QUÉ HISTORIA

Historia con hache mayúscula es lo que nosotros estamos haciendo hoy, aunque no nos june nadie

 

¿Qué es lo que separa una simple historia de su versión más prestigiosa, esa que inicializamos con hache mayúscula? La historia con minúsculas es cualquier narrativa —o la narrativa de cualquiera, podríamos decir—, sea verídica o no; lo que le pasa a, o cuenta, la gente común y corriente. En cambio la otra Historia sería el relato de los hechos trascendentes, esa que tiende a protagonizar gente excepcional, para el lado bueno o el lado malo. (Esta diferencia el idioma inglés la zanja al escandir la idea inicial y quedarse con dos palabras: story por un lado y history por el otro.) La historia pequeña puede ser imaginaria, en cualquier caso es narrativa siempre. La Historia con mayúscula presume de fáctica, científica; puede ser árida si quiere, por no decir embolante, porque la dignifica su condición de real.

Sin embargo, la diferencia entre ambos conceptos es menos tajante de lo que parece. Para que la Historia trascendente adquiera su aura y se la consagre hace falta un acto de la voluntad: alguien que seleccione hechos y protagonistas entre miles y defienda su caso como uno imprescindible, sin el cual el decurso de los acontecimientos públicos no se comprendería. En el fondo, la postulación de un hecho como digno de ser abordado por la academia también es una decisión narrativa: hace falta alguien que lo cuente y explique que, sin ese cuento, no entenderíamos cómo llegamos acá.

Habrá quien sostenga que la categorización de un hecho como histórico no tiene nada de caprichosa o de creativa, que sería el resultado de un proceso riguroso. A fin de cuentas, debería ser fácil diferenciar un acto inconsecuente de otro que alteró la vida de un pueblo entero. Pero al mismo tiempo, existen hechos que modificaron el curso de nuestra existencia y sin embargo no forman parte del acervo común de lo que entendemos como Historia. Ejemplo: ¿saben ustedes quién inventó la televisión? Si les digo que hace casi un siglo —durante los Años Locos del siglo XX— había un escocés demente llamado John Logie Baird que transmitía por video imágenes de una marioneta llamada Stooky Bill, ¿me creerían? No lo harían de una, demandarían evidencia. Porque entenderían al vuelo que el invento de la televisión es un hecho trascendente, pero los detalles de su génesis no les constan: o sea que coincidiríamos en afirmar que se trata de un hecho historiable pero que sin embargo no es Historia, parte de los cuentos que transmitimos como tribu a nuestros descendientes para que no olviden de dónde venimos.

 

 

John Logie Baird y su endiablada invención.

 

 

Una de las grandes fábricas contemporáneas de Historia es la narrativa audiovisual. Basta con que lo que llamamos Hollywood tome un hecho real y lo recree, para que obtenga una posibilidad cierta de integrarse al escenario de nuestro conocimiento: ¿de cuántos acontecimientos nos enteramos, y en consecuencia nos sentimos en condiciones de referir, simplemente porque vimos la película?

Pocos días atrás se estrenó una película de Aaron Sorkin que se llama El juicio de los 7 de Chicago. Una producción de Netflix inspirada por un hecho que tuvo gran difusión en los Estados Unidos, a fines de la década del '60. (Y del cual, estoy seguro, la mayoría de ustedes no tendrá más que una vaga referencia.) En noviembre del '68 se venía una elección presidencial en ese país. Y en agosto tuvo lugar en Chicago la convención de la cual saldría consagrado el candidato demócrata. Pero no transcurrió en paz, porque la situación era un polvorín. El Presidente Lyndon Johnson había escalado el conflicto con Vietnam, conchabando más y más jóvenes como soldados y enviándolos al Asia a una muerte probable, o a un destino peor. La lucha por los derechos de la minoría negra estaba al rojo vivo, Malcolm X y Luther King ya habían sido fusilados. Y por primera vez existía una generación entera, fruto de la cultura rock y la experimentación psicodélica, que ocupaba cada vez más espacios de la vida pública reclamando una revolución.

 

 

El director y guionista Aaron Sorkin.

 

 

En ese contexto, y dado que el candidato demócrata con más posibilidades de imponerse era partidario de prolongar la guerra, muchas organizaciones sociales coincidieron en la necesidad de marchar sobre Chicago. Y al confluir esa policía brava, habituada a dar palos mas no explicaciones, con una juventud inmanejable que no paraba de gritarles pigs, ocurrió lo predecible: gas lacrimógeno, piedrazos, Molotovs, propiedades dañadas, heridos y detenidos a granel. Poco después Nixon se convirtió en Presidente y el nuevo fiscal general, John Mitchell, llevó adelante la decisión política de enjuiciar y escarmentar a los líderes de la protesta: los 7 de Chicago del título, que a la manera de los mosqueteros de Dumas no eran siete en realidad.

Sorkin hace buen uso dramático de otra cifra: los 4.000 y pico de jóvenes que murieron en Vietnam durante el transcurso del juicio, entre septiembre de 1969 y febrero del '70. Pero ya en mi primera visión de la película ese número me echó del relato, me empujó de la ficcionalización del pasado a la intemperie del presente, porque de inmediato pensé: Estos muchachos se arriesgaron a ir presos tratando de evitar que muriesen esas cuatro lucas de pibes como ellos, su deseo fue razón más que suficiente para que marchasen sobre Chicago y se hiciesen oír. Pero si aceptamos que su indignación era justa y necesaria, ¿dónde están las marchas que deberían ocupar hoy las grandes ciudades de los Estados Unidos, para protestar contra el gobierno que permitió que muriesen 223.000 personas —no cuatro lucas, casi un cuarto de millón— por su negligencia criminal a la hora de lidiar con la crisis del Covid-19? ¿Dónde están las marchas por las 545 criaturas que Trump separó de sus padres a los que ahora no encuentra, prolongando 545 orfandades?

Esa es otra de las confusiones a evitar, cuando se habla de Historia con hache mayúscula. Tendemos a creer que es el dominio de la gente del pasado, de aquellos que ya consumaron su obra, fueron evaluados por la academia, salieron airosos del examen y se los transmutó en estatua, estampilla o cuadro. (En mi época de estudiante secundario, por ejemplo, la materia Historia no llegaba nunca al mundo contemporáneo y los sucesos del presente.) Pero si la sistematización de hechos y procesos de otra época tiene sentido —y esto a Sorkin no se le escapa—, es en la medida en que ofrece un espejo en el cual mirarnos desde hoy, una herramienta que ayude a interpelar la actualidad. ¿Cuál sería la gracia de indignarme ante el juicio de los 7 de Chicago, que fue un escándalo, un abuso de poder y una vergüenza para el Poder Judicial de los Estados Unidos, si no me indigno al mismo tiempo con lo que hoy están haciendo con Julian Assange — un ultraje infinitamente más grande y peligroso?

 

 

Los Chicago 7 de la vida real, fotografiados por Richard Avedon.

 

 

Más allá de las etiquetas que diseñan y pegotean los especialistas, todos esos muchachos y muchachas que protagonizan los dioramas de los museos son pre-historia para nosotros. Historia con hache mayúscula es lo que nosotros estamos haciendo —o dejando de hacer— en este momento, aun desde casa y aunque no nos june nadie.

 

 

 

Una nueva y gloriosa Nación

En El juicio de los 7 de Chicago, Sorkin usa la Historia como frontón sobre el cual rebotar la pelotita del presente: cada paletazo que pega es con la intención de que el esférico vuelva, para ver cómo se lo recoge —o no— desde acá. Aunque no haya estado vivo en esa época, el público norteamericano más joven puede reconocer situaciones dramáticas que sí experimentó y siguen vigentes. Por ejemplo, el abuso de poder por parte de figuras políticas (blancas, patoteras) como el fiscal Mitchell y el juez Julius Hoffman, interpretado en la película por Frank Langella. O la política rebajada al nivel de farsa, convertida en teatro del absurdo por obra de los déspotas que desconocen los límites del poder que se les confirió. Lo que la Historia académica recogió y la película confirma es que se trató de un caso de persecución política lisa y llana, perpetrada por los representantes del Estado de la que fingió siempre ser la democracia modélica de Occidente. (Lo cual, dicho sea de paso, vuelve a traer a colación al pobre de Assange.) Yo no soy de los que cree que la Historia se repite, pero sí pienso, como Mark Twain, que al menos rima.

 

 

El Abbie Hoffman de la película (Sacha Baron-Cohen) y el modelo real.

 

 

Los momentos más delirantes y escalofriantes del film no son obra de la imaginación, sino aquellos que ocurrieron de verdad. Por ejemplo, el día en que Jerry Rubin y Abbie Hoffman comparecieron ante el juez vestidos con togas negras; la innecesaria aclaración del juez Hoffman diciendo que no tenía nada que ver con el Hoffman acusado —lo cual le dio pie a Abbie para parafrasear a Jesús y bromear: Papi, papi, por qué me has abandonado—; y por supuesto, también el hecho más escandaloso: que el magistrado ordenase encadenar y amordazar a Bobby Seale (Yahya Abdul-Mateen), el líder de los Black Panthers, procesado como el octavo de los 7 a pesar de que no había participado del motín, para que compareciese sin chistar. El espectáculo del negro encadenado a los pies del juez blanco reverberó de modo tan ultrajante —esa pelotita rebotó en la trayectoria segregadora de los Estados Unidos y volvió con fuerza, dándole al presente en un ojo—, que hasta el juez se dio cuenta de que se había ido al carajo. Y también hubo perlitas que Sorkin no llegó a meter en el film. Autoritario hasta el fin, el juez Hoffman no sólo hizo que raparan a los acusados en la peluquería de la cárcel. ¡También obligó a que le cortasen el pelo a sus abogados defensores!

 

El juez Hoffman que interpreta Frank Langella...
...y el modelo real, la encarnación del Poder Blanco.

 

 

Las discusiones más interesantes son las que fructifican al interior de los 7. Porque las figuras trumpianas del relato no dan para debate extenso: son sátrapas cuya sola autoridad pasa por el hecho de que disponen del uso de la fuerza pública, lo único a dirimir —que no es poca cosa, ya lo sé— son los defectos de un sistema democrático que permite que figuras de esa calaña consigan magistraturas. Pero los 7 representan matices todavía presentes en nuestros debates respecto de cómo hacer frente al poder. Está la cuestión de la legitimidad del reclamo, por ejemplo: en una escena, Bobby Seale le espeta a Tom Hayden (Eddie Redmayne), que por entonces era la estrella blanca, joven y seductora de la New Left, que una cosa es protestar porque querés rebelarte al mandato de tu papi y otra muy distinta luchar para que no te cuelguen del árbol más cercano. Está la cuestión de los límites de la práctica política convencional, presente en varios intercambios entre Hayden y Abbie Hoffman (Sacha Baron-Cohen). Para Hayden, Rubin y Hoffman —co-fundadores del Youth International Party y por ende yippies— eran payasos que desacreditaban la política, al proponer acciones como rodear el Pentágono y unir mentes en el intento de hacerlo levitar. Pero Hoffman le recuerda a Hayden que con guita en los bolsillos, cualquiera hace política. ¿A alguien se le ocurre que, sin su fortuna personal y su ascendiente sobre donantes ricos, gente como Trump y Macri habría llegado a la presidencia? Billetera mata argumento político es uno de los desajustes más severos del sistema democrático, al que Hoffman & Rubin se sobreponían con humor, delirio y teatralidad.

 

 

 

 

Otras tensiones giran en torno a la cuestión de la legitimidad de la violencia. La película me ayudó a descubrir a uno de los 7 de los que nunca había oído hablar: David Dellinger (John Carroll Lynch), que en aquel momento era el líder del Comité Nacional de Movilización para Acabar con la Guerra en Vietnam pero venía militando el pacifismo desde antes, al punto de que había sido objetor de conciencia durante la Segunda Guerra. ("¡Hasta yo quería cagarte a trompadas!", le dice bromeando su abogado defensor, Bill Kunstler.) Por el otro lado estaba Bobby Seale, representante de aquel sector de la minoría negra que, al cabo de siglos de esclavitud y linchamientos, reivindicaba el derecho a devolver los golpes. Pero el tema más relevante sigue siendo aquel que subyacía el debate entre Hayden y Hoffman respecto del diferencial económico en la política.

Como sé que el Indio quiso siempre a Rubin & Hoffman, le avisé del estreno antes de que Netflix subiese la película a su plataforma. (Llegué tarde, ya había visto el trailer y estaba enteradísimo.) Pero me satisfizo comprobar que el film no sólo recogía el tema, sino que lo ponía en el centro del relato. Es una cuestión que el Indio considera central, y de la cual viene hablando desde hace décadas: ¿alcanza con la política formal, tradicional, para motorizar el cambio que necesitamos? ¿O hace falta ir más lejos, como sugería Abbie Hoffman, y producir una revolución cultural: cambiar a la gente en lo más profundo, para que cambie todo en consecuencia — y la política también se transforme, como parte de esta mutación más abarcativa que la contendría y resignificaría? Puesto de otro modo: ¿cómo va a cambiar la política, si antes no cambiamos nosotros?

Hasta no hace tanto, la respuesta que muchos hubiésemos dado habría sido inequívoca: no, con la política formal no se cambia nada, acá. ¿Cómo pensar de otro modo, después de los palos que nos pegamos con Alfonsín, Menem, Duhalde, De La Rúa?

 

 

Néstor, el 25/5/2003.

 

 

Pero entonces apareció Néstor. Que era la figura histórica más improbable: grandote, desmañado, espontáneo. El Indio recuerda que cuando lo vio hacer malabares con el bastón, el día en que asumió, se molestó. ¿Quién podía esperar algo positivo, a esa altura, de un político de profesión? Por eso muchos de nosotros nos lo perdimos, al menos en parte. En estos días vale revisitar el discurso inaugural del 25 de mayo de 2003, al cual Cristina no fue ajena: aquel en el cual se reconoce parte de una generación diezmada, donde advirtió que no dejaría sus convicciones en la puerta de entrada de la Casa Rosada. (Un texto que abunda en referencias a la Historia, desde la consciencia del rol que quería jugar en ese escenario: "Por mandato popular, por comprensión histórica y por decisión política, esta es la oportunidad de la transformación, del cambio cultural y moral que demanda la hora", decía, para concluir parafraseando la letra original del Himno Nacional: "Anhelo que por estos caminos se levante a la faz de la Tierra una nueva y gloriosa Nación: la nuestra".)

Releída desde hoy es una pieza que estremece. No sólo por la vigencia del diagnóstico que formuló hace 17 años, sino porque el sueño que nos propuso ya es mucho más que sueño: es proyecto, andamiaje, el casco del navío. Pero aquellos que lo escuchamos entonces —lo cual incluye a muchos que, como yo, no lo habíamos votado—, no estábamos en condiciones de valorarlo. Ya habíamos escuchado demasiadas palabras tan bellas como huecas, de boca de gente que o no tenía intención o no sabía cómo llevarlas a la práctica.

No había por qué creerle a Nestor. Hasta que sus obras y sus gestos nos devolvieron la fe (en todas nuestras vidas, su irrupción marca un antes y un después) y nos restituyeron una de las herramientas más formidables con que contamos para mejorar la vida real de la gente: esa mala palabra, para colmo esdrújula, que es política.

 

 

Chicago, 1968.

 

 

 

Parámetros y paradigmas

¿Por dónde pasa la Historia con hache mayúscula de nuestros días? Revisar hechos consumados y sacar conclusiones es relativamente fácil, lo arduo es distinguir cuáles son las tensiones centrales del tiempo en curso — las luchas de hoy que están alumbrando el mañana. En teoría, no sería fácil hacerlo. Pero yo creo que se puede. Tal vez porque tuve una suerte de locos y me fue dado ver la Historia viva cara a cara: tomé té con Paul McCartney, hablé de Eva con Madonna, de Torre Nilsson con Scorsese, de Boca Juniors con Daniel Day Lewis, trabajé con el periodista más formidable de mi tiempo, hice reír a Cristina, intercambié —e intercambio todavía— figuritas con el Indio, cubrí la segunda Intifada en el año 2000, charlé con Favio en esa toldería que había armado en un departamento del Centro, lo oí a Charly cantando Afterglow para mí solo, conversé con Arthur Miller y tuve la delicadeza de no hablarle de Marilyn. A veces me siento un Forrest Gump criollo. (Y no, no me molesta compararme con un personaje cuya cabeza funcionaba distinto, porque coincido con su madre en eso de que estúpido es aquel que hace cosas estúpidas, y este no sería el caso.)

La naturaleza de nuestro país nos convierte a todos en Forrest Gumps. Esto no es la Suiza que en quinientos años de paz y amor fraterno no creó nada a excepción del rejoj cucú. Como en la broma que Harry Lime (Orson Welles) dice en El tercer hombre, estamos más cerca de ser la Italia que bajo el poder de los Borgias tuvo guerra, terror y crímenes, pero al mismo tiempo permitió que se desarrollasen Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. El dramatismo de la cosa pública en Argentina —yo no recuerdo un año tranquilo, ¿ustedes sí?— nos reveló que todos desempeñamos un rol en la Historia, y no en los papeles sino en los hechos. ¿A cuántas marchas que cambiaron el curso de la cosa han asistido en sus vidas? Por eso mismo —porque nos consta que en tantas oportunidades hemos escrito historia con el cuerpo—, deberíamos hacer el esfuerzo de entender qué está pasando por detrás de los fuegos artificiales que hoy hacen estallar los medios y las redes. Porque de esa comprensión depende, en buena medida, el lugar donde terminaremos ubicándonos respecto de la mecha. Es así como lo dijo Rosa Luxemburgo: "Aquellos que no se mueven, no perciben sus cadenas".

 

 

Chicago, 1968.

 

 

Néstor y Cristina nos reconciliaron con la política y menos mal que lo hicieron, porque toda intervención sobre la vida pública con intención de mejorarla es, por definición, política. Pero tengo la sensación de que este tiempo está sugiriendo —a pesar de hechos auspiciosos, como el resultado de las elecciones bolivianas— que sin la política tradicional no se puede, pero con la política tradicional no alcanza.

Me pregunto si Rubin y Hoffman no percibieron algo tan importante que lo recordaban aun cuando se había disipado el efecto de las drogas. Porque aun si perfeccionamos el instrumento político, si lo tuneamos de modo que humille a la versión más moderna del iPhone, seguirá siendo tan bueno como la mano que lo empuña. Y si algo revela hoy el uso de las redes es que existe gente en franca rebelión contra la idea de la evolución, de la iluminación, de todo aquello que signifique esfuerzo para elevarse por encima de las propias limitaciones. Por el contrario, asistimos a un movimiento planetario de corte informal de gente que defiende su derecho a no aprender nada nuevo, a chapalear en su propia mierda, a ser mezquina y cruel, a expresar sus fobias como si fuesen ideales y a cagarse en el futuro. Si esa población se multiplica, la política que practique, por moderna que sea la tecnología que la vehiculice, será un instrumento fascista.

 

 

Chicago, 1968.

 

 

Estoy lejos de ser experto en estas cosas. Pero sospecho que la política partidaria haría bien en alentar aún más —y en abrirse a— las causas que desbordan los instrumentos con que contamos en materia institucional, de modo de permitirnos salir del laberinto por arriba. Por ejemplo el rescate de nuestro planeta / bomba de tiempo, por encima de los problemas nacionales. La nivelación entre géneros, de modo de eliminar las diferencias artificiales. La proscripción de las discriminaciones de raíz racial. El cuestionamiento de la entelequia moneda como patrón medida de todo lo que vale en este mundo. (No me digan que es imposible dar con una idea superadora.) Para que más gente abrace estas causas y se sume a acciones nuevas, habría que (in)formarla. No existe cambio profundo —no existirá revolución cultural— sin una educación que prepare el terreno. Si se fijan, Néstor y Cristina lo estaban diciendo ya en mayo de 2003, y no sólo cuando reclamaban un "cambio cultural y moral": "En este nuevo milenio, superando el pasado, el éxito de las políticas deberá medirse bajo otros parámetros en orden a nuevos paradigmas".

Hay que ayudar a que la Historia deje de hablar sólo de guerras y de muertos, de números y de pestes, para convertirse en el género literario que cuenta el lento pero persistente camino de la especie hacia la felicidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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