Con velocidad estrepitosa, el Presidente pretende instaurar su plan económico, cueste lo que cueste y caiga quien caiga, sin importar cuál escollo deberá sortear —y el cómo—, aun soslayando la institucionalidad del Congreso, la Constitución nacional o la propia República.
Sus políticas de shock ya fueron asimiladas por especialistas de medios locales e internacionales con las realizadas por otros Presidentes con funestos desenlaces, como el chileno Pinochet o la propia Liz Truss, ex Primera Ministra del Reino Unido, quien sólo estuvo 44 días en el cargo en septiembre de 2022 y renunció debido a la grave crisis política que se desató. Incluso el Financial Times plantea abiertamente la posibilidad de que Milei no termine su mandato de cuatro años.
Es que cuando en breve impacten los aumentos tarifarios, pasen las vacaciones, continúe desaforadamente la inflación —sobre todo en alimentos—, aumenten las prepagas, las cuotas de los colegios, y con lo que quede del sueldo —en el mejor de los casos— vayamos a las estaciones de servicio a decir: “deme esto que me queda de nafta”, el termómetro social marcará el aumento de la angustia y la desesperación para la mayoría del pueblo argentino, y la obvia desafección de un alto porcentaje de votantes de LLA, sobre todo aquellos que no votaron por afinidad política e ideológica.
Recordemos que la Libertad Avanza ganó con un 56 % del electorado porque un gran sector de sus votantes entendió que la dimensión de la crisis económica era de tal magnitud que exigía un tipo de trastocamiento radical como el que propuso Milei. Pero cuando uno empieza a rascar esa cáscara, ve que no existen acuerdos sociales homogéneos en cuanto a la eliminación o retracción de cada una de las políticas propuestas, al contrario.
Se dijo hasta el hartazgo, y nuestra propia historia nacional de resistencia y movilizaciones populares lo demuestra, que un ajuste brutal como este, no cierra sin represión. Y en nuestro país la represión tiene un alto costo, sobre todo a partir del pacto democrático post dictadura.
Hace 40 años la Argentina le dijo Nunca Más a la violencia de Estado. Esto no quiere decir que las fuerzas de seguridad se plegaron y no hubo más muertos en democracia, sino que socialmente esas muertes pasaron a tener otra magnitud, otra relevancia. En la Argentina, un muerto político genera una fuerte crisis, llegando incluso a tumbar gobiernos, como ocurrió con los asesinatos de Kosteki y Santillán.
Aun así, ante lo irreversible, el Gobierno nacional viene preparando el terreno represivo a partir de las siguientes premisas.
Deslegitimación de la víctima
Para preparar las violaciones a los derechos humanos, primero se echa mano a los discursos de odio, construyendo un otro que atemoriza al cual echarle la culpa de todos los males como mecanismo de fortalecimiento social y cultural. “La casta”, “los planeros”, y otros ejemplos utilizados en la campaña electoral. Así comienza la desafección de unos sobre otros.
Post campaña electoral, aparece un nuevo orden de la otredad: aquellos que se oponen al avance del gobierno nacional. Desde la propia legislatura, a quienes se les apunta desde el ejecutivo por si osan no votar la Ley Ómnibus, hasta la calle, a quienes se les prohíbe la protesta social y se los llama “orcos” como paroxismo de la deshumanización.
Me detengo por un segundo en la estrategia oficial de diferenciar a la supuesta “gente de bien”, aquella que no contradice el discurso oficial, y, a contrario sensu, la “gente de mal”, dicotomía tan escuchada por estos días. Este cliché que pretenden instaurar fue uno de los dos más populares en el período nazi —el de los buenos alemanes a diferencia del resto— y contribuyó a la negación del sufrimiento público y al olvido colectivo.
Aparece así la víctima descalificada, la que “se lo merecía”, la revictimización de las víctimas merecedoras. Y al mismo tiempo, la sociedad “del bien” encuentra una razón, una justificación para acomodar en uno el dolor producido al otro. Nuestro mejor ejemplo es el “algo habrán hecho” de los ‘70, ‘80; o el “nosotros no sabíamos” para los alemanes (segundo cliché del período nazi).
Para dominar, la violencia no basta —y el Gobierno lo sabe—, se necesita una justificación de otra naturaleza, una ideología que la justifique, incluso el paroxismo de justificar la dominación por el bien del dominado.
Legitimación de las fuerzas armadas y de seguridad
El contexto de crecimiento de los discursos de odio y la violencia política, socava nuestro pacto democrático y las bases de nuestro proceso de memoria, verdad y justicia, y pone así en duda la deslegitimación de las fuerzas de seguridad y armadas como solución al problema de la disidencia política, de la protesta y de la inseguridad. Desde otra perspectiva, para reducir la reacción social a la represión, tienen que reivindicar y legitimar nuevamente el poder represivo del Estado.
Aparecen entonces con mayor fuerza las voces negacionistas o relativistas de lo ocurrido en los ‘70. El negacionismo busca así rehabilitar a los responsables de las gravísimas violaciones a los derechos humanos ante la opinión pública.
Prohibición de la protesta social
El derecho a protestar, reconocido por nuestra Constitución nacional y tratados internacionales con vigencia en el país, es la base para defender derechos (también para conquistar otros) y para resistir el avance desregulador de la economía que atenta contra los derechos laborales, el bolsillo y la propia manutención de las familias.
Por eso, prohibir la protesta social fue la primera estrategia puesta en juego por el actual gobierno a partir del protocolo anti-piquetes de Patricia Bullrich, a lo que se le suma la pretendida legislación penal incluida en la Ley Ómnibus que desde diferentes aristas cercena el derecho de manifestación.
Si bien esta última debe ser aprobada por la legislatura, muestra a las claras la filosofía punitivista y prohibicionista del actual gobierno nacional, quien, emulando a la última dictadura militar, pretende ejercer control social formal sobre toda reunión de personas que pueda representar una voz disonante.
Por ello, toda reunión de tres o más personas en un espacio público puede catalogarse como manifestación por la que se debe pedir permiso al Ministerio de Seguridad (artículo 331 de la Ley Ómnibus).
La norma, a su vez, criminaliza a los movimientos sociales y amplía los márgenes de imputación a quienes convoquen, organicen, faciliten los medios de transporte o logística, estén o no en el lugar (194 bis). Con estas modificaciones, el Estado puede meter preso hasta 6 años a cualquiera que se reúna en la calle, por fuera de los estándares vigentes del artículo 194 del Código Penal.
Para los casos de resistencia a la autoridad, el texto también eleva la pena actual hasta los 6 años de encierro. Para dimensionar el poder otorgado a la policía en este punto, debe valorarse que dicha figura es utilizada en varias provincias argentinas como principal justificación para levantar pibes y detenerlos. Sobre todo luego de la derogación de los edictos policiales.
La desresponsabilización ante la represión
Por si faltaba algo para soltarle aún más la mano a la policía, se amplía la discrecionalidad de los efectivos con el argumento de que actúan amparados en la legítima defensa, ampliando el abanico de pretextos de los policías para disparar. Se estipula una interpretación más contemplativa con el accionar policial que desdibuja el principio de la “proporcionalidad del medio empleado”.
De yapa, le roba el derecho a las víctimas y familiares de víctimas de gatillo fácil a querellar o demandar a quien hubiera “repelido la acción o impedido la huida, aunque no concurrieren los eximentes de este artículo en favor de quien se defiende u obre en ejercicio de su deber, autoridad o cargo”. Dos cosas a tener en cuenta: en primer lugar, la típica estrategia defensista en todo juicio por ejecuciones sumarias es simular una legítima defensa, por tanto, el cercenamiento del derecho a querellar para estos casos resulta en la práctica una prohibición de querellar por toda muerte producida por la fuerza policial; en segundo lugar, la presencia de querellantes particulares en estos tipos de juicios aumenta la probabilidad de condenas, pues evidentemente el poder judicial se siente observado y mejora sus praxis.
Finalizando: en medio de todo este caldo de cultivo, el propio Milei le dio un like al tuit de Nicolás Márquez, quien postuló el uso de napalm para reprimir marchas de opositores, dando un claro mensaje bélico que no hace otra cosa más que escalar y alimentar la violencia estatal y de la sociedad. No vimos mucha reacción o escándalo público como hubiéramos imaginado hace años, lo que nos da un indicio de los nuevos tiempos.
No sabemos aún qué tan socavado está nuestro pacto democrático en este nuevo contexto, aquel que deslegitima a la violencia estatal como forma de solucionar diferencias. Mientras tanto, para no sentarnos a esperar a que se reprima alguna manifestación para medir la reacción social, deberán el Congreso y los partidos políticos demócratas frenar el avance punitivo y hacer respetar los derechos humanos, políticos y sociales que tanto sacrificio nos costó conseguir. A la democracia la hacemos entre todos y ella es parte de la solución, nunca el problema.
* Santiago Bereciartua es integrante de la Cátedra de Criminología y Control Social de la UNR.
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