PROEZAS Y DESEOS ENCONTRADOS
Del héroe ballestero suizo al parecido de Perón y Sordi, en la novela de Martín Lombardo
Amigote de Baudelaire y Proudhon, comunero revolucionario en 1871, anticlerical y librepensador, Gustave Courbet (Francia 1819-Suiza 1877) aseguraba que terminaría su existencia en el mismo momento en que dejara de escandalizar. Su herramienta principal era el óleo, el pincel chato y la espátula con los que estableció el realismo como estilo y, en el cenit de esa conjunción, El origen del mundo (1866), cuadrito de 46 x 65 cm. que se encuentra en el Museo de Orsay, Paris. Escondido por sus primeros propietarios, afanado por los nazis, recuperado por el Ejército Rojo, adquirido en 1955 por un psiquiatra gótico muy liberal pero que lo escondió dentro de un trípico en su casa de campo, la obra volvió al Estado francés como póstumo pago de impuestos adeudados por el olvidadizo médico. Lo extraordinario de El origen del mundo no está en lo que todo el mundo ve: la pilosa entrepierna de una señora desnuda desde los muslos por encima de las rodillas hasta las costillas, el nacimiento inferior de los pechos y allá, en lontananza, oh, apenas un pezón, idéntico a tantos expuestos por el clasicismo. Lo notable del cuadro es lo que comparte con el famoso cuento La carta robada de Edgar Alan Poe: muestra todo sin que nada se vea.
Clave sugerida ya desde la primera página por Martín Lombardo (Buenos Aires, 1978) en Tell, su flamante novela, recién arribada desde España, en la que habla una voz omnisciente que se desdobla en primera, tercera, subjetivas personas, en fin, deconstrucción constante que remite al despedazamiento tanto del relato como del relator. En el principio, aquel por el cual los incautos procuran comenzar, alude a la saga de Guillermo Tell, el legendario héroe de la independencia suiza que desafió el poder de los Habsburgo al acertar con la flecha de su ballesta en una manzana instalada sobre la cabeza de su hijo. Mito medieval que dio pie a un país, un drama de Schiller, una ópera de Rossini, una película de Errol Flynn, una serie de TV y hasta dibujos animados.
Breve saga con resultado feliz cuyo corolario deja la duda “de que se trate de una buena manera de volverse un buen padre. Una vez que la flecha se clavara en la célebre manzana, la triste figura del hijo de Wilhelm Tell se desvanece del relato y deja paso al puro heroísmo del progenitor”. Entronización paterna que deja al vástago en una posición, para el autor, equidistante a la del lector, al espectador (de cine, teatro o museo), al/la modelo que posa, al objeto (de la mirada, del deseo, del deshecho, vaya a saber). Porque ver “es mejor que leer, leer es mejor que pensar, pensar es peor que casi todo”.
La historia entonces gira desde esa perspectiva, la de quien queda de lado. Eso sí, bajo la premisa disfrazada de mandato ancestral de componer una hazaña análoga a la del héroe cantonés del siglo XIV, pero ahora. O más bien ayer, apenas despuntada la segunda mitad del siglo pasado. En consonancia con los nuevos tiempos, el huérfano protagonista de Tell zafa de un internado franquista en La Coruña, deambula por media Europa, sigue los pasos de un tío Robert que por allí trotó luego de pasar por Buenos Aires y una Nueva York alcoholizada junto a un cineasta de futuro renombre llamado Stanley, quien a la larga dirigiría las dos primeras películas futuristas, entre otras genialidades. La proeza, por ende, debería estar en el ámbito del celuloide, tal vez protagonizada por el actor italiano Alberto Sordi. De asombroso parecido a Juan Domingo Perón quien, en el devenir narrativo habitaba en Madrid y era vecino de Ava Gardner. Los intentos destinados a fracasar en ese proyecto resultan tan intrincados como desopilantes y para abarcarlos se precisa de la segunda pista sembrada por el autor.
Novela cinéfila, se aboca al destino de las manzanas legendarias, a la hijitud y por añadidura la paternidad, a los pecados, a las mujeres y también a esa forma simétrica, objetal e inversa de la envidia. Los celos, primos hermanos, hallan su frase esplendorosa cuando la narración vuelve a arrancar, exactamente medio centenar de páginas más adelante: “Cuando se trata de celos la fidelidad es interpretada como una mentira que esconde el verdadero deseo. Se cela el deseo, no los actos, por lo tanto, los celos se relacionan mucho más con la ficción que con la realidad”.
Frágil frontera, la de la realidad y la ficción se resquebraja luego de este interregno filosófico para avanzar en la aventura trashumante por ciudades francesas y españolas, algo de Londres, y la pesquisa en pos de un misterio que tropieza con sus propios pasos. Escampa la duda acerca de si lo que al detalle se describe expone u oculta la verdad; o más, si oculta en lo que expone o viceversa. Pues las “historias reales también son historias inventadas, a las que se les agregan o, sobre todo, se les omiten detalles”. Artilugio para lo cual los franceses —en el centro el relato y de la Historia—, “además, prestan especial atención al momento de armar o, más bien, de retocar la historia y así cuidar su imagen”.
Mistificaciones erigidas sobre ficciones sostenidas por objetividades, hacen de Tell una novela discreta en sus torciones. Y retorciones. Colabora con ello una prosa de lenguaje amplio, frases extendidas y proliferación de subordinadas. La intensidad de la puntuación, en especial las comas, tornan improbable su traslado al audiolibro, ante el riesgo de generar un pasmo en la respiración del locutor encargado de la lectura en voz alta. Fatalidades de un relato capaz de captar la voracidad lectora de quien aspire a uno de los colofones más rotundos y sorprendentes de la literatura contemporánea, viciada de finales que se disuelven en las más ñoñas borrajas.
FICHA TÉCNICA
Tell
Martín Lombardo
Madrid, 2020
224 págs.
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