¿Qué nos está diciendo el cuerpo?
A dos meses del aislamiento, un primer balance
Entre muchas otras cosas (también es escritor, poeta, estudioso de la obra poética y plástica de Jacobo Fijman, ensayista, profesor de educación física, divulgador de disciplinas sanas), Daniel Calméls es psicomotricista, una especialidad cuyo particular objeto de estudio es el cuerpo humano en todas sus manifestaciones: desde lo postural a la mirada, de la voz a la escucha, de las expresiones a los sabores. En 1979 fundó en el Hospital de Clínicas el área de psicomotricidad. Actualmente trabaja con niños con cuadros de inhibición, torpeza, hiperkinesia, dispraxias, asi como con diagnosticados dentro del espectro autista. Calméls dialogó con El Cohete a la Luna acerca del estado del “cuerpo argentino promedio” en tiempos de coronavirus.
Tenemos la imposibilidad de estar cerca, cara a cara, se han eliminado drásticamente los contactos y están suspendidas las caricias. Eso no lo tenemos ahora y se extraña. “Las caricias –explica Calméls– son una de las formas del contacto. Funda la piel relacional, la corporiza. En la vida adulta, es un hecho reservado a la privacidad. En los niños es algo fundante. Cuando tiene uno o dos años su temporalidad está muy marcada por los espacios: sabe que si está en un balcón es para mirar a su alrededor, si está en la cunita es para dormir. En este momento uno de esos espacios —que es la puerta que se abre para ir a jugar— está cerrada (bien cerrada, porque debe ser así) y eso le genera ansiedad”. Calméls propone una definición sencilla de ansiedad: “Estar aquí, queriendo estar allá”, descripción que, reconoce de inmediato, también le cabe a cualquier persona grande. Para el especialista, la caricia inventa la piel del cuerpo, le da relieve y espesura. “Acariciar es fundar un orden. La necesidad de acariciar y ser acariciado es un acto que marca presencia y algo que nos confirma la presencia amorosa del otro. Fíjese que la palabra caricia proviene del italiano cauzze o caricia, derivado de caro, querido”.
El protocolo sanitario exige que, no menos de 16 veces al día (cálculo determinado por las horas de vigilia de cada jornada) nos lavemos las manos. Ese procedimiento, de unos 40 segundos de duración, ¿equivale a caricias? Calméls cree que no. “Si bien en el lavado hay un contacto húmedo y otro seco mediado por una toalla, se trata más de un contacto de frotamiento que de una caricia. Voy a una pregunta que se hace el poeta Francis Ponge: '¿Por qué es que, en nuestras regiones, frotarse las manos es signo predilecto de satisfacción, incluso de júbilo interior?' Ponge responde a su pregunta. Él reconoce en el frotamiento de manos un signo, una especie de cierre, satisfactorio por sí mismo, de la identidad corporal”.
Faltan caricias, pero tampoco están los besos (imposible hacerlo con barbijo), los vínculos cuerpo a cuerpo escasean, ni hablar de lo sexual en un tiempo en que tanto se habla de relaciones virtuales y de la autosatisfacción. Para Calméls la consigna del quedarse en casa no empezó a mediados de marzo. Ubica distintas situaciones. “Hace años que fuimos convocados a quedarnos en casa y comunicarnos online. Los bancos hicieron punta. El personal fue reemplazado por máquinas, la atención se mecanizó y los jubilados fueron los primeros en notar la falta de hospitalidad. El salir a comprar fue reemplazado por el delivery, con la fórmula Pedidos ya. Bastante antes de la pandemia vivíamos un proceso de disminución y pérdida del encuentro cara a cara. Los adolescentes, también algunos niños, pasaban horas frente a una pantalla. Los medios nos informaban insistentemente lo que teníamos que ver y pensar. Un ejemplo de esto es la ‘sensación térmica’, absurdo que nos digan qué temperatura debemos sentir. El sexo virtual o la autosatisfacción –que por otro lado es tan antigua como las pandemias– son parte de un proceso de des-corporización y de un aceleramiento asociado a la tecnología. El hecho es que ahora no se puede salir ni entrar porque el otro es el portador de un posible contagio. Ese riesgo no está en el aire, ni en las veredas, ni en los autos: es el otro el que afecta nuestra salud”.
Como el sexo, también se generalizó la modalidad de encarar trabajos a distancia. “Ahí hay una abstinencia dolorosa. En el caso de la psicomotricidad, es un momento en que niños y adultos dejan de tener atención porque es una especialidad que debe realizarse cuerpo a cuerpo”, advierte Calméls. Se escucha decir en estos días que, puertas adentro, una de las actividades más frecuentes es comer, probablemente de más. “Es cierto –asiente—: se come más y de más, en especial cuando estamos ansiosos, aburridos, tristes y mucho más cuando la cocina y la heladera quedan tan cerca, constituyéndose en una tentación para picar. Eso cuando se puede, pero en otros sectores la escasez está muy presente, los comedores de los barrios populares no tienen más lugar. En esos sectores conseguir el alimento es un trámite que se demora: allí se come cuando se puede y lo que se pueda”. En la misma dirección Calméls diferencia entre los que habitan casas, digamos clásicas, y los que viven en barrios super habitados y en los que vereda y calle son una extensión de las casas.
Le planteo al especialista: cumplo a full el aislamiento y es muy larga la lista de los lugares a los que ya hace dos meses que no voy: la casa de mis nietos, el kiosco, el banco, el café, la radio, tantos más. La duda es si le pasó algo especial a mi cuerpo. La respuesta es afirmativa. “Pensando en el cuerpo –piensa—, estamos acostumbrados a una escucha diferida, se ha acortado nuestra mirada. No miramos tan lejos como cuando estamos afuera. Nuestra ropa no es la misma estando en casa”. Confirmo: entre amigos comentamos que, entrecasa, se advierte una fuerte jogginización cuando no una piyamización. Se ríe Calméls y añade: “Cuando nos cambian la ropa, cambia nuestra imagen. Y así en cada manifestación corporal nuestra expresividad está en baja. Puedo intentar hacer alguna morisqueta frente a un espejo. Tenemos conciencia de nosotros, por la presencia corporal de otro, que ahora falta”.
Cuando esto pase, qué ocurrirá cuando podamos volver a la calle es lo que nos resultará más desconocido. Calméls afirma: “El desconocido será el otro. Cambiará nuestro deambular, ya no será tan natural porque casi seguro todavía deberemos guardar distancias o seguir con el barbijo puesto. Antes de la pandemia, que una persona tosiera al lado nuestro pasaba desapercibido. Ahora el mínimo carraspeo o un estornudo nos pone alertas. Tendremos que trabajar mucho la solidaridad para no ver al otro como un enemigo o un peligro". En el adentro que hoy nos toca, ¿hay un afuera? Calméls concluye: “La casa tiene espacios intermediarios entre el adentro y el afuera. Hace muchos años la vereda era un lugar para jugar, y hasta había un juego muy popular llamado ‘el patrón de la vereda’. Hoy ya no es así. Metafóricamente, desde la imaginación, puedo soñar que estoy afuera. Hasta hace poco el deseo más frecuente estando afuera era llegar a casa. Ahora el gran deseo es poder volver a salir”.
Codo a codo
Calmels es el autor de El libro de los pies y prepara otros dos sobre los ojos y los brazos. Hace poco –a partir de la instalación del saludo de codos– escribió un texto titulado Reivindicación del codo.
Hay zonas del cuerpo que no tienen mucho protagonismo: el codo es una de ellas. Zona difícil de mirar directamente, con pliegues al modo de un fuelle, necesario para la extensión y flexión del brazo y del antebrazo. Así y todo, participó de varios refranes y dichos populares, en los cuales no era muy elogiado. Entre otros encontramos: “codito de oro” para nombrar una persona amarreta; “borrar con el codo lo que escribió con la mano”; “empinar el codo”; “hablar hasta por los codos”. Y ahora, en épocas de pandemia, se lo nombra día a día. Pero reivindicando al codo, podemos decir que, sin la posibilidad de flexionar nuestros brazos y antebrazos a la altura del codo, no nos podríamos abrazar. La anatomía incluyó este pliegue para que los seres humanos se estrechen en un rotundo abrazo. El reverso del codo, llamado ahora “pliegue” es también una de esas zonas que no tiene un nombre propio: es accesoria al codo. Hace años escribí en el libro Marea en las manos este poema:
Pedestal de la mano
que sostiene el sueño más antiguo,
huellas simias, agrietadas, calvas.
Pico del abismo ahuesado y pulido,
el codo es una esquina
que oculta en su reverso
el rincón de la primera almohada.
Con el deseo de dejar de saludarnos con el codo y de abandonar la costumbre de toser en su pliegue, al modo de una oración profana, recemos, pensando en el futuro, con estas líneas de Mario Benedetti:
Si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos.
Chan chan.
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