El pueblo-voto y el pueblo-veto

No hay democracia sin contrademocracia. La frase no es mía sino de Pierre Rosanvallon, una frase que, en tiempos de pereza intelectual, conviene aclarar para no hacerle decir al sociólogo francés cosas que no dijo.

Sabemos que cada 2 o 4 años los ciudadanos somos convocados para expresar nuestra opinión sobre los candidatos y los programas que sostienen los partidos a los que representan. Un voto que se concentrará sobre el trazo grueso, porque sabido es también que los programas no suelen ser accesibles y tampoco están muy desarrollados ni especifican el orden de prioridad. De modo que la democracia no empieza ni termina con las elecciones. Son un punto de partida que después deberá completarse con las discusiones parlamentarias pero también con las movilizaciones callejeras, las concentraciones en espacios públicos, las huelgas y los piquetes. Porque el debate en el Congreso se hace con los debates en el mundo del trabajo, en la feria de la esquina, en los pasillos de la universidad o el barrio, las discusiones que tenemos arriba del taxi o en el colectivo, pero también con la intensidad que le agregan las protestas sociales.

La historia de la democracia es indisociable de la historia de la contrademocracia. Si la democracia es una expresión de confianza, la contrademocracia será la expresión de la desconfianza. Una desconfianza que se organiza de diferentes maneras, a veces a través de poderes de control (con observatorios y veedurías; mecanismos de rendición de cuentas o sistemas de accountability) y juicios (el impeachment inglés; el recall estadounidense; los jury, las comisiones de verdad y justicia; los escándalos y leading cases mediáticos) y otras veces con distintas formas de obstrucción (las diferentes formas de protesta social y rebeldía). Lograr que se retire un proyecto de ley o la facultad de impedir que se aplique una vez sancionado, forman parte del juego democrático. El pueblo-voto (que afirma) se completa con el pueblo-veto (que niega). Las movilizaciones callejeras son una forma de contrapoder o, mejor dicho, el correctivo que subyace a la vida democrática, una manera de practicar el disenso y poner a prueba la reputación de un poder.

A través de estas expresiones los ciudadanos manifestarán su desconfianza. El voto entregado en cada jornada electoral es nuestra expresión de confianza. Pero ese voto de confianza no puede ser un cheque en blanco. Más aún, con la historia que tenemos, con todas las traiciones a cuestas que cargamos, tenemos fundadas sospechas para ser desconfiados. El pueblo necesita guardarse una reserva de desconfianza para no regalarse frente a cualquier gobierno.

El macrismo se apoya en el institucionalismo de la UCR para retrotraernos al siglo XIX y transformar —de paso— la mayoría en totalidad. Ambas expresiones políticas piensan la democracia desde la lógica de la representación, acotando la democracia a las “piedras de papel”. Como dice la Constitución Nacional en el artículo 22, “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”. Una frase bonita pero escrita hace más de cien años atrás, pensada para un contexto que no es el nuestro. En efecto, entre 1853 y nosotros hay 160 años en el medio, casi un siglo de movilizaciones obreras, estudiantiles, de organismos de derechos humanos, de mujeres, desocupados y precariados. Acotar la democracia al sufragio electoral, es decir, al debate parlamentario, implica clausurar la política para las distintas minorías y ejercer una forma de censura previa.

Los debates de los representantes son tan importantes como la participación callejera. La “contrademocracia” no sólo le agrega pluralismo sino legitimidad a los debates. En las democracias del siglo XXI el pueblo delibera todo el tiempo y lo hace a veces a través de sus representantes pero, otras veces, lo hace además a través de votos de desconfianza callejera.

 

 

Docente e investigador de la UNQ. Autor de 'Temor y control' y 'La máquina de la inseguridad'.

 

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