Que Dios se lo pague
El presupuesto invisible del obispado castrense
A 43 años del golpe de Estado de 1976 es necesario mantener vigente la reflexión sobre la relación pasada y presente entre el Estado y la Iglesia católica. El contexto actual de ajuste sobre los sectores trabajadores de la sociedad argentina, requiere que esa relación sea analizada puntualmente en su aspecto económico.
El año pasado la discusión parlamentaria por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito, dejó en evidencia una Iglesia muy activa políticamente en el espacio público, como no se veía desde el debate por el matrimonio igualitario. Esto fue leído por muchos sectores como una intromisión religiosa en materia de políticas públicas, generando un amplio rechazo social y reabriendo los cuestionamientos a la utilización del presupuesto estatal para sostener a la Iglesia.
En los días posteriores a la votación del Senado, la Conferencia Episcopal comunicó que comenzaría un proceso gradual para prescindir de este aporte económico. Tal cual lo conocemos hoy, proviene de una serie de leyes firmadas entre 1977 y 1983 por las que se otorgó a la Iglesia los siguientes beneficios: asignación mensual y vitalicia para los obispos; asignación mensual para sacerdotes de frontera; financiamiento mensual para la formación del clero tanto en seminarios como en órdenes religiosas; jubilación para sacerdotes seculares sin aportes; pasajes nacionales e internacionales para obispos, sacerdotes y laicos consagrados.
Estos privilegios concedidos en el marco de la participación eclesiástica en el terrorismo de Estado, en 2018 le implicaron al tesoro público un gasto de $130.000.000, de acuerdo a lo comunicado por el jefe de gabinete Marcos Peña. La ley 21.950/79 señala que el parámetro para definir la asignación mensual de los obispos, es el sueldo de un juez nacional de primera instancia (actualmente $144.162, sin antigüedad). De dicha cifra los obispos titulares cobran el 80% y los auxiliares el 70%. Además, la ley 21.540/77 establece que los jubilados también pueden percibir un 70%.
Sumando estos valores, los sueldos de los 106 obispos actualmente en funciones concentrarán en 2019 un total anual de $139.952.470. Se desconoce el origen y la cantidad destinada a seminaristas y sacerdotes de frontera. En términos comparativos la asignación mensual de un obispo titular ($115.000) equivale, por ejemplo, a cinco becas de investigación en CONICET o a casi cuatro sueldos brutos (promedio) en la actividad comercial.
Sin embargo, esto es una mínima parte del dinero estatal que recibe la Iglesia. La mayoría llega a través de cuantiosos aportes que los gobiernos provinciales realizan a colegios católicos —cuyos montos no son publicados— y del financiamiento indirecto —también de dimensiones desconocidas— que se da por medio de exenciones a los impuestos inmobiliario, automotor, ganancias, IVA, ABL, entre otros, reguladas por los códigos tributarios provinciales.
Así las cosas, el presupuesto total destinado a la Iglesia está disperso de tal manera y sin desagregar, que resulta muy difícil su identificación: en el ámbito nacional se vehiculiza por Presidencia, Secretaría de Culto y los ministerios de Defensa y Seguridad; en las provincias, por los ministerios de Educación, Seguridad y Justicia. El Estado es responsable de la oscuridad que reina sobre este financiamiento.
A 43 años del golpe de Estado de 1976 es necesario mantener vigente la reflexión sobre la relación pasada y presente entre el Estado y la Iglesia católica. El contexto actual de ajuste sobre los sectores trabajadores de la sociedad argentina, requiere que esa relación sea analizada puntualmente en su aspecto económico.
El año pasado la discusión parlamentaria por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito, dejó en evidencia una Iglesia muy activa políticamente en el espacio público, como no se veía desde el debate por el matrimonio igualitario. Esto fue leído por muchos sectores como una intromisión religiosa en materia de políticas públicas, generando un amplio rechazo social y reabriendo los cuestionamientos a la utilización del presupuesto estatal para sostener a la Iglesia.
En los días posteriores a la votación del Senado, la Conferencia Episcopal comunicó que comenzaría un proceso gradual para prescindir de este aporte económico. Tal cual lo conocemos hoy, proviene de una serie de leyes firmadas entre 1977 y 1983 por las que se otorgó a la Iglesia los siguientes beneficios: asignación mensual y vitalicia para los obispos; asignación mensual para sacerdotes de frontera; financiamiento mensual para la formación del clero tanto en seminarios como en órdenes religiosas; jubilación para sacerdotes seculares sin aportes; pasajes nacionales e internacionales para obispos, sacerdotes y laicos consagrados.
Estos privilegios concedidos en el marco de la participación eclesiástica en el terrorismo de Estado, en 2018 le implicaron al tesoro público un gasto de $130.000.000, de acuerdo a lo comunicado por el jefe de gabinete Marcos Peña. La ley 21.950/79 señala que el parámetro para definir la asignación mensual de los obispos, es el sueldo de un juez nacional de primera instancia (actualmente $144.162, sin antigüedad). De dicha cifra los obispos titulares cobran el 80% y los auxiliares el 70%. Además, la ley 21.540/77 establece que los jubilados también pueden percibir un 70%.
Sumando estos valores, los sueldos de los 106 obispos actualmente en funciones concentrarán en 2019 un total anual de $139.952.470. Se desconoce el origen y la cantidad destinada a seminaristas y sacerdotes de frontera. En términos comparativos la asignación mensual de un obispo titular ($115.000) equivale, por ejemplo, a cinco becas de investigación en CONICET o a casi cuatro sueldos brutos (promedio) en la actividad comercial.
Sin embargo, esto es una mínima parte del dinero estatal que recibe la Iglesia. La mayoría llega a través de cuantiosos aportes que los gobiernos provinciales realizan a colegios católicos —cuyos montos no son publicados— y del financiamiento indirecto —también de dimensiones desconocidas— que se da por medio de exenciones a los impuestos inmobiliario, automotor, ganancias, IVA, ABL, entre otros, reguladas por los códigos tributarios provinciales.
Así las cosas, el presupuesto total destinado a la Iglesia está disperso de tal manera y sin desagregar, que resulta muy difícil su identificación: en el ámbito nacional se vehiculiza por Presidencia, Secretaría de Culto y los ministerios de Defensa y Seguridad; en las provincias, por los ministerios de Educación, Seguridad y Justicia. El Estado es responsable de la oscuridad que reina sobre este financiamiento.
Los otros millones
Pero una vez más, al igual que con la apertura de sus archivos, la Conferencia Episcopal evitó integrar en su propuesta de “des-financiamiento” estatal al obispado castrense. Esta institución nació en 1957 con el objetivo de satisfacer la “atención espiritual” de las fuerzas armadas (ejército, marina y fuerza aérea). Desde los años ochenta amplió su jurisdicción al incorporar a las hoy fuerzas de seguridad federales (prefectura naval, gendarmería nacional y recientemente la policía aeroportuaria).
Durante las décadas siguientes a su creación, priorizó una tarea pedagógica sobre los militares que desembocó en la legitimación y acompañamiento religioso a los crímenes de lesa humanidad perpetrados por la última dictadura en la década del setenta. Por lo tanto, hablar del obispado castrense implica dimensionar no sólo esa historia sino también una estructura administrativa y un cuerpo de capellanes mantenidos con recursos estatales. Esto es, partidas presupuestarias para funcionamiento, sueldos y jubilaciones. El presupuesto 2019 contempla $2.800.000 para lo primero y el gasto anual en 185 sueldos —no detallado en las partidas de los Ministerios de Defensa y Seguridad— se estima aproximadamente en $138.000.000, según las fuentes disponibles.
Con montos que oscilan entre $20.000 y $126.000 según función y antigüedad, un capellán percibe mensualmente un salario bruto promedio de $62.000, el doble que un/a empleado/a de comercio, el triple que un/a docente y seis veces más que la jubilación mínima. El obispo castrense, que reviste como subsecretario de Estado, cobra $190.000 al mes gracias al aumento decretado por el presidente Macri el pasado 2 de enero.
Solamente la suma anual de los sueldos de obispos y capellanes —aproximadamente $277.000.000, exigua respecto al total de dinero público que recibe la Iglesia— supera lo destinado a organismos o programas estatales. Por ejemplo, es un 19% mayor que el presupuesto del Instituto Nacional de las Mujeres, encargado de elaborar políticas públicas para promover la igualdad de género y la erradicación de la violencia contra las mujeres. O más del doble que el asignado al Programa de Educación Sexual Integral, creado para hacer cumplir la ley 26.150 en las escuelas. Incluso muy superior al monto provisto para prevenir e investigar la corrupción, un área clave en el imaginario de la actual administración nacional.
Por cada mes pagando estos sueldos ($23.000.000), el Estado podría construir 1 jardín de infantes (actualmente hay una obra licitada en Dolores, Bs. As., por el mismo valor). En un año serían 12 jardines y en toda la gestión de este gobierno habrían llegado a 48 (restándole apenas 2.952 para cumplir la promesa de campaña).
Con todo, no solo queda afuera de estos datos el financiamiento en materia de subsidios educativos y exención de impuestos, también desconocemos las remuneraciones —y las normativas que las regulan— de los capellanes pertenecientes a las policías y servicios penitenciarios, federal y provinciales.
Un anacronismo
La sobrevivencia de este obispado dentro del organigrama estatal es un tema que excede lo presupuestario y nos introduce en un debate más amplio: la naturaleza del Estado laico en Argentina. Se explica por la capacidad que ha tenido la Iglesia para amoldarse a los marcos institucionales y jurídicos, y por la prioridad que los distintos gobiernos le dieron al cuidado del vínculo institucional y constitucional con la Iglesia. Es decir, no se fundamenta en una necesidad del Estado ni en una realidad cultural —cada vez menos católica— sino en intereses políticos.
En los últimos treinta años, las fuerzas armadas han atravesado hondas transformaciones en materia educativa y de profesionalización, sobre todo durante el período 2005-2012. Las mismas se centraron en la capacitación científico-tecnológica y en la construcción de un nuevo perfil de servicio público sujeto a la Constitución Nacional, los derechos humanos y el derecho internacional humanitario. Se priorizó una valoración por el interés individual en desmedro de la “entrega sacrificada”, y un reconocimiento de los/as militares como ciudadanas/os, promoviendo su integración a la sociedad civil.
Este conjunto de elementos repercutió inevitablemente en un trastrocamiento identitario del perfil militar, pese al cual la figura del capellán perduró, reducida a escasas funciones protocolares y ceremoniales. Y aquí aparece un punto sensible que es necesario seguir discutiendo: la presencia religiosa al interior de las fuerzas armadas y de seguridad, con el consecuente monopolio católico, va a contramano de la neutralidad en materia religiosa que debería sostener un Estado laico.
El problema se agrava, además, por la vinculación de este obispado con los crímenes de la última dictadura. El 30 de junio de 2017 el entonces obispo de Cruz del Eje, Santiago Olivera, asumió como titular del obispado castrense de Argentina, tras 12 años de vacancia. Ese día, más de 80 organismos de derechos humanos, organizaciones sociales y religiosas le entregaron un documento exigiéndole la inmediata apertura y puesta a disposición de los archivos del obispado castrense para las causas judiciales, y la colaboración para que aquellos capellanes que actuaron en el terrorismo de Estado testimonien ante el poder judicial y aporten pruebas.
A contramano de esto, Olivera ha promovido una férrea defensa de los genocidas —miembros de su feligresía— condenados por delitos de lesa humanidad. Pese a negar su adscripción a la teoría de los dos demonios, pregona “una mirada compasiva sobre todos aquellos a los cuales les tocó vivir la locura del enfrentamiento fratricida de aquellas épocas”. Desde las páginas del diario La Nación llamó a tener “memoria sin ideología y verdad completa”, desplazando a parámetros teológicos la discusión que el tema merece y reflotando la caduca idea de “reconciliación”.
Nada ha dicho sobre el obispo Enrique Angelelli, los curas Carlos de Dios Murias y Gabriel Longueville y el laico Wenceslao Pedernera, a quienes sus feligreses con la colaboración de la institución que hoy dirige asesinaron en 1976 y el Vaticano beatificará el próximo mes. Quien sí se pronunció en una carta pública fue su predecesor, el ex obispo castrense Antonio Baseotto. Allí vinculó a Angelelli con “la subversión” y deslegitimó la calificación de “mártir” con que la Iglesia busca reconocerlo, al decir que “si hubiera sido muerto por los militares, no habría sido por su fe, sino por su compromiso con las fuerzas de izquierda”.
El tribunal que en 2014 condenó a los genocidas Luciano Menéndez y Fernando Estrella, afirmó —luego de describir las actuaciones del vicariato castrense, del capellán Mario Pelanda López y del obispo militar Victorio Bonamín, muchas de ellas reveladas en los diarios personales de este último— que “los militares no podrían haber matado a un obispo sin la complicidad civil y clerical”.
Olivera queda preso de sus propias palabras: es él quien “mira la historia con un solo ojo” al negar las responsabilidades penales que la justicia del Estado de derecho probó sobre los represores que defiende. Queda claro que, además de corroer la laicidad del Estado, estamos financiando la batalla ideológica de un sector de la Iglesia contra el proceso de Memoria, Verdad y Justicia, hoy encarnada en el obispo Olivera. Si la eliminación de este obispado requiere una resolución diplomática compleja, más cerca se encuentra la potestad del Estado de cortar su financiamiento, considerando que ni siquiera está prescripto en el acuerdo de 1957 firmado con el Vaticano.
*Lucas Bilbao (historiador) y Ariel Lede (sociólogo), autores del libro Profeta del genocidio. El vicariato castrense y los diarios personales del obispo Victorio Bonamín (Sudamericana, 2016).
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