Fernando Iglesias presentó su libro ¿Qué significa hoy ser de izquierdas? (Editorial Sudamericana) en el año 2004, en una librería de la calle Corrientes, en una mesa redonda a la que había invitado a Horacio González, a Carlos Chacho Álvarez y a su mentor intelectual, Juan José Sebreli. Eran tiempos propicios para dar lecciones a la izquierda argentina. Néstor Kirchner había lanzado la idea de la transversalidad y había abrazado la causa de los derechos humanos, derogado las leyes de obediencia debida y punto final. De modo que para un ex trotskista que había vivido en Europa ocho años y se había reciclado a las ideas de la socialdemocracia, la ocasión se presentaba oportuna para ofrecer a la izquierda tradicional argentina las directrices que debían guiar su comportamiento. En ese entonces Fernando Iglesias tenía una mirada indulgente sobre el peronismo: “Más allá de toda crítica, la gestión de Kirchner debe contemplar que, aun con sus errores y su estilo personalista y hasta autoritario, ha sido éste el gobierno que ha hecho que la Argentina volviera de la muerte a la que la habían condenado los errores y horrores sumados durante la segunda administración de Menem, el gobierno de la Alianza y la gestión de Eduardo Duhalde; y el que, mediante la abolición de las inicuas leyes de obediencia debida, punto final y del indulto menemista, ha sentado las bases morales imprescindibles para el fin de la impunidad y la corrupción en Argentina”. Era difícil imaginar en aquella época que años después se convertiría, según la colorida expresión de su compañero de partido Daniel Lipovetsky, en “goriglesias”. Lipovetsky no se anduvo con medias tintas y se empleó a fondo: “Hace años que escucho tu antiperonismo y repetitivo discurso plagado de odio y sectarismo. Es más aburrido que un documental sobre gorilas (con perdón de los animales). En este difícil momento fomentás las divisiones. No sos demócrata ni responsable”. Sin embargo, sería caer en un error analizar la conversión de Iglesias con categorías morales. Como argumentaremos en esta nota, el tema es más complejo y merece un análisis más detenido, pero antes hay que ahondar en el itinerario ideológico del diputado de Juntos por el Cambio.
Lecciones para la izquierda
El entusiasmo de Iglesias con la labor de Kirchner no era menor. Afirmaba que “el alto grado de aceptación y popularidad de que goza el Presidente Kirchner se basa en una agenda mínima cuya importancia es decisiva para un país en crisis recurrente como la Argentina: la asistencia social a los sectores sometidos a la indigencia extrema, la disputa del poder político a sectores corporativos del sistema nacional (como las fuerzas militares y policiales o la Corte Suprema de Justicia), la preservación (parcial) del orden público sin hacer recurso a la represión directa (en el caso de los piqueteros), el replanteo e impulso de la agenda democrática y de Derechos Humanos abandonada a medio camino por el radicalismo alfonsinista y –principalmente— el delicado manejo de la economía a través del desfiladero estrecho que pasa entre la ruptura de relaciones con los organismos internacionales, por un lado, y la aceptación incondicional de sus dictámenes por el otro”.
El análisis de Iglesias descansaba en lo que consideraba la contradicción central de la nueva realidad internacional: “El desequilibrio de poder entre un sistema económico transnacionalizado, global, mundial y un poder político democrático territorial, acotado, limitado, nacional y, por lo tanto ineficaz”. Añadía que “la puesta en práctica de un proyecto progresista es imposible porque los instrumentos antiguamente capaces de llevarlo adelante (las organizaciones políticas nacionales) son rehenes de la lógica económico-instrumental de un capitalismo transnacionalizado. Si una parte fundamental de la tradición de la izquierda es la defensa de las razones de la política sobre la economía (“la izquierda ha sido la expresión característica de la voluntad política”) y si la “intervención pública para contrapesar el poder de la minoría propietaria de la riqueza” es uno de sus principios basilares, ¿cómo hará una izquierda que quiera ser 'política y no solo crítica cultural' para operar dicha intervención con unas instituciones desactualizadas e ineficientes?" Se preguntaba luego: “¿Cómo enfrentar el chantaje global de bajos salarios y desocupación del capital transnacional? ¿Qué medidas económicas redistribucionistas puede tomar un gobierno nacional sin provocar una estampida de capitales, es decir crisis financiera, devaluación, recesión, hiperinflación?”, para a continuación expresar su desazón por “esa humanidad desesperanzada que sigue votando a sus victimarios neoliberales y conservadores”. Consideraba que la confusión entre globalización y neoliberalismo (es decir entre el fenómeno de la globalización en sí y la forma que la misma está asumiendo en el presente) “solo puede favorecer a una derecha neoliberal que se propone, gracias a esta graciosa concesión de la izquierda, como la única propuesta modernizadora posible”. Para asegurar a continuación que “sin un proyecto profundamente transformador y progresista la izquierda no tiene sentido, ni más rol que el de lamentable cómplice de estos administradores de lo existente que el conservadurismo neoliberal nos endilga”. Se pronunciaba a favor del control de capitales, porque “en tanto siga sin existir una regulación democrática del mercado financiero mundial y, por lo tanto, sean los estados nacionales los únicos responsables de poner un freno a las especulaciones internacionales de los capitales globales, medidas que favorezcan la inversión extranjera directa y limiten los movimientos especulativos son imprescindibles”. Y remataba su pensamiento apoyándose en autores de estirpe liberal como Adam Smith, Karl Popper y Norberto Bobbio para señalar que sus páginas “están llenas de desconfianza hacia las corporaciones económicas, de oposición al puro laissez-faire y de preocupación por las limitaciones a la libertad que se derivan de la miseria”.
Las conversiones religiosas
Antes de analizar el fenómeno de las conversiones políticas en la modernidad, conviene repasar lo que acontecía en la Antigüedad alrededor del problema de las herejías. El mundo religioso en Roma, basado en el politeísmo, facilitaba la tolerancia religiosa y fue con la irrupción del monoteísmo cristiano y judío cuando comenzaron las persecuciones a los disidentes y a los herejes. San Agustín utilizó una cita del Evangelio para legitimar las medidas de fuerza contra los herejes. Afirmaba que la herejía es un desorden del alma que puede acarrear al hombre la condenación eterna, por lo que consideraba que no puede tolerarse un error que produce tanto daño en quien lo comete. De allí que aconsejara confiscar los bienes de las personas declaradas culpables de aferrarse a una herejía. Con la Inquisición la intolerancia a la herejía alcanza su máximo, al considerar que la muerte en la hoguera es un acto de amor, puesto que al quemar el cuerpo del hereje se consigue salvar su alma inmortal. Fue con la Reforma y el Cisma de la Iglesia Católica cuando se afianzaron las ideas de la tolerancia religiosa. John Locke publicó en 1689 su conocida Carta sobre la tolerancia, en la que señala que el Estado debe ser tolerante con las convicciones religiosas de sus ciudadanos “porque a él no le corresponde la cura de almas. Dios no le ha conferido esa misión porque es evidente que Dios nunca le confirió a un hombre la autoridad para forzar a nadie en cuestiones religiosas”. Los argumentos a favor de la tolerancia religiosa alcanzan su máxima expresión en el Tratado teológico-político (1670) de Baruch Spinoza, un descendiente de judíos españoles y portugueses refugiado en los Países Bajos, que había contemplado con horror a tantos seres humanos llevados a la hoguera por la Inquisición española. Los principios de la tolerancia quedaron finalmente consagrados tras la Revolución Francesa en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789. En la actualidad, la tolerancia política en el marco de una democracia, parte del presupuesto de que nadie puede tener la certeza absoluta de que sus decisiones son las más correctas admitiendo la capacidad de incurrir en el error. Por lo tanto, las mayorías deben aceptar que pueden estar equivocadas y admitir el derecho de las minorías a sostener su discrepancia.
Las conversiones políticas
La tolerancia hacia las conversiones políticas debe ser asumida sin vacilación en la medida que todo ser humano tiene derecho a rectificar sus errores. Algunos casos de notorias conversiones políticas han servido para ahorrar a los pueblos mayores sufrimientos. Pensemos, por ejemplo, en el caso de Adolfo Suárez, un político surgido del franquismo que consiguió abrir el camino de la transición a la democracia en España. Todas las personas modifican o ajustan sus puntos de vista a lo largo de su vida. Sin embargo, no dejan de ser llamativos aquellos casos de conversión radical, en que se pasa de un extremo al otro y que han sido abordados con interés por la psicología social.
Peter Berger y Thomas Luckmann analizaron en su ensayo La construcción social de la realidad (Ed. Amorrortu) “el caso extremo, en el que se produce una transformación casi total, vale decir, aquel en el cual el individuo permuta mundos”. Estas trasformaciones que parecen absolutas, aunque el individuo transformado “tendrá el mismo cuerpo y vivirá en el mismo universo físico”, han sido denominadas “alternaciones” por estos autores. ¿Cómo puede producirse el desmantelamiento de la anterior estructura organizativa de la realidad subjetiva? “El individuo alternalizado se desafilia de su mundo anterior y de la estructura de plausibilidad que lo sustentaba, si es posible corporalmente, o si no, mentalmente”. La alternación comporta, por lo tanto, una reorganización del aparato cognitivo. Señalan que el requisito más importante para la alternación consiste en disponer de un nuevo aparato legitimador que le permita legitimarse ante una realidad nueva y el abandono y repudio de las anteriores. La realidad antigua debe volver a re-interpretarse operando dentro del aparato legitimador de la nueva realidad. “Esta reinterpretación provoca una ruptura en la biografía subjetiva del individuo en la forma de “antes de Cristo” y “después de Cristo”, o “pre-Damasco” y “post-Damasco” (en referencia a la conversión de Saulo). Ahora bien, como olvidar por completo el marco referencial anterior resulta muy difícil, se necesita una reinterpretación radical del significado que los hechos o las personas tenían en la biografía pasada. Esto lleva a fenómenos complejos. Por un lado, la necesidad de reafirmación de los nuevos dogmas, lo que supone un exceso de énfasis, para que nadie ponga en duda los nuevos significados. Por la otra, la necesidad de urdir datos o incorporar hechos que no existieron para armonizar el pasado que se recuerda con el que se reinterpreta.
Es evidente que el progreso científico y moral se construye abandonando los viejos prejuicios. Decía Popper que “aprender de la experiencia consiste en corregir nuestro horizonte de expectativas a la luz de los desengaños”. De modo que su método consistía en falsear las viejas hipótesis, poniendo en cuestión las ideas firmemente asentadas, y renovando los apotegmas del pasado. Esa capacidad muy difícil de trasladar al terreno de la política, donde predominan los contenidos emocionales y los paradigmas provenientes del mundo religioso. No es fruto de la casualidad que la expresión “converso” provenga de un espacio cultural donde la apostasía puede llegar a ser castigada con la muerte. Bienvenidos entonces los honestos conversos. Gracias a las personas que pueden desprenderse de los prejuicios predominantes en cada época se ha podido construir el progreso.
Conversos famosos han sido Giordano Bruno, Galileo y Copérnico. La ética de la responsabilidad, reivindicada por Max Weber, en ocasiones exige desprenderse del peso de las viejas convicciones y conlleva el dolor de alejarse de los viejos amigos. Ya lo señalaba Aristóteles cuando decía “soy amigo de Platón, pero me siento más amigo de la verdad”, para indicar la resolución correcta del dilema ético planteado. Solo resta añadir que el reconocimiento de viejos errores se supone que debería conducir a la adopción de una actitud más prudente, más templada, porque quien incurrió en un error es consciente que puede volver a cometerlo. Si la sabiduría es el resultado de la suma de errores cometidos en el curso de una vida, se espera que los sabios adopten actitudes alejadas de la arrogancia intelectual y que huyan del reduccionismo maniqueo, permaneciendo abiertos a escuchar las opiniones que no comparten. Pero, como lo muestran algunas biografías, siempre existen las excepciones que ponen a prueba la regla.
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