El modelo de “justicia” global que se quiere imponer borra toda oposición
En su discurso de San Bernardo do Campo del 7 de abril, poco antes de ser arrestado por su condena a doce años de prisión, el ex presidente Lula da Silva reclamó para sí una “justicia justa”. Ese modo deliberadamente redundante de su demanda presuponía una contradictoria “justicia injusta” en su contra. El arresto de Lula fue la culminación de una secuencia de acontecimientos políticos, mediáticos y judiciales regionales de los que no había antecedentes. La conmoción de estos hechos capaces de desconcertar a las conciencias más lúcidas desborda de interrogantes sobre causas, consecuencias y respuestas a estos cambios. ¿Cómo explicar una razón legislativa que impone a la población cargas desproporcionadas y sin equidad alguna? ¿Cómo explicar la precarización y violación de derechos fundamentales con el respaldo de acciones represivas que se exhiben impunes? ¿Cómo explicar una justicia sin pruebas y una jurisprudencia contraria al derecho internacional de los derechos humanos? ¿Cómo entender, en suma, la emergencia de un Estado cuyos órganos de gobierno no quedan subordinados al orden jurídico en su forma y contenido, ni responden al interés público, ni actúan de buena fe y con un estándar único, ni respetan el orden establecido por el derecho internacional?
No hay dudas sobre la necesidad de comprender qué es lo que está pasando con la restauración conservadora y la agonía de la democracia y sus sistemas de justicia, en el camino que ya ha sido abierto en las páginas de El Cohete a la Luna. Quizá pueda ayudarnos, en el comienzo de ese intento de comprensión del hoy, el volver un poco atrás. Hay tantas injusticias históricas que algunos procuran repetir con nuevas máscaras, que vale el intento de recordarlas y hacerlas recordar.
La justicia y el orden: venganza y democracia
Los antiguos griegos, que parece que de lo humano ya lo hubieran pensado todo, consideraban que algo era justo cuando su modo de ser no era contrario al orden al cual pertenecía. Dicho de otra forma: la justicia era la medida del orden de las cosas. Lo injusto no era más que el exceso o la desmesura de quien usurpaba el lugar que no le correspondía en ese orden, siendo aquel que no se limitaba a ser lo que era. Y el triunfo de la justicia llegaba con la restauración del orden de origen.
Durante muchos siglos, esos griegos creyeron que el orden de las cosas era el orden divino del mundo, en el que el lugar de unos era estar arriba, en el mundo de la luz (aquel al que Dante le daría una expresión sublime en los últimos versos del Canto XXIII de Paraíso), y el lugar de otros era estar debajo, en el mundo de las tinieblas (prefigurando ya al Cielo y el Infierno). Ese orden divino de la justicia era aristocrático, con base en el ideal del guerrero, tal como ya se observa en la Ilíada en los personajes de Héctor y de Aquiles. Por eso es que la pirámide social tenía arriba a los aristoi (nobles-guerreros), debajo a los esclavos, y en el medio a los demos (artesanos y campesinos).
Querer romper este orden era una injusticia que debía ser castigada con la venganza de la ira propia de ese orden aristocrático. Esa justicia-venganza del orden divino era personificada mitológicamente en las figuras de las Erinias (las Furias de los romanos), deidades servidoras de la Justicia que perseguían a los culpables de ciertos crímenes y en especial a los crímenes de sangre. Cuando había una muerte se encendía una Erinia para quemar tanto que el crimen no pudiera olvidarse. Su reclamo inagotable de venganza y su persecución perpetua en pos de la retaliación, las convertía en figuras terribles que imponían terror.
Ese orden divino y su justicia, sin embargo, tuvieron un cambio radical con las reformas jurídicas y políticas que dieron lugar a la democracia ateniense. La pirámide social pasó a tener arriba a los demos (de allí demo-cracia), debajo a los esclavos que seguían en su lugar, y en el medio a los metecos (extranjeros residentes). Y se pasó de la venganza a la justicia del prudente equilibrio, propia del orden democrático (la balanza como símbolo de la justicia no haría más que recoger el significado de esa concepción).
Ese cambio fue dramatizado por Esquilo. Cuando Orestes es juzgado por haber matado a su madre Clitemnestra, le llevan al nuevo tribunal de doce miembros del Areópago, la colina en la que sesionaban. Las Erinias persiguen a Orestes y reclaman su muerte como venganza. Los votos de los jueces quedan igualados y Atenea otorga el perdón. Las Erinias aceptan y pasan a ser desde entonces las Euménides (las Benévolas), cambiando la ira por un equilibrio de las emociones. El orden divino cambia al orden democrático y la justicia-venganza es reemplazada por la justicia-equilibrio.
Un nuevo orden global
Lo que observamos hoy, que nos sorprende e interpela, es el cambio de un orden global que todavía no ha consolidado su modelo de justicia, aunque muestra en su pulsión más poderosa el transparente abandono de los fundamentos básicos de la democracia liberal tal como quedara reformulada después de la Segunda Guerra en el orden multilateral de las Naciones Unidas y su justicia-igualdad de los derechos humanos. Una pulsión que regresa a la justicia-venganza para reinstaurar un nuevo orden aristocrático que deje atrás el estado de bienestar. Y que en su intento se enfrenta sin Carta de la ONU ni constitución liberal alguna, a populismos igualitaristas, regionalismos anticoloniales, y toda otra forma que de un modo u otro se le oponga. La prisión de Lula no es más que el ajuste de cuentas por su atrevimiento al desafiarla, disputando junto a otros presidentes y países el modelo de justicia que ha de tener el nuevo orden global.
Y es que si miramos hacia atrás, vemos que el equilibrio del nuevo orden de la posguerra se sostuvo en el campo capitalista bajo la tutela de Estados Unidos. En lo económico, la conferencia de Breton Woods de 1944 fundó el FMI para supervisar las reglas globales monetarias y de cambio. Pero con el tiempo, el FMI pasó a supervisar la política económica de los países en desarrollo imponiéndoles condiciones específicas de ajuste. La ruptura de los gobiernos de Kirchner y de Lula con el organismo son parte del atrevimiento que clama venganza, porque el fracaso de la economía global de Breton Woods se ha querido y se quiere saldar con las políticas neoliberales que con las fórmulas FMI-Banco Mundial del Consenso de Washington en 1989 subieron la apuesta del Norte contra el Sur. En el campo de la salud, por ejemplo, el Banco Mundial impulsó las privatizaciones y así fue como a mediados de los noventa la Organización Panamericana de la Salud entregó su tradicional enfoque de salud pública a la onda privatizadora.
El neoliberalismo no se mostró integrador en el nuevo orden de interconexión global (como no lo es ahora con las políticas de Trump). El ALCA no era una propuesta integradora en búsqueda de un nuevo modelo de justicia. La liberalización de los aranceles y de los mercados financieros prometía el fracaso que las políticas de hoy hacen evidente en la Argentina. Las retenciones al agro y el control de cambios fueron dos de las disputas más fuertes del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner junto a la ley de medios y sus límites al monopolio del grupo Clarín. Y por eso el reparar esas heridas fue una primera medida del gobierno de Macri. Pero aquel rechazo del ALCA por los pueblos unidos de la Región debía ser pagado: la prisión de Lula y la amenaza de igual suerte para Cristina Fernández, son parte de ese costo.
Y es que después de la caída del campo socialista, el rol de Estados Unidos en el orden global fue el de garantizar el imperio de las corporaciones frente a los estados-nación y, progresivamente, ir demoliendo los derechos económicos, sociales y culturales (trabajo, educación, vivienda, salud, etc.). La función de los estados y sus democracias, según Chomsky, pasó a ser el “socializar riesgos y costes y privatizar el poder y los beneficios”. Los populismos de América Latina, mirando a otro modelo de justicia para el nuevo orden global, quisieron fortalecer los vínculos regionales (Mercosur, Unasur, etc.), redistribuir la renta nacional, sacar de la pobreza a millones de personas, fortalecer los derechos humanos… No se podía permitir.
En ese contexto global, la integración de Brasil al BRICS por Lula promovió el ensayo de una alternativa a la OCDE a la que se quiere integrar hoy el gobierno de Macri. Y esta quizá haya sido la política estratégica más lúcida y potente del presidente brasileño, incluyendo su pretensión de ocupar un lugar permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU. Esa fue la política que más fuertemente disputaba por el modelo de justicia para el nuevo orden global. Esa era la que Lula entendía como “justicia justa”.
Las nuevas Furias
La historia de la injerencia política, económica y militar de los Estados Unidos en los países de nuestra Región está tan probada que ya se encuentra en cualquier atlas histórico. Por eso es verosímil que la embajada de Estados Unidos, bajo Liliana Ayalde, haya estado en el origen del juicio exprés al presidente Lugo en Paraguay, cuando ella era embajadora en ese país, y del juicio a la presidenta Dilma Rousseff, antesala de la persecución a Lula, cuando Ayalde era embajadora en Brasil. Así y todo, aunque los actores ya son muy conocidos, incluyendo a las elites brasileñas de aspiraciones aristocráticas, lo que interesa desentrañar es la trama de esta nueva temporada en la que algunos aspectos son fuertemente novedosos.
Estados Unidos es un país continental de grandes extensiones que ha heredado la conciencia insular de su tierra de origen. Es un país-isla en medio del mundo. El ciudadano medio poco sabe y distingue de nombres y fronteras fuera de su país. Quizá sea por eso, y por su afán imperial, que a Estados Unidos le duela tanto que lo ataquen en su territorio. Cuando lo han hecho, su ira ha clamado por venganza. Estados Unidos es un país vengativo. El ataque japonés a Pearl Harbor se saldó en agosto de 1945 con dos bombas atómicas. Al día siguiente de Hiroshima, el presidente Truman dijo: “Los japoneses comenzaron la guerra desde el aire en Pearl Harbor. Ahora les hemos devuelto el golpe multiplicado. [...]. Si no aceptan nuestras condiciones pueden esperar una lluvia de destrucción desde el aire como la que nunca se ha visto en esta tierra.”
Con los atentados de 2001 contra organismos políticos, económicos y de defensa en territorio de los Estados Unidos, el modelo de justicia neoliberal que ese país promovía para el nuevo orden global, tuvo una metamorfosis. El presidente Bush dijo que los atentados eran actos de guerra de un nuevo enemigo, que habría justicia para los culpables, y que su país estaba en una lucha monumental del bien contra el mal: “No haremos distinciones entre los terroristas que cometieron estos actos y quienes los apoyan”. Fue el anticipo de haber perdido los límites en la medida del orden de las cosas.
El resultado de aquellos ataques fue la Doctrina de Seguridad. Comenzó aumentando los controles contra el terrorismo, pero siguió con secuestros, prisión y torturas, en modo clandestino en diversos sitios y países. La cárcel de Guantánamo pasó a ser un paradigma. Los derechos humanos comenzaron a ser violados en modo sistemático por las fuerzas de seguridad de los Estados Unidos. Siguió con las guerras contra el terrorismo en Afganistán e Irak. El presidente Bush, en una “justicia sin pruebas”, le mintió al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y a países amigos, respecto a la presencia de armas iraquíes de destrucción masiva. Para Alan Greenspan, ex presidente de la Reserva Federal, el móvil de esta guerra había sido el controlar las reservas de petróleo. La guerra causó cientos de miles de muertos pero los atentados aumentaron. Los ataques de 2001 se saldaron esas muertes, con la horca de Sadam Hussein y con el asesinato de Bin Laden seguido en sus detalles on-line por el mismísimo presidente de los Estados Unidos.
La nueva doctrina introdujo otro modelo de “justicia”: hegemonía e imposición global del criterio de justicia de Estados Unidos; uso unilateral y preventivo de la fuerza; asociación de estos supuestos con los intereses económicos; crítica y violación de los derechos humanos; defensa de un doble estándar moral; desprecio del concepto de dignidad; prepotencia impune; etc.
Esta nueva doctrina de seguridad en simbiosis con el programa neoliberal es la que nos sorprende por su desprecio por la democracia, por la impunidad y prepotencia de sus actos que naturalizan la inmoralidad, la “justicia” sin pruebas, la negación y violación de los derechos humanos, la falta de respeto de toda norma y acuerdos previos, la mentira y manipulación. Este es el modelo de “justicia” para el orden global que quiere imponerse borrando toda oposición. Pero ya conocemos los primeros avances de otro modelo posible que llamaremos con otros autores “justicia cosmopolita”. Es el que impulsaron Lula y otros presidentes en nuestra Región. Es el camino a seguir y la posición a defender.
A modo de conclusión: la épica como furia guerrera y triunfo del héroe no es más que el anticipo de la tragedia como caída. Por eso, a la vista de tanta perversión militarizada de los intereses que pujan por significar al nuevo orden global, cuando en muchos espacios vivimos tiempos de locura del nuevo liberalismo, cabe recordar un dicho antiguo: “A quien los dioses quieren perder, primero lo vuelven loco”. Y recordar también, aquel proverbio latino que decía: “Hágase justicia, aunque se caiga el cielo” (Fiat iustitia, ruat caelum). Aclarando de qué cielo hablamos: el cielo luminoso de los privilegios de unos pocos que sólo arrojan tinieblas para unas muchedumbres cansadas de vivir a oscuras.
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