QUEREMOS TANTO A JULIO
Fue uno de los juristas más trascendentes de la Argentina, apreciado en América Latina y Europa
El 14 de julio falleció a los 81 años Julio Maier. No fui su discípulo pero aprendí a respetarlo, al comprender la influencia determinante que en su condición de maestro ejerció en la vida de quienes fueron sus alumnos y eran mis amigos en la Facultad de Derecho de la UBA en el inicio de los años '90 [1].
En esa época, cuando la denominada “mayoría automática” de la Corte Suprema provocaba en los estudiantes un marcado escepticismo sobre el papel de la ley y la Justicia, su seminario periódico de derecho procesal penal fue un espacio vital para el desarrollo de la investigación y la discusión jurídica. Allí se abordaban cuestiones que trascendían el interés dogmático, como los modelos de enjuiciamiento penal, el valor de las garantías constitucionales en esos procesos y el estudio empírico de los abusos del poder punitivo. Muchas de las investigaciones y trabajos doctrinarios que se producían en ese marco alimentaban las páginas de la revista Nueva Doctrina Penal, que Maier dirigía, así como las discusiones que sobre esos mismos asuntos promovíamos para una audiencia más amplia, con su apoyo, desde la revista No Hay Derecho.
No es exagerado decir que fue uno de los juristas más trascendentes de la Argentina y algunas de sus obras sobre derecho procesal penal son textos de referencia en el estudio de esta materia en América Latina y Europa. Desde su tesis doctoral de 1972, que elaboró luego de una estancia de investigación en Munich, y en la que estudia la ordenanza procesal penal alemana y su comparación con los sistemas de enjuiciamiento penal en Argentina, hasta su Tratado de Derecho Procesal Penal, publicado originalmente en 1989 y cuya segunda edición actualizada se publicó en 1996 y 2003 por Editores del Puerto, con la curaduría paciente y filial de Alberto Bovino.
Ha hecho aportes significativos a la transformación de la administración de justicia. En la transición democrática fue redactor de nuestra ley de habeas corpus (1984), una de las más avanzadas en el mundo en su época, que no requiere patrocinio letrado recogiendo la experiencia de los abogados desparecidos y perseguidos por interponer estos recursos durante la dictadura.
Su proyecto de Código Procesal Penal de 1986, a partir de cuyos lineamientos se redactó el Código Procesal Penal Modelo para Iberoamérica en 1989, ha tenido una gran influencia y ha sido fuente obligada de las reformas de la legislación procesal de varias provincias (Córdoba, Tucumán, Tierra del Fuego, Mendoza, Buenos Aires, Chubut) y con el impulso de Alberto Binder también de varios países de la región (Guatemala, Costa Rica, Paraguay, Honduras, Bolivia, El Salvador).
Ha sido además un jurista de la democracia, convencido de que el sistema político “debe prestarle atención a lo que pasa con las penas, los jueces y las cárceles”. Tenía fe en la utilidad social del derecho, pero estaba preocupado obsesivamente por preservar su racionalidad y dispuesto a cuestionar las prácticas de la Justicia penal “realmente existente”. La búsqueda de racionalidad presupone entender el sentido práctico del poder penal en un estado de derecho constitucional. Maier era consciente de los peligros de su exorbitancia, por lo que atribuía a ese poder una función mínima, que contrasta con las expectativas sociales que proyecta el discurso la demagogia punitiva. En una entrevista para la revista estudiantil Lecciones y Ensayos, de 2001 [2], explicaba con claridad su posición:
- “La función de la pena, en principio, es la de estabilizar la institución de una nueva organización social: el Estado, que concentra el poder político, al comienzo, en una sola persona, el monarca. Es una función puramente política, porque cuando es regulada por el Derecho, es decir, a partir del Iluminismo y del Estado de Derecho en adelante, cumple también la función de resguardar ciertos derechos básicos de los ciudadanos como son la vida, la integridad física, la libertad de decisión sexual, la propiedad, los derechos individuales; intenta resguardar a aquellos derechos de una manera violenta. El sistema de justicia, me parece a mí, que se va transformando en un sistema que impone la pena, pero un sistema que no necesariamente es muy civilizado, pues intenta proteger los derechos básicos de manera violenta. Pero aun así es más civilizado que la venganza personal, que implicaba abandonar al poderío personal de cada uno de los integrantes de la sociedad al ofensor o al ofendido. Solo intelectualmente, es decir, sin comprobación empírica, se ha sostenido —y muchos lo creen así— que la pena cumple la misión de un sistema de premios y castigos, que es retribuir las acciones de cada persona: Esto implica que se castigan las acciones malas de las personas y el Derecho intenta premiar, por otro lado, las acciones buenas. El Derecho penal es la parte del derecho que castiga las malas acciones y las omisiones, esto es, a quien no realiza la conducta mandada. Se ha afirmado que, además de esta forma de expiación, la pena cumple una función de prevención general, tanto positiva como negativa. En general, ambas se confunden con la seguridad común, esto es, con la seguridad general para que los bienes que portan las personas no sean lesionados o puestos en peligro. En un sentido negativo, sostenido por Feuerbach, tenía la función de inducir temor a aquéllos que van a decidirse a cometer un delito, de manera tal que no lo cometan. Yo no creo que se cumpla en la práctica, al menos en gran medida, esa función. En un sentido positivo afianza los bienes, los valores sobre los cuales se edifica una organización social. Tampoco creo demasiado que la pena cumpla esta función. Este afianzamiento no depende tanto del castigo, sino, antes bien, de ciertas condiciones de la vida social como la educación, los valores comprometidos en ella y la paz social, entre otros: cuando las personas son sometidas a ciertas tensiones olvidan los valores que defienden comúnmente: ya ven lo que pasa cuando cualquiera tira una piedra contra una vidriera en una manifestación o en la cancha de fútbol. También se ha sostenido la teoría de la prevención especial, la cual todavía se mantiene en las constituciones modernas, sobre todo en un sentido positivo, es decir, la que consiste en la reeducación o reinserción en la vida social de las personas que han delinquido. Es cuestionable en la práctica, porque ni aun en animales ha funcionado. Los animales que han nacido en los zoológicos, si son dejados en la selva, casi seguro que mueren, porque no saben defenderse y siempre les han dado de comer en la boca. Pero estas tres funciones, con las que se distingue el fin o la justificación de la pena, son solo afirmadas de modo puramente intelectual. Nunca se ha pretendido que esas funciones sean verificadas en la realidad. Solo se intenta dar una justificación moral a la pena. Debo agregar que no es equiparable, a los fines de la retribución, cinco años de prisión con el robo de un automóvil: una y otra acción carecen de vínculos recíprocos que no sea la imputación jurídica. Tampoco es justo que se afirmen ciertos valores solo a fuerza de hierro o de palos. Además es dificultoso saber cómo puedo, mediante el encierro, reinsertar en la sociedad a quien que fue excluido de ella. Desde el punto de vista práctico, la pena parece cumplir dos funciones. Por un lado estabiliza el sistema dado, es conservadora en este sentido, todo el sistema penal lo es. Por otro lado, evita la venganza privada, transforma el conflicto, es decir funciona como mediadora en el conflicto. Transforma un conflicto entre ofensor y ofendido, en un conflicto entre el ofensor y el Estado, porque el ofensor no ha respetado las reglas que el Estado ha dictado. En este último sentido evita cualquier reacción incivilizada frente al conflicto. Evita la venganza y la venganza abusiva, evita el ojo por ojo, diente por diente y aun el exceso, o sea: dos ojos por uno. Yo creo que estas son las funciones que tiene en la realidad la pena estatal”.
Para Maier, el régimen de delitos y penas de un código de fondo está inescindiblemente unido al sistema procesal que determina su efectiva aplicación. En ese orden, el modelo de enjuiciamiento penal que propone busca resguardar los principios del derecho penal liberal, el respeto de las garantías fundamentales de las personas imputadas y, al mismo tiempo, establecer una organización racional y eficaz de los recursos. El esquema básico de su propuesta no es difícil de comprender. Lo sintetiza en un dictamen de 2018, en el que crítica el proceso inquisitivo brasileño que concluyó en la condena del Presidente Lula y que se publicó en El Cohete a la Luna:
- “Salvo casos especiales, toda sentencia penal de condena tiene como antecedente un juicio público, oral, contradictorio y continuo. Esto pertenece a la cultura occidental superadora del procedimiento inquisitivo desde el siglo XIX y significa, básicamente, una etapa final del proceso de administración de Justicia penal en la cual la prueba del acontecimiento imputado, favorable a la imputación o en contra de ella, se produce en una audiencia, en presencia del acusador y del acusado y su defensa técnica, en la presencia ininterrumpida de los jueces que dictarán la sentencia, con la asistencia del público que quiera presenciar esa audiencia, esto es: la prueba personal mediante la oralidad de los testimonios y de las peritaciones que rinden sus versiones en la audiencia y cuyos titulares son preguntados y repreguntados en ella, la documental en principio oralizada por la lectura y las cosas o elementos secuestrados exhibidos en ella. Según la misma sentencia sometida a nuestro examen, estimo que no existe duda de que la condena al Señor ex Presidente de la República del Brasil no ha sido la consecuencia de ese juicio público”.
Sostiene entonces a raíz de ello que el modelo acusatorio rechaza la figura omnímoda del juez instructor e impide que el juez que dirige la investigación acumule también el poder de juzgamiento. Así señala:
- “Para la cultura jurídica universal resulta inconcebible que el mismo juez que ha presidido el procedimiento de investigación preparatorio, dadas las autorizaciones pertinentes para allanamientos domiciliarios o intervenciones en la intimidad (postales, telefónicas, hoy en día informáticas o de cualquier otro tipo) o en el cuerpo de las personas, sea —por decirlo sintéticamente— el autor de la condena sobre la base de ese procedimiento preparatorio. La misma sentencia informa sobre la enorme cantidad de recusaciones y objeciones de todo tipo fundadas todas en la sospecha de parcialidad que ha provocado esta forma de actuación judicial. En verdad, en el procedimiento penal se comprende universalmente que la imparcialidad del juzgador, prevista positivamente por las convenciones sobre derechos humanos tanto universales como regionales obliga a excluir del juicio público, fundante de la eventual condena, como integrante del tribunal que juzga a todo juez que haya participado de alguna manera en el procedimiento preparatorio o en la averiguación preliminar que lo precede”.
Agrega luego, para cerrar su argumento, las características esenciales del procedimiento inherente al modelo acusatorio:
- “La descripción completa del enjuiciamiento penal por delitos de acción pública contempla la existencia básica de dos procedimientos, uno preliminar o preparatorio, hoy en día generalmente en manos del Ministerio Público Fiscal con el acompañamiento del control judicial por jueces para aquellas medidas que representan una injerencia en los derechos personales del acusado o de las personas que de algún otro modo protagonizan el procedimiento penal (como, por ejemplo, privaciones de libertad ambulatoria, allanamientos de domicilios, intervención o interferencia epistolar o en las comunicaciones de todo tipo, secuestros de cosas y papeles), y otro procedimiento definitivo, el juicio público, para lograr la decisión de condena o de absolución, unidos casi siempre por un procedimiento intermedio breve, cuyo objeto es la crítica formal a la acusación y la preparación del juicio público (audiencia preliminar a él)”.
A estas definiciones cabe agregar su preocupación por resguardar como regla general la libertad de los imputados durante el proceso y limitar el encarcelamiento preventivo estrictamente a la determinación sobre bases objetivas de la existencia de un peligro de fuga —para asegurar la participación del imputado al juicio y su capacidad de resistir la prueba presentada en su contra— o un riesgo de entorpecimiento de la investigación, pues un objetivo del proceso es hallar la verdad de los hechos. En los últimos años entendía también que los tratados de derechos humanos recogían expresamente el derecho a un juicio rápido, o bien a que se determine de manera expedita y pronta la situación de la persona sometida a un procedimiento penal, para evitar el abuso del poder punitivo y el uso del tiempo como una herramienta de arbitrariedad. Sostenía que esa garantía debía tener fuerza operativa en el procedimiento, lo que algunos de sus discípulos, como Daniel Pastor, estudiaron en profundidad en su tesis doctoral.
Ese programa liberal de organización del enjuiciamiento penal inspiró también el nuevo Código Procesal Penal Federal, cuya demorada implementación se encuentra en curso. Basta cotejar estos lineamientos con las objeciones habituales que se formulan a la actuación del sistema de Justicia penal federal para entender la magnitud de los problemas institucionales que enfrentamos y la urgencia de adoptar esas transformaciones.
Maier fue además un juez respetado y presidió el Superior Tribunal de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En esa tarea destaco su voto, que lideró la mayoría de la Corte, en el caso “T.S.” (2000), en el que una mujer en el quinto mes de embarazo solicitaba que se ordenara al sistema de salud la inducción del parto de un feto anencefálico [4]. El juez de instancia y la Cámara de apelaciones habían rechazado su solicitud, argumentando que se trataba de un delito de aborto e invocando el derecho absoluto a la vida de la persona por nacer. Maier resolvió a favor del pedido pues interpretó que el caso quedaba fuera del alcance de la prohibición penal del Código y no podía tipificarse como un supuesto de aborto punible. Por otra parte, valoró la condición de salud de la madre obligada a la experiencia tortuosa de llevar a término el embarazo de una criatura que no tenía posibilidad cierta de vivir. La Corte Suprema, con votos ejemplares de Gustavo Bossert y Enrique Petracchi, ratificó esa posición, y el presidente del tribunal, Julio Nazareno, emitió una disidencia encendida criticando directamente los fundamentos de Maier [5].
Esta disputa argumental con Nazareno lo enorgullecía. El caso es anterior a desarrollos relevantes que sobre el mismo tema realizaron los órganos de protección de derechos humanos, como el Comité de Derechos Humanos de ONU en el caso Karen Llantoy, Perú, en el 2005 [6]. Anticipa además algunas de las discusiones constitucionales que retomaría la Corte Suprema en el caso “FAL”[7], al definir con precisión el supuesto de aborto no punible y al criticar la exigencia de los médicos de requerir autorización judicial para la realización de esta práctica en los supuestos legalmente autorizados. Estas cuestiones además están presentes en el debate actual sobre autonomía sexual y reproductiva y en los proyectos legislativos de despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo. Un aspecto que contribuye a valorar aún más este precedente de inicio de siglo es el hecho de que el Superior Tribunal tramitó el recurso local en 48 horas y abrevió en plazos de horas para las partes y el ministerio público el trámite del recurso extraordinario federal, con el fin de asegurar una decisión judicial oportuna y evitar así que la cuestión se volviera abstracta. Maier sostenía que ese caso era una demostración de que la Justicia podía ser eficiente y que no debía acostumbrarse a un ritualismo inoperante.
Se definía como un académico que solo temporalmente y por la necesidad de un ingreso económico fue abogado litigante y juez [8]. Dictaba personalmente sus clases, conocía a sus alumnos y los estimulaba en un aprendizaje crítico de la materia. Defendía un modelo de universidad pública organizada con profesores a tiempo completo, que desarrolla investigación científica y con un exigente sistema de evaluación. Desde esa perspectiva, criticaba el declive de la UBA y el tratamiento de los estudiantes como idiotas que el docente debe ayudar a completar sus estudios. Su propuesta de evaluación de las especializaciones en Penal y Administrativo, que impulsó como Director de Posgrado, comprendía una prueba a la que el alumno se sometía voluntariamente al final del curso, cuando estimaba que estaba en condiciones de aprobarla. Consistía en un sistema de cinco exámenes basados en la resolución de casos con distinto grado de complejidad y un examen oral exhaustivo ante un tribunal que podía bombardear al alumno con preguntas teóricas y nuevos casos, de modo que todo el trámite podía durar cinco meses. Es como entiendo, decía Maier, “que un médico que se especializa para operar un corazón debe mostrar que el paciente no se muere en la sala, o por lo menos que no todos se mueren”. Al verificar que esta propuesta era inaplicable en una facultad que no lograba seguirle el ritmo, decidió abandonar la docencia. Con ese mismo rigor germano evaluaba la trayectoria académica de sus discípulos y era implacable para recriminar la demora en obtener doctorados o el desvío profesional o personal que los llevaba a desaprovechar estancias de investigación y formación en universidades europeas [9].
El último Maier, octogenario, alejado de la universidad y de la magistratura, fue un ciudadano activo que marchaba junto con los movimientos sociales y los organismos de derechos humanos, y cuestionaba en la prensa con un lenguaje llano los atropellos de un sector de la Justicia federal. Lo vi por última vez un sábado de septiembre de 2019 en el Museo de la Ex ESMA, en una recorrida con un puñado de familiares y víctimas del Terrorismo de Estado en el aniversario de la visita de la CIDH a la Argentina. Siguió el acto en silencio, dispuesto a escuchar y acompañar.
[1] Solo para mencionar algunos, Alberto Bovino, Mary Beloff, Marcos Salt, Martín Abregú, Mirna Goransky, Fabricio Guariglia, Eduardo Bertoni, Alejandro Alvarez, Maximiliano Rusconi, Daniel Pastor, Gabriela Córdoba.
[2] Entrevista a Julio Maier, realizada por Ana Aliverti y Diego Freedman, “Revista Lecciones y Ensayos”, Departamento de Publicaciones de la Facultad de Derecho, 2001.
[3] Dictamen sobre la sentencia de condena al Sr. expresidente de Brasil, Lula da Silva, 26 de enero de 2018.
[4] T.S. c/Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires s/ amparo (art.14, CCBA), 26 de diciembre de 2000.
[5] Corte Suprema de Justicia de la Nación, “T.S. c. Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires s/ amparo”, sentencia del 11 de enero de 2001.
[6] Comité de Derechos Humanos de ONU, Karen Llantoy v. Perú, comunicación 1153/2003, decisión del 24 de octubre de 2005.
[7] Corte Suprema, “F.A.L.”, sentencia del 13 de marzo de 2012.
[8] Entrevista LyE citada.
[9] Entrevista Ly E, citada. La historia de su paso por el departamento de posgrado de la Facultad se describe con mayor detalle en “El Derecho Penal que he vivido”, entrevista a Julio Maier por Mirna Goransky, “Estudios sobre Justicia Penal. Libro Homenaje a Julio Maier”, editores del Puerto, 2005.
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