Prejuicios y perjurios
Discusiones sobre flexibilización laboral, litio y pago de la deuda externa
En las ideas que se ventilan en el debate público centrado en la estrategia de crecimiento hay prejuicios que verdaderamente se asimilan a huesos realmente duros de pelar. En la práctica, esto redunda en que las ideas que corren se tornan poco felices y articulan acciones nada eficaces y, como es esperable, con discursos que las justifican navegando por un mar de contradicciones. Como el litio y el pago de la deuda externa se ubican entre los de primera importancia en la tenida nacional, es cuestión de observar si son alcanzados por las generales de esta ley o no. Se suma, últimamente, la atención que está recibiendo la propuesta de una reforma laboral, pero esta vez, de corte progresista. ¡No digan!
Mientras vamos chupándonos el dedo, tomamos nota de que la mentada flexibilización laboral de corte progresista, que se agrega a la jodida reaccionaria de siempre, se viene enunciando en un escenario marcado por el avance del nivel de empleo que manda para abajo a la tasa de desempleo, y eso más allá de la contabilización positiva de los planes. Curioso. El argumento es similar para la progre y para la reaccionaria y es el de siempre: por los altos costos de la seguridad social de mantener un operario y del eventual despido, los empleadores se inhiben de contratar nuevos trabajadores. Ergo: bajemos esos costos y florecen mil flores de empleos. Por fuera de que no es aconsejable contar la historia de acuerdo a la conciencia alienada que de la misma se hacen sus protagonistas, deviene bastante peor pretender actuar en consecuencia. Parece mentira que un argumento tan, pero tan pueril, tan débil –en el fondo, bien gorila y racista–, sea vendido como la gran esperanza de la racionalidad.
La coartada obvia un dato clave. Cuando una empresa fija el precio del bien que produce y vende tiene en cuenta todos los costos, los que incluyen los de la seguridad social y del eventual despido de sus empleados. A partir de esos costos y una vez establecidos los precios normales, los empresarios se hacen la película de la que se llevarían de esos precios si cagan a los laburantes con la flexibilización laboral. El grosero verbo del habla popular es el que mejor trasmite el sentimiento del asunto para unos y otros. Nada imprevisible ni reprochable, tratándose de seres humanos. Como diría Paul Sweezy, se ven obligados a gozar por acumular. Lo que sí es reprochable es la demagogia de la derecha recalcitrante gorila (a la que ahora se suman algunos progres), que incentiva la desintegración nacional convirtiendo lo que no tiene más entidad que un sueño húmedo empresarial en la nefasta propuesta de la flexibilización laboral. Y ese contraste es más nítido cuando se considera el hecho de que los puestos de trabajo dependen de la demanda. Si se caen las ventas, se caen los puestos de trabajo. De ahí que la flexibilización laboral –progre o reaccionaria– al debilitar el arsenal de disputa política de la clase trabajadora, hace caer la demanda –en vista de que el poder de compra de los salarios lo fija la disputa política– y resulta en lo contrario a lo que se propone.
Si bien por la lucha de clases el síndrome es global, en la Argentina tiene un regusto racista muy desagradable, dado lo morocho de su fuerza de trabajo. Si esto no fuera así, ese cuento de que no toman más personal para ahorrase problemas, completaría su trama con la compra de una maquinaria que sustituya a la mano de obra para así embolsarse la demanda creciente del producto que se trate. Pero estos quejosos son empresarios muy singulares: no reaccionan al estímulo de la demanda aumentando la producción. Por el lado del factor trabajo, por la falta de flexibilidad; por el lado del capital, por los impuestos y la inseguridad jurídica, argumentan. ¿Por qué no le van a cantar a Gardel? Porque, en la realidad, sí toman personal y sí compran máquinas, pero siguen con la cantinela de los sueños húmedos, porque siempre pescan un alma caritativa gorilona dispuesta a comerse una parte de la clase trabajadora en el desayuno y otra en la merienda. Es el sentimiento racista el que anima este comportamiento, al igual que el del trabajo en negro. Hasta que no haya una sanción cultural de la sociedad, esto seguirá. Si se propone como política de Estado, es posible conseguir y afianzar esa sanción cultural.
Aunque no le veamos, el litio siempre está
Ese lúcido intelectual que es Álvaro García Linera, ex Vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, se explayó hace unos días en un reportaje radial hecho por una AM porteña acerca de la respuesta que debería dar la región al significado estratégico para los Estados Unidos de las enormes reservas de litio en el triángulo Argentina-Bolivia–Chile, conforme este fuera expresado por la jefa del Comando Sur, Laura Richardson.
Para García Linera, los norteamericanos ven “al continente como su reservorio de materias primas y nada más. Pero el problema no está en ellos, siempre han sido así (…) El problema es qué hacemos nosotros con eso. La cosa es cómo los latinoamericanos contraponemos una estrategia distinta a la de ser un reservorio de materias primas. ¿Qué tal si como continente, en vez de venderles toneladas de bicarbonato de litio, les vendemos autopartes? ¿O qué tal si en vez de venderles toneladas de hidróxido de litio, les vendemos baterías y componentes tecnológicos de paneles solares o automóviles? Es decir, la pelota está en nuestras manos. Ellos no van a cambiar nunca”.
Tiene razón García Linera respecto a que hacia dónde vaya la pelota es responsabilidad nuestra. El tema es que al darle dirección a la bola, no hay que confundir industrialización con desarrollo. La industrialización no es un sinónimo, sino un síndrome del desarrollo, tal como se perfila al comparar con algo de perspectiva histórica lo vivido por la Argentina y Brasil. Mientras en la Argentina de los '70, la dictadura genocida endeudaba externamente el país para desindustrializarlo, la dictadura brasileña –que hizo macanas, pero ni de cerca ni de lejos asimilables a la barbarie argentina– hacía lo mismo, pero para industrializarse. Pero esa industrialización no era pensada –y así resultó– para terminar con Belindia: un tercio de los brasileños viviendo como en Bélgica y los otros dos tercios como en la India, sino para consolidar esa enorme desigualdad. Hagan lo que hagan, con salarios de Belindia, jamás los dos tercios abandonarán Calcuta. Puede ser menos brutal y desangelada la Calcuta que quiere el PT (Partidos de los Trabajadores, el de Lula da Silva) y bienvenido que así sea, pero no va a perder su esencia.
El acuerdo de fondo entre los distintos estamentos y jerarquías de la clases dirigentes brasileñas es tan sólido y tan profundo, que explica cómo se comportaron cuando no tuvieron más remedio que comerse la galletita Lula por primera vez; la módica excepción que confirma la regla, cuyo modesto objetivo era y es darle un orden menos asimétrico a la fazenda sin comprometer su razón de ser. Hecha la digestión, le dieron la cana y acudieron a ese fascista desagradable de Jair Bolsonaro. Con Lula de nuevo en la Presidencia, los unos dan la impresión de haber aprendido la lección de Dilma Rousseff (¿o será la esperanza de que hayan aprendido a no entusiasmarse con la austeridad?). Los otros, parecen intuir que perseguir que la perinola siempre caiga en el toma-todo conlleva opciones tipo Bolsonaro, y que entonces es mejor negociar para abrir la bolsa en una medida que consagre como mentor a Don Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina.
¿Cómo se hace para industrializar y no desarrollarse?
Las piezas clave del motor del desarrollo son la tecnificación y la educación, es decir, el reemplazo de brazos por robots y de los músculos por el cerebro. Sin embargo, no es la producción de máquinas en ciertos sectores específicos la que eleva la productividad, induce la educación técnica del trabajador y aporta a fin de cuentas la abundancia, sino que lo que realmente importa es la utilización de las máquinas y de los técnicos, sin interesar en qué sector. Por cierto que no todos los sectores tienen la misma capacidad de absorción de robots y cerebros. Ello comporta, en consecuencia, el camino que tome una estrategia de desarrollo, una elección a realizar. No obstante, siendo el sector de la industria manufacturera el que produce las máquinas, no se sigue de ahí que sean las distintas ramas que conforman el sector las que necesariamente tienen el mayor potencial de utilización de las máquinas y de los técnicos.
En la agricultura, la ganadería, la pesca, la industria extractiva, y también en los sectores terciarios, existen ramas que poseen una capacidad de absorción de maquinas e ingenieros, de capitales y de trabajo calificado, mucho más grande que determinadas otras de la industria manufacturera. Ello se reflejará en la producción per cápita por cada trabajador empleado, porque es ese producto el que remunera los capitales y el trabajo calificado comprometidos en su generación. Ese producto varía por rama y no por sector. También varía según la técnica con que opera cada rama en cada uno de los países considerados. Hay una industria avanzada y una agricultura atrasada, tanto como una agricultura moderna y una industria retardataria. Como en el capitalismo realmente existente, el principal problema es vender. Se sigue que sus ramas más dinámicas –donde están los puntos de crecimiento del sistema– se encuentran en las industrias que están lo más cerca posible del consumo más cotidiano.
Para sostener su hipótesis, García Linera debería demostrar que es el funcionamiento descripto del capitalismo el que lleva a la sinceridad codiciosa de Laurita. En principio no parece que fuera así, por la falta de mercados de consumo de entidad suficiente en Sudamérica. Viéndolo más de cerca, la pícara de Laurita quiere más presupuesto para su comando e infla el globo geopolítico porque el funcionamiento del capitalismo reseñado hace que el litio no sea un problema singular. Posiblemente, si reexaminamos qué pasó con el petróleo, nos dé una pista de qué onda con el litio. Antes de que los países productores se reunieran allá por 1973 y mediante un verdadero golpe de fuerza concertaran dar vuelta la situación que los tenía vendiendo el barril a un precio miserable, se observa que lo que condicionaba su reacción y los obligaba a entregar su petróleo a las corporaciones petroleras y los grandes países occidentales a precios ridículamente bajos no era ni la dominación política (como se pudo ver en las llamadas “crisis del petróleo”, no era muy fuerte), ni la imposibilidad, ni siquiera la dificultad, de tener sus propias refinerías y buques petroleros, sino simplemente la falta de una red de estaciones de servicio. La ventaja que los países occidentales tenían sobre ellos no era ni el capital, ni conocimientos tecnológicos, ni técnicos capacitados; todos los cuales los beduinos tenían o podían adquirir fácilmente. Lo que no tenían eran, simplemente, estaciones de servicio; es decir, los consumidores.
Y lo mismo se puede observar cuando se estudia el uso que se hizo de los enormes fondos disponibles para estos países como resultado de los nuevos precios que fijo la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo). Los expertos internacionales no llegaban a conciliar los miles de millones de dólares, por un lado, y los grandes espacios vacíos con unos cuantos millones de beduinos que los habitaban, por el otro. Cuando se contabiliza la compra de armamentos, la instalación de varias refinerías y la eventual compra de algunos petroleros gigantes, es decir, los únicos canales de ventas previos existentes, se constata que agotaban la capacidad de absorción de estos países, lo que finalmente representaba sólo una pequeña parte de estas enormes sumas. El resto se iba a Suiza y/o Londres para luego pasar a Nueva York, lo que ponía patas para arriba al sistema monetario internacional.
Pagar la deuda externa
Esto, ciertamente, no se debía a un escenario de dominación política. Es sencillo de arribar a tal convencimiento, de momento que se veía a los ministros occidentales corriendo hacia las capitales árabes y juntando orines con la sonrisa puesta en los antesalas de las oficinas de los príncipes. Tampoco se debía a ninguna dificultad relativa a la transferencia de tecnología. Impulsadas por la competencia y actuando separadamente unas de otras, las potencias occidentales les ofrecieron todo tipo de tecnologías y asistencia técnica a precios reducidos. Esto se debía simplemente al hecho puramente económico de que los ingresos internos –remárquese: internos– de estos países era (y casi sin excepción, siguen siendo) demasiado bajos y que, por lo tanto, carecían (y carecen) de canales de venta internos previos.
Como para estimular las inversiones hay que tener demanda solvente (trabajadores mucho –por lejos– mejores pagos que la media miserable sudamericana), quedamos mal parados debido a la escala mínima de los mercados internos. Así que con el litio tenemos todos los boletos comprados para que pase como con el petróleo. Los beduinos eran demasiado pobres en términos reales para desarrollar sus países a la manera capitalista. Quedaron condenados a permanecer subdesarrollados, mientras eran (y son) nominalmente muy ricos en los libros de contabilidad de los bancos y, en bonos, en los diferentes centros financieros extranjeros. Después de haber sido, durante mucho tiempo, demasiado pobres por vender su petróleo a un precio bajo, sucedió que cuando finalmente son capaces de enderezar el precio, son demasiado pobres para cobrar realmente este precio. Este impasse constituye una de las manifestaciones de la contradicción básica del capitalismo entre la producción social y la apropiación privada. Sobre la base de los ingresos de ese entonces de los beduinos, ningún empresario iba a importar nuevos productos a los desiertos árabes o instalar fábricas para fabricarlos. Pero sin nuevos medios de producción, los ingresos de los beduinos no pueden ser aumentados.
Mutatis mutandi, si no resolvemos esa contradicción en la que la codiciosa Laurita no cuenta, pueden llover diamantes, pero se nos van a ir al exterior por medio del intercambio desigual. García Linera puede seguir preocupado por Laurita –tan codiciosa como gazmoña–, pero también debe poner la atención en esto. Y la contradicción es soluble, al menos para un país como la Argentina, cuya balanza comercial se nutre de energía y alimentos. Hay que mejorar seriamente la distribución del ingreso, financiando estatalmente el alza de los salarios. Es casi un chiste de muy mal gusto contraponer a esto el prejuicio berreta, muy de pequeño burgués acedo, de que para repartir, primero hay que crecer. La economía argentina hace tres años que viene creciendo y el salario formal promedio cobrado en febrero fue de 161.939 pesos, en tanto la canasta ampliada de una familia de cuatro miembros necesitaba en enero 163.538 pesos para no ser pobre, tras haber subido 7,2% durante ese mes.
Al ardid de “primero crezco, luego reparto” se agregan los que se escudan en que el pago de la deuda externa impide mejorar la distribución del ingreso. Esgrimen que hay que sacarse de encima al FMI como “lo hizo Néstor” y que para eso hace falta gastar menos, o sea, tener superávit fiscal y exportar (como si el intercambio fuera igual y no marcadamente desigual, como lo es). Se olvidan de que Néstor lo hizo tras un bruto default que heredó y con la quita que hizo de la deuda externa más grande que registra la historia de los defaults de los diferentes países. El destino de la deuda externa argentina –y de todas, casi sin excepción– es el default. El interés compuesto siempre sobrepasa un saldo comercial (exportaciones menos importaciones), que a largo plazo es equilibrado. Ese desenlace no es inmediato, en razón de que por la relaciones de fuerza, no queda más remedio que participar del largo y tedioso baile de máscaras que lo precede. Pero ya que hay que bailar, bailemos. El ritmo se lleva como se debe cuando se hacen a un lado los prejuicios y se procede con conocimiento de causa, pelando de una vez esos huesos ideológicos y evitando que los trabajadores argentinos sean el chivo expiatorio.
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