto, una que se identifica como Common Sense, o sea Sentido Común. "Alguna gente es muy buena en esto de ver venir las cosas a distancia", decía don Common Sense. Y a continuación reproducía el párrafo de El mundo y sus demonios donde Sagan —insisto: ¡en 1995!— decía lo siguiente:
"Tengo un presentimiento respecto de cómo será la América de mis hijos, o o de mis nietos — cuando los Estados Unidos se hayan convertido en una economía de información y servicios; cuando casi todas las industrias esenciales hayan migrado a otros países; cuando asombrosos poderes tecnológicos estén en manos de unos pocos, y nadie que represente al interés común pueda siquiera entender lo que está en juego; cuando el pueblo haya perdido la habilidad de establecer sus propias agendas o cuestionar con fundamentos a quienes detentan la autoridad; cuando, aferrados a nuestros cristales y consultando nerviosamente el horóscopo, con nuestras facultades críticas en plena declinación, incapaces de distinguir entre lo que se siente bien y lo que es verdad, nos deslicemos nuevamente, casi sin darnos cuenta, hacia la superstición y la oscuridad. La estupidización de América se hace muy evidente en la merma lenta pero constante de contenido sustantivo en los medios masivos de enorme influencia, en los contenidos reducidos a 30 segundos (y ahora a 10 o menos), en la programación dirigida al más bajo denominador posible, en las presentaciones crédulas en materia de pseudociencias y superstición, pero especialmente en lo que constituye una suerte de celebración de la ignorancia".
Y eso que Sagan estaba hablando en una era previa a Internet. Si viviese aún y viese cómo y cuánto colaboran las redes con la pelotudización de la humanidad (le erró en ese detalle, nomás: antes que el horóscopo, lo que las mayorías consultan hoy nerviosamente son sus cuentas de Instagram y TikTok y sus apuestas online), probablemente se iría a vivir a una cabaña en medio de la nada, a escribir manifiestos al estilo Unabomber.
Ese párrafo siguió dando vueltas en mi cabeza. El miércoles de esta semana volví a cruzármelo en Bluesky, como post de una de esas personas con las que desarrollé afinidad, a pesar de que sólo la conozco por las redes. Allí, quien se identifica como Solomillo Alcachofón (vercingetronix.bsky.social) reproducía el texto de Sagan con el siguiente comentario: "Carl Sagan es el Busqued de ellos". Me arrancó una carcajada, porque lo que flotó en mi mente durante días como noción nebulosa Solomillo lo había trasmutado en definición precisa.
¿Ubican a Busqued, no? Carlos Busqued fue un escritor argentino que murió prematuramente, a los 50, en el año 2021, pero cuyos posts circulan todavía y mucho por las redes, porque parecen seguir hablando con conocimiento de causa de cosas que pasan hoy. Daré apenas unos pocos ejemplos, de los que solía publicar en una cuenta llamada Un Mundo De Dolor y que no han perdido vigencia: "Aguante biden sin saber dónde tiene el culo ojalá apriete mal un botón de los misiles y desencadene una guerra nuclear y que no quede ni el loro" (a Biden todavía le queda un mes, por cierto, para hacer real la profecía de Busqued); "animártele a diego, pero quién mierda sos"; "qué estará haciendo gatisio ahora, alguna maldad"; "no entiendo de dónde sale la idea de que la policía está para cuidarnos"; "cada vez peor todo", y por último —porque entrás en la cuenta de Busqued, que sigue abierta, y no salís más, es adictiva—, esta que parece dirigida a nuestro actual Presidente: "la que no cerró en todo este tiempo es tu hna".
Si me permiten, retomaré aquí el carril de la seriedad. Lo que Carl Sagan percibía hace 30 años era que la humanidad estaba en la senda de volver a engancharse con una superchería. Así como, durante siglos, la civilización occidental dio por bueno el dogma religioso —ante todo por miedo al infierno, o tentado por la fantasía de la vida eterna en el cielo del que sólo te ofrecía membresía el dios de barba blanca—, Sagan intuía que terminaríamos por hacer nuestra la farsa que el capitalismo vendía de forma cada vez más convincente a través de una tecnología invasiva, perfectamente capacitada para intrusarse —el verbo existe, significa "apropiarse, sin razón ni derecho, de un cargo, una autoridad o una jurisdicción"— hasta en los pliegues más recónditos de nuestra individualidad. Parte de lo que hasta no hace tanto constituía nuestra vida real ha sido sustituido por vida virtual, la vida en las redes. En buena medida, porque esa tecnología permite que hagamos en el universo virtual cosas que no son tan fáciles en el universo material: por ejemplo, pasar por más inteligentes y cultos de lo que somos mediante la apropiación y el cut & paste, pretendernos dueños de opiniones bien fundadas, e incluso meter la pata hasta el cuadril, sin pagar grandes consecuencias.
Otra de las cosas que las redes facilitan es la expresión de ideas híper-violentas, a las que antes se les vedaba o complicaba la publicación y difusión masiva. Ahora cualquiera puede verbalizarlas o graficarlas y exhibirlas en el escaparate virtual, con el consiguiente efecto normalizador.
A la comunicación virtual también se le da bien lo que Sagan llama "la celebración de la ignorancia". Entre otras razones, es consecuencia de que el capitalismo haya puesto herramientas sofisticadísimas en manos de gente más tonta que correr con diarrea. Ya no necesitás prepararte, estudiar, ponerte a prueba, para elaborar ideas que merezcan ser expuestas ante el mundo. Todo lo que hace falta es un celular. Y ese instrumento envalentona a los que hasta no hace mucho hubiesen quedado al margen de la discusión pública. Por eso mismo, una de las actitudes más comunes en las redes es aquella que podríamos bautizar: "Sí, soy un imbécil pero tengo un iPhone y vos no". Y Sagan la vio venir. A continuación del párrafo sobre su presentimiento en materia de la América futura, marcaba como signo el éxito de películas como Tonto y retonto y series como Beavis and Butthead, que glorificaban a idiotas tan inquietos como perfectamente incapaces de percibir su idiotez. Insisto en que Sagan tuvo suerte, porque se salvó de vivir las presidencias de George W. Bush (2001-2009), uno de los personajes más intelectualmente limitados que hayan pisado la Casa Blanca, bajo cuya égida seguramente hubiese sufrido mucho.
Pero al menos ese Bush sabía que era un asno, y trataba de disimularlo. Trump, en cambio, es un asno convencido de que es un genio, un tipo incapaz de aceptar que existe un área del conocimiento en la que no esté versado de manera excelsa. Y si está donde está es porque los mega-ricos de este planeta pescaron que, para defender sus intereses, les conviene más un idiota con iniciativa que un político avezado. Tienen claro que mucha gente se está idiotizando con éxito y tiende a votar a quien se le parece y con quien, en consecuencia, se identifica. La mayoría de los estadounidenses no se parece a Obama, que más allá de sus posturas políticas es culto y elegante: se parece a Trump, que es zafio y exhibe su mal gusto y vulgaridad como si fuesen medallas. Habría que preguntarse cuánto de la aceptación que obtuvo el Presidente Milady, como antes Menem, pasó por su capacidad de parecer un intruso, alguien que se coló en un sitial al que antes no hubiese podido acceder nunca alguien como él, y que por eso genera simpatía en aquellos que saben que también desentonarían en ese lugar. Una actitud que podríamos denominar: "Sí, soy un idiota pero yo soy Presidente y vos no".
Lo concreto es que, a partir del año 2025, buena parte de América quedará atrapada entre Trumpo y Retrumpo. Que funcionarán como una prensa, una placa la operará Trumpo —el estadounidense— desde el norte, y otra placa la operará Retrumpo —el argentino— desde el sur.
Mr. (Jim) Jones, o pequeña semblanza de una familia tipo argentina
El último capítulo de Cosmos (se lo encuentra fácil, está en YouTube como los anteriores) se llama: "¿Quién habla por la Tierra?" La pregunta se refiere a lo que ocurriría si recibiésemos la visita de civilizaciones más desarrolladas que la nuestra, por lo menos en lo tecnológico: ¿quién de nosotros plantearía el caso de la humanidad, para explicar por qué merecemos seguir viviendo y creciendo en libertad, cuando, a la vez, trabajamos con denuedo para auto-destruirnos, explotando al prójimo, acumulando bombas atómicas y envenenando al planeta?
Sagan describe allí el período de oscuridad que tuvo lugar durante los primeros siglos de la era cristiana. Un declive que comenzó con la persecución de Ptolomeo VIII a los sabios y científicos, particularmente a los extranjeros —la "casta" de entonces— y la quema de la Biblioteca de Alejandría en el año 48 antes de Cristo, que se profundizó con la dominación romana de la ciudad y se cristalizó cuando una turba liderada por monjes asesinó a la intelectual Hipatia y puso fin a su escuela neoplatónica, en el año 415. "Fue —dice— como si toda una civilización hubiese sufrido una suerte de operación de su cerebro, tan radical como autoinfligida, para que la mayoría de sus recuerdos, ideas, pasiones y descubrimientos fuesen borrados irrevocablemente". Los ecos de esa época reverberan en la nuestra, que desprecia y boicotea a la ciencia y el saber.
A continuación Sagan asume que hoy estamos en una situación tanto o más crítica que aquella: "En nuestra ocupación de este planeta, hemos acumulado un bagaje evolutivo peligroso: propensión a la agresión y los rituales, sumisión ante los líderes y hostilidad hacia los de afuera. Todo esto pone en duda nuestra supervivencia... La civilización que hoy está en peligro es la humanidad entera".
Concuerdo con Sagan en la percepción de que la especie está al filo de producir su auto-extinción. Pero, sin ánimo de practicar el nacionalismo en medio de la emergencia mundial, no puedo evitar preguntarme quién hablaría por Argentina en esta circunstancia. Si existe alguien entre nosotros que esté en condiciones de plantear nuestro caso y explicar por qué mereceríamos seguir existiendo como pueblo, cuando nuestros actos revelan que no valoramos la independencia ni la democracia como forma de gobierno. ¿O no es eso lo que significa la decisión de elegir como Presidente a un sujeto que protege los intereses de una minoría de privilegiados (y cuando digo proteger, me refiero también a la instrumentación de las fuerzas armadas y de seguridad para ese fin), mientras empuja al resto de los argentinos al desierto? ¿Qué otra cosa quiere decir la consagración de este sujeto, que está llevando a la Argentina a la vanguardia del ultra-subdesarrollo?
Son semanas que vivo en permanente déjà vu. Me recuerdan la década del '90, cuando escribía sobre cultura de forma excluyente pero leía los artículos de Verbitsky que probaban la corrupción del menemismo y me preguntaba: "¿Cómo puede ser que permitamos que estos sotretas sigan gobernándonos?" Y sin embargo el pueblo entero, con la bendición de los poderosos y de los medios que constituyen su iglesia, practicaba el siga siga. La clase media viajaba al extranjero mientras los de abajo perforaban agujeritos en sus cinturones, y yo discutía con mi familia, diciéndole: "¿No se dan cuenta de que, si esto sigue así, el país se va ir a la mierda?", para que al final admitiesen que tenía razón pero que debían 18 cuotas de la tele importada y por eso votarían otra vez a Menem. La combinación entre la sumisión y la vergüenza de los de abajo y el ventajerismo de la clase media, que se lanzó sobre sus 15 minutos de creerse europea aun al precio de apurar el desastre, sirvió para preservar a Menem más tiempo del que hubiese sido razonable.
Por eso entiendo que yo no sería el indicado para hablar por Argentina. Puedo tolerar a los jóvenes, que no existían o no estaban en condiciones de entender lo que ocurría a fines del siglo pasado. Pero, a todo aquel que ya tenía al menos 20 años entonces y después votó a Macri y más tarde a Milei, se me haría muy cuesta arriba defenderlo. Encuentro imperdonable esa mezcla de mezquindad y estupidez que tornó posible el sufrimiento actual, y ni hablar del que aún tenemos por delante. La insensibilidad ante el dolor ajeno, la frivolidad, la violencia a flor de piel y la guerra al saber, a la virtud y a la excelencia que caracterizan a los defensores del régimen, me parecen dignas de un trip suicida a lo Jim Jones. A esta altura tengo nula paciencia con gente que, como la que gobernaba en el '82, es capaz de mandarte a la muerte sin perder el sueño, con tal de salvarse ella.
Por suerte, al final de Cosmos Sagan hace un esfuerzo por ver el vaso medio lleno. Nos remonta al Big Bang, a la explosión que supuso el nacimiento de nuestro universo, y en un tour de force que dura apenas cinco minutos sintetiza el desarrollo del cosmos y la evolución de la vida sobre la Tierra. Es su forma de decir: si el universo hizo todo lo que hizo para atravesar las dificultades de la existencia, y cada uno de nosotros es una destilación de ese universo —un cosmos en frasco chico—, ¿no sería lógico esperar que nos sobrepongamos también a esta hora? Pero, para que eso ocurra, hay condiciones que no podemos saltearnos.
La primera es que volvamos a actuar como ciudadanos del cosmos: cosmopolitas, pasajeros de un planeta que es un organismo único, cuyas fronteras políticas no se divisan desde el espacio porque son un capricho, una entelequia. La Nave Tierra contiene a todos, y si se jode, nos jodemos todos. Nadie —ni los tecno-señores de hoy, a pesar de sus esfuerzos— cuenta con botes salvavidas que permitan sobrevivir en el espacio.
La segunda es que comprendamos la necesidad y urgencia de lo que Sagan denomina "una reestructuración fundamental de las instituciones". Es una forma algo indirecta, casi eufemística, de sugerir que hace falta un cambio, sí, pero grosso, a fonddo. Siempre me llamó la atención el miedo que tienen en los Estados Unidos a la palabra revolución, a pesar de que le deben su surgimiento como país.
Hemos pasado de la superchería de la salvación en la otra vida a la fantasía de la salvación en esta, mediante el dinero. Para liberarnos de la esclavitud virtual y experimentar la libertad que sólo concede la vida real, necesitaremos de una revolución. Entre otras cosas, ese salto evolutivo debería estar acompañado por una revolución del conocimiento, dirigido a obtener bienestar para todos, y no sólo para una aristocracia tecnológica. Porque, como dice Sagan en la novela Contacto, lo único que hace tolerable el vacío del universo que nos rodea es la existencia de los otros.
Somos los custodios de la vida en el planeta. ¿Cuándo empezaremos a comportarnos como tales?
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