¿QUÉ PELÍCULA ESTÁS VIENDO?

Internet es un Diario de Yrigoyen digital que nos da la razón en todo, pero...

 

Vengo cargando con esta intuición desde hace un tiempo. Ustedes dirán si deliro o no.

Nuestra percepción es subjetiva por definición. Lo cual no significa que neguemos que allá afuera existe algo que definimos como realidad, un fenómeno que es objeto dilecto de las ciencias. Todos, sin excepción, estamos sujetos a ciertas circunstancias, las reglas generales del juego. El fuego quema. El agua moja. En condiciones naturales, nadie escapa a la gravedad. Como dice Philip K. Dick en uno de sus relatos, "la realidad es aquello que no se va ni desaparece, aun cuando dejes de creer en ella".

Pero, más allá del puñado de condiciones objetivas, todo se vuelve relativo. Una vez que penetra en nosotros a través del filtro de los sentidos y el cerebro, la realidad se convierte en algo... personal. Deviene una suerte de ecuación: la resultante de lo que existe más allá de nosotros, cribada por la forma en que registramos, interpretamos lo que es. Y eso la convierte en una ecuación endiablada, cuyo resultado siempre es una incógnita.

Acá ya no es válido el 2 + 2 = 4 en términos generales. Porque si el primer 2 simboliza lo real, el segundo 2 simboliza nuestro derecho a reinventar lo real, llegando hasta el punto de negarlo. Por eso, en cada caso el resultado puede ser distinto. Para aquellos de nosotros que valoramos la realidad, 2 + 2 sigue dando 4 por resultado. Pero, para otros, 2 + 2 da 5, o 3,1416, o un billón, o un número negativo, como -11. Porque cada vez existe más gente para la cual su percepción —su derecho a interpretar lo que se le cante el upite— es más importante que la realidad objetiva.

 

 

Las sociedades evolucionaron en la medida en que las mayorías acordaron dar por buenas ciertas verdades. Algunas validadas por la ciencia, como las que recién mencioné y conciernen al fuego y el agua y la gravedad. Otras, refrendadas por el contrato social, como el rechazo al homicidio y la preferencia por la virtud antes que por el vicio y la depravación. Pero en los últimos tiempos todo aquello que dábamos por bueno, y hasta por probado, volvió a ser puesto en duda. Un fenómeno que tiene aristas casi simpáticas, como la que involucra a los terraplanistas. Casi que dan ternura, esas criaturitas, porque son inofensivas en su pelotudez. Pero cuando la negación del conocimiento científico derrama sobre la realidad del cambio climático, la cosa deja de parecer ñoña. Porque creer que la tierra es plana no altera la vida cotidiana, pero negar el cambio climático supone persistir en una conducta que terminará por someter a millones a consecuencias tremendas. Y eso ya no da igual. No es neutro, es determinante — una actitud caprichosa, que incide sobre lo real de la peor manera.

La comunicación electrónica, hoy omnipresente, es funcional a esta híper-relativización de lo real. Por un lado, porque borró las fronteras entre lo verosímil y lo falso. La buena voluntad que construyó el periodismo mediante siglos de responsable ejercicio voló por los aires, se hizo añicos. Hoy nadie que no sea un experto o alguien ducho con las herramientas digitales distingue entre una imagen real y una simulación. Y artículos que todavía presumen de periodísticos incluyen un fárrago de datos falsos, sin que la conciencia de las falsedades avergüence al autor. Si un Presidente puede mentir como un marrano, sin sufrir consecuencias, ¿por qué no podría hacerlo un ciudadano cualquiera?

Pero, además, la herramienta algorítmica profundizó la segmentación de lo real. Nuestra relación con el mundo está cada vez más mediada por una interfase digital: las noticias, mensajes, memes, imágenes que recibimos a través de páginas y redes. Somos cada vez más dependientes de esa interfase, como si nos hubiesen recetado unas gafas permanentes de alta tecnología, sin las cuales nos conduciríamos con torpeza en la vida cotidiana, víctimas de miopía severa. A causa de esa dependencia, aceptamos prima facie que el recorte y reconfiguración de lo existente que nos muestran esas gafas es lo que está ocurriendo. Por algo la data que ofrecen a toda hora se comenta con frenesí en tiempo real y nos tienta a reaccionar en consecuencia, como forma privilegiada, por no decir excluyente, de la participación. ¿Cómo no vamos a opinar sobre lo que ocurre, ahora que es tan fácil hacerse oír en el ágora electrónica?

 

 

El tema es que esa data que nos construye no es inocente. En algún sentido no lo fue nunca, porque todo medio de comunicación respondía a una agenda y segmentaba su información en consecuencia. Pero la cabecita artificial que rige el flujo actual de data va más allá, porque ofrece sólo aquello que entendió que nos interesa, de acuerdo a nuestros consumos previos y a la info personal que facilitamos al sistema. Talla la data a medida de cada uno de nosotros. La leyenda negra dice que, a fines de los años '20, armaban un diario trucho para consumo del Presidente Yrigoyen, donde sólo se hablaba bien de su administración. Hoy en día, Internet diseña un Diario de Yrigoyen para cada uno de nosotros. Cuela la info a través de un cedazo, para dejar pasar sólo aquello que nos reasegura en nuestra visión del mundo. Lo cual significa, también, que nos protege de aquello que entiende que nos inquietaría, o que iría en contra de las opiniones que sostenemos habitualmente.

Esto contribuye a alienarnos, porque sugiere que la realidad viene de una manera, cuando no necesariamente es así. Hemos llegado al extremo de que ya no podemos estar seguros de que lo que vimos es tal como lo interpretamos. Un ejemplo es el debate del año pasado entre Massa y Milady. De este lado de la sociedad, aun aquellos que no comprábamos del todo a Massa creímos ver a un candidato preparado, en oposición a un candidato escandalosamente inadecuado para la responsabilidad que entraña ser Presidente. Pues bien: eso no fue lo que vieron las mayorías.

Mi intuición es que la circunstancia histórica y las características de la comunicación moderna nos enajenaron tanto que, aunque nos pusiesen a los 46 millones a ver la misma película al mismo tiempo, no podríamos acordar respecto de si se trata de un drama, una comedia, un policial o una de terror. Ni siquiera habría consenso respecto de si es buena o es mala.

De algún modo, los 46 millones miramos a diario la película de nuestra realidad. Pero, por el momento al menos, no hay manera de que una cantidad considerable se ponga de acuerdo en entenderla de la misma manera.

 

 

 

 

Acción y reacción

La tecnología nos convirtió en los seres humanos de Wall-E. ¿Se acuerdan de esa peli en la que los sobrevivientes de la especie son todos gordos, encajados en una silla voladora que torna innecesario que caminen, y que se pasan el día entero con una pantallita digital a un palmo de sus ojos? Nosotros no estamos tan obesos ni contamos con sillas como esas, pero las pantallitas ya están allí. Delante de nuestra cara. Casi todo el tiempo.

La practicidad de la comunicación digital es innegable. No tiene sentido luchar en su contra. Pero es imperioso entender que, así como a nosotros nos resulta más fácil decodificar la realidad a partir del recorte que presentan las pantallas, la comunicación digital también facilita la tarea de quien desea manipularnos. Porque toda imagen digital puede ser intervenida de modo que contraríe o niegue lo que mostraba en su origen. Hoy puedo convencer a un extranjero de que Buenos Aires se cubrió de nieve, como imagino que está haciendo Bruno Stagnaro en tramos de la serie El eternauta, aunque nunca haya precipitado de esa forma. De hecho estamos a cinco minutos de que se popularice la tecnología que hoy sólo se aplica en juegos interactivos, esas viseras electrónicas que ponen ante tus ojos una realidad que no está allí, pero que determina tus acciones y movimientos. Más temprano que tarde, lo que para Don Quijote era una fantasía pasajera se volverá híper-realidad 24/7, y los molinos de viento se verán de veras como gigantes. Lo que The Matrix presentaba en un contexto de ciencia-ficción —la posibilidad de pasar la vida entera dentro de una simulación virtual— se convertirá en algo asequible.

 

En "The Matrix", por fuera de la simulación virtual, somos esclavos.

 

Entiendo que vivir dentro de una realidad pre-digerida, pre-seteada como la de un videogame, tiene su costado tentador. Si alguien me ofreciera borrarme de la Buenos Aires del siglo XXI para circular por una versión sublimada de la Inglaterra del rey Arturo, lo pensaría. El tema es que, quien quiera que me ofreciese semejante cosa, no lo estaría haciendo porque le interesa mi felicidad. Lo estaría haciendo porque domina la tecnología adecuada. Y si la domina, es porque tiene los medios para hacerlo. Y para hacerse más rico todavía —porque los ricos siempre quieren ser más ricos—, necesitaría controlarme a mí, y a vos, y a ustedes, lo cual constituiría el objetivo último de esa tecnología: volvernos dependientes de ella — adictos. Y es ahí donde yo paso. Antes que la simulación de mi mundo ideal, prefiero el mundo real con todo el dolor que trae aparejado. Todavía elijo la libertad por encima de la esclavitud perfecta.

Pasamos siglos cuestionándonos la esencia de lo real, tanto desde la ciencia como desde la filosofía. De puro curiosos, nomás, porque éramos hinchapelotas por naturaleza y queríamos saber. Hoy necesitamos cuestionar seriamente la comunicación digital, no sólo para seguir sabiendo, sino ante todo por una cuestión de supervivencia. Estamos inmersos en un sistema sensorial que es capaz de persuadir a millones de dar un paso adelante, ¡aun cuando estén al borde del abismo!, porque puede mostrar suelo firme donde sólo hay vacío — y lo está haciendo.

El universo digital que ya suplanta la experiencia sensible entraña grandes peligros, de los cuales mencionaré aquí apenas dos. El primero, la relativización del valor de toda imagen. Hasta no hace tanto era fácil distinguir entre la realidad y el fotograma de una película. Toda ficción visual era una aproximación, una representación que no disimulaba su artificio. Hoy no hay forma de diferenciar una imagen verídica de una trucada. Y en consecuencia, hasta las fotos en celuloide se contagiaron de la pátina de irrealidad que caracteriza a toda imagen digital. Porque antes "foto" equivalía a "representación de lo real". Pero ahora que toda foto es digital, la imagen equivale sólo a "representación". Es un signo, nomás. Muestra algo que quizás exista, quizás no, o quizás no de esa manera. Toda imagen digital es información en un 30%, y anestesia en el 70% restante.

 

 

Por eso relativizamos lo que comunica, no produce el shock que nos produciría si estuviésemos viendo lo mismo pero en el lugar, con nuestros propios ojos. Hoy en día contemplamos imagenes aberrantes de Gaza y el Líbano y no sentimos nada, o casi nada. Treinta años atrás hubiésemos corrido a vomitar en el Pescadas. En la actualidad, esas visiones terribles sólo emulan lo que vimos mil veces en películas o videogames. Son imágenes que ya no producen en nosotros el efecto de lo real. Y eso es preocupante, ante todo en términos políticos.

El segundo peligro deriva del primero. La comunicación digital es en esencia reactiva. No insta a la acción, sólo a la reacción. Nos convierte en criaturas pasivas, que sólo responden a estímulos pre-determinados, como ratoncitos de laboratorio. Damos likes y RTs. Nos grabamos "reaccionando" ante cosas que han hecho otros, y difundimos esa grabación como si tuviese algún valor. Opinamos respecto de todo como si supiésemos de todo porque ahora es facilísimo opinar de todo, sin reparar en que el opinionismo compulsivo es una pre-condición para la inacción.

Durante milenios entendimos que para producir un efecto sobre la realidad había que actuar, con todos los riesgos que eso implicaba. Para aprender la esencia del fuego, no hubo más alternativa que quemarse. Pero aun así interveníamos en la realidad, hacíamos ensayo y error, tomábamos nota, corregíamos la conducta y nuestra inteligencia se desarrollaba. En la actualidad, prácticamente la única acción que nos está permitida es aquella que desarrollamos física e intelectualmente para trabajar al servicio de nuestros jefes y/o amos. Ahí sí que se nos llama a movernos, a agarrar la pala. Pero, tan pronto dejamos de estar al servicio de nuestros gerentes, cesamos de accionar para contentarnos con apenas reaccionar. Ponemos el cuerpo en punto muerto y el cerebro en automático. Borramos del campo visual todo lo que no sea pantallita y no movemos otra cosa que los pulgares. La diferencia entre la tarea intelectual a que nos llama la comunicación digital y el pensamiento verdadero es la misma que existe entre el sexo virtual y el real.

Y una criatura eminentemente reactiva es un sujeto político neutro. O, para decirlo de otro modo, un esclavo satisfecho con su suerte.

 

 

 

 

El mate lleno de infelices ilusiones

Estamos confundiendo al signo con lo real. Y en consecuencia, permitimos que el signo, o sea una construcción artificial, determine lo real.

Días atrás pasó algo llamativo. John D. Miller, ex jefe de marketing de la cadena NBC, publicó un descargo. "Quiero disculparme ante los Estados Unidos. Yo ayudé a crear un monstruo", dijo. NBC es el canal que produjo el reality-show llamado The Apprentice, programa que ayudó a que Donald Trump pasase de ser una persona conocida a una popular. "Para vender el show —agregó Miller—, creamos la narrativa de que Trump era un empresario súper exitoso, que vivía como si fuese de la realeza". Miller comentó también ciertos aspectos de la personalidad de Trump, derivados de su experiencia personal con el personaje. Que es un manipulador que a la vez es fácilmente manipulable. ("A la hora de recibir elogios, es un barril sin fondo", dice Miller. "Adulalo y hará lo que quieras, como Putin y Kim Jong Un ya han descubierto".) Que, consecuentemente, es hipersensible a las críticas. Que es capaz de repetir una mentira un millón de veces, porque está convencido de que eventualmente la gente la creerá. Pero lo esencial para Miller es que sus compatriotas entiendan lo siguiente: "Si de verdad cree que Trump va a ser mejor para usted o para el país, sepa que esa es simplemente una ilusión, así como lo fue The Apprentice".

Esa ilusión —ese signo— está a nada de convertirse por segunda vez en Presidente del país más poderoso del mundo. No existe forma de exagerar el peligro que eso supone. La mitad de la población de los Estados Unidos está por renovar su confianza en alguien que no es lo que creen que es, en un personaje diseñado en un laboratorio comunicacional para obtener precisamente esa reacción. Llevo semanas chusmeando las presentaciones proselitistas de Trump en distintas ciudades, y lo que veo de forma sistemática es a un tipo que no está bien, de cerebro reblandecido, que divaga como el tío alcohólico que se hace notar en todas las fiestas. Días atrás se negó a contestar preguntas, hizo que el sonidista pasase música durante 40 minutos —dos versiones del Ave María, dicho sea de paso— y terminó solicitando que sonase YMCA de Village People, para bailar en escena con ese pasito tan peculiar que el actor Dave Bautista acaba de describir como "hacerle la paja a un par de jirafas". (No contento con eso, lo llamó cagón y dijo que usa "más maquillaje que Dolly Parton".) Pero estoy seguro de que nada de eso afectará a sus votantes, así como ninguna de las patéticas presentaciones en público del Presidente Milady sembró alarma entre aquellos que lo votaron tres veces y lo sostienen todavía.

 

 

 

Esos personajes lamentables —esos signos— siguen funcionando, en términos de comunicación digital. Lo que finalmente comenzó a afectar al Presidente Milady, a hacerle mella, es la innegable realidad de la consecuencia de sus decisiones sobre la mayoría del pueblo argentino. Tan nefastas, tan dañinas, que están persuadiendo a la ciudadanía de apartarse por un rato de sus telefonitos y poner el cuerpo en la calle. Si será severo el daño, que la que hoy está en la vanguardia de la protesta es precisamente la generación que no sabe cómo es vivir sin sus celulares a mano. No debe ser casual que se trate de los estudiantes, que a pesar de la pregnancia de la cultura digital no han dejado de valorar ni los libros ni el trabajo intelectual que se estimula en los claustros que Milady pretende vaciar.

Esta acción de la juventud argentina —porque ya no es mera reacción, esgrima virtual, sino el ejercicio de poner el pecho en las calles y producir realidad— es alentadora. Aun así, no se me escapa que estamos en pésimas condiciones para generar acuerdos básicos, núcleos de coincidencia. Porque ya nos acostumbramos a ver la realidad como la película que más nos conviene. La data que nos habituamos a recibir reafirma lo que ya pensamos, jamás cuestiona o plantea puntos de vista divergentes. Y cuando estás convencido de que te asiste la razón ciento por ciento, se complica encontrar áreas de compromiso con el que piensa otra cosa.

La experiencia de ver la segunda parte de Joker en una sala llena me demostró cuán intolerantes nos hemos vuelto a todo tipo de frustración. La irritación que parte del público expresó al final era física, al límite de lo violento: habían ido a ver un film llenos de preconceptos respecto de cómo debía ser, de qué clase de satisfacción debía depararles. Y cuando la obra se negó a complacerlos, no aceptaron re-considerarla, preguntarse si existía algún valor en la propuesta alternativa que su autor presentaba. Simplemente se cerraron — la cancelaron, como se dice ahora.

 

 

La misma tendencia cancelatoria existe entre nosotros, los que nos consideramos parte del bando popular, al punto que a menudo me hace dudar de mi experiencia. Encuentro una disociación atroz entre mi percepción de personas a las que conozco, con las que conversé mucho y sostengo una relación, y la machietta que de ellas hace en las redes gente del palo, con la que suelo coincidir casi siempre. He llegado a cuestionarme si el equivocado sería yo, si mi experiencia sensible desarrollada en el tiempo no sería errónea. Pero eso supondría aceptar que el chusmerío de Internet está más próximo a la verdad que mi capacidad de conocer y reconocer lo real. Y eso es algo que no estoy dispuesto a conceder. Sigo confiando en mi experiencia por encima de mis gafas virtuales.

Esto está ocurriendo en el mundo entero, a consecuencia de la comunicación digital que nos convence de que somos los más piolas, lúcidos y ubicados del planeta. (El algoritmo es un seductor serial, porque le tira flores tanto a los fans de Trump como a los de Kamala Harris.) Pero lo que me preocupa más es lo que ocurre en nuestro país. Llevo meses con esta sensación a cuestas de que la mayoría de los argentinos está viendo la película equivocada, o por lo menos que está entendiendo cualquiera, que la malinterpreta. Estamos inmersos en una ilusión, como decía John D. Miller, y es por eso que la disonancia entre esa ilusión y lo que la realidad devuelve a su modo implacable confunde a tantos y los sume en el desconcierto. ¿Cómo puede ser que ocurran estas cosas que ya no podés negar, cuando la ilusión insiste en que están ocurriendo de otro modo?

La situación conmina a ser inusualmente rigurosos en el análisis de la realidad, aunque suponga nadar contracorriente. Necesitamos recrear nuestros lazos con la vida sensible, con la carne, los huesos, la sangre y la materia gris de los que estamos hechos, y también reconectar con nuestro entorno. Para no volvernos más sumisos de lo que ya somos, que es mucho. Para no derrochar la experiencia de ser y estar aquí en plena conciencia. Para no dejar de comunicarnos profundamente, de verdad, entre nosotros. (Acabo de ver el trailer de la nueva película de los hermanos Russo que se estrena en marzo, The Electric State. Y allí, justo cuando la protagonista dice: "Los humanos perdieron el contacto entre ellos", se ve un salón lleno de gente sentada en sillones y conectada a visores interactivos como los de los juegos. La imagen es perturbadora, porque cuesta percibir a esa gente como gente. Más bien parecen meros accesorios de una tecnología sofisticada — que es exactamente lo que son.)

 

 

Esto significa que debemos re-aprender a valorar lo real, por encima de lo que nos llega codificado como signo a través de Internet. A privilegiar la evidencia por sobre la sensación. Los pibes que protestan en la calle son reales. La gente que duerme en la calle es real. La billetera vacía es real. La farmacia inaccesible es real. El dolor que deriva de la carencia, de la insensibilidad, del maltrato institucional, es real. Casi todo lo fáctico es coherente hoy, en el sentido de que confluye en informarnos que la actualidad argentina es penosa, mires donde mires. Una realidad tan intolerable no puede ser revertida mediante una "reacción" en YouTube o las redes. Una realidad así convoca a la acción concreta, a la transformación material, a intervenir en la trama química del universo.

Pero además hay que aprender a lidiar con los signos, porque constituyen un elemento que no desaparecerá ni se adelgazará. Viviremos en medio de un frondoso bosque de signos, que tenderán a ofuscar las ramas de lo real, sin ninguna ingenuidad. La existencia de Internet nos ahorra toneladas de laburo intelectual, pero no hay que permitir que esa ventaja haga que nuestras mentes engorden y se queden encadenadas a una silla y una pantalla. Hay que usar la energía liberada para agudizar nuestra capacidad de decodificar la comunicación digital. Porque un signo es una creación humana compleja, y si seguimos malinterpretándolo terminaremos perdidos en el bosque y muriendo de hambre y sed intelectual.

¿Que implica mucho laburo? Y, sí. Pero se trata de una tarea que no es opcional, como no lo es proporcionarnos sustento o cuidar de los nuestros.

Los invito, pues, a sospechar de todo aquello que percibimos mediante la interfase digital. Lo cual incluye, por supuesto, a este texto.

 

 

Ya no podemos lidiar ingenuamente con este tipo de comunicación. Lo que nos llega por vía digital no es lo real, sino un mensaje codificado. Puede parecer que refleja fotográficamente algo que ocurrió, pero en esencia tiene la misma relación con la realidad que un ideograma del alfabeto japonés o chino. Es pura representación, que opera en varios niveles en simultáneo. Está el discurso verbal, está el sonido, está la imagen, está el primer plano y está el contexto y está la edición de todos esos elementos. Y muchas veces uno de los componentes está usado para negar al preponderante e imponer el verdadero mensaje, de manera que salte por encima de la percepción consciente. Por eso mismo, si estamos atentos, pescaremos la contradicción y, en consecuencia, la deshonestidad del signo. Podés emocionarte con un discurso maravilloso sobre la paz, pero si el tipo que lo pronuncia tiene a sus espaldas a Voldemort, a Netanyahu y a Adolph Hitler, harías bien en sospechar de sus verdaderas intenciones.

A través de las grandes corporaciones de la comunicación digital, el poder real trata de embaucarnos todos los días. No escatimemos resistencia.

 

 

 

 

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