Postales desde el borde

Sobre autos mutantes, ciclistas de una sola pierna y unas pocas cosas más

 

1. Los autos locos

El plan original había sido filmar Kamchatka en enero de 2002. Pero justo un mes antes —diciembre 2001: ¿les suena?— se pudrió todo. Gracias a Mingo y al desgobierno de la Primera Alianza, no disponías de tu dinero más que en cuentagotas, sufriendo para cubrir gastos elementales. ¿Qué banco permitiría que la producción moviese el fangote requerido para iniciar un rodaje?

Por suerte el parate fue breve —la Alianza se fue como se van los jodidos: haciendo daño— y en otoño se retomó el asunto. Cuando hubo que filmar la casa de los abuelos, en Sierra de los Padres, el equipo partió primero y yo salí más tarde. (Era apenas el guionista y no me necesitaban en el set. Seguía a la troupe porque estaba convencido, nomás, de que la filmación sería inolvidable.) Por aquel entonces conducía el primer auto que había comprado en mi vida. En consecuencia, mi dominio de las rutas argentinas era nulo. Y fue así que, tal vez siguiendo un mal consejo, me lancé por un camino que no era el más sensato.

Todavía no había llegado a ruta alguna —andaba por San Justo— cuando percibí que el paisaje se había enrarecido. Los que vivimos en grandes ciudades y cerca del mundanal ruido neutralizamos la contaminación visual, dejamos de verla; pero, en su ausencia, nuestras alarmas se encienden. Allí no había cartel alguno que remitiese a grandes marcas, a logos reconocibles, a cadenas de negocios. No Coca. No Quilmes. No Carrefour. Todo anuncio estaba pintado a mano o en tiza sobre pizarra y ofrecía mercadería genérica, a precios que hoy provocarían risa.

Pero lo más llamativo circulaba alrededor, por las calles. Había gran cantidad de vehículos a los que ya no correspondía llamar por su denominación original. No eran del todo Ford, ni del todo Renault ni del todo Fiat. Demasiado viejos en su mayoría, habían sido remozados con piezas de otros orígenes: tanto de carrocería —Peugeots con paragolpes de diferente marca, Chevrolets con guardabarros adaptados de un Dodge— como mecánicas, asomando por orificios ad hoc practicados en el capot. En estos días Clarín y La Nación celebrarían "la moda de los autos customizados", pero aquellos vehículos no estaban emparchados por convicción estética sino por necesidad: sus dueños habían improvisado, empujados por el imperativo de mantener la carcacha en circulación.

Yo que había partido buscando el set de Kamchatka, me encontré de pronto en el set de Mad Max. A pesar de que la Alianza había caído, que atravesábamos el interregno de la pax duhaldensis y que los privilegiados habíamos vuelto a vivir como siempre, el pueblo seguía remando en el dulce de leche de la crisis; del que todavía tardaría en salir, y sólo salió por una circunstancia con mucho de fortuita. (Lo que se esperaba de Néstor era que fuese Massa; pero por suerte fue Kirchner.)

Me acuerdo de esos autos mutantes y vuelvo a preguntarme qué magia los mantenía andando; cuando cualquier ingeniero habría recomendado, al verlos, irse resignando al naufragio.

 

 

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2. Aguarde y será atendido

Charlé hace horas con Pedro Saborido, que estaba en pleno ataque de pánico. A pesar de esa angustia, me proveyó de una imagen que explica la sensación que nos invade.

Dijo Pedro que nosotros, los de este lado, estamos como quien llama a una gran empresa para hacer un reclamo. Vamos sorteando una grabación tras otra, hasta que damos con un ser humano que nos responde. Mientras disfrutamos de esa pequeña victoria y contestamos las preguntas que nos formulan como previa a la solución del problema, nos va calando la horrible sensación de que lo que hacemos no sirve de nada; que el operador es en realidad guatemalteco, que nos entretiene desde un call center de Colombo y que sólo está allí para hacernos perder tiempo (lo cual incluye la encuesta para evaluar la calidad de servicio), mientras nos arrima al momento en que asumimos nuestra derrota y nos resignamos.

 

 

Hagamos el ejercicio de pensar que el tal Guido Sandleris no es el nuevo director del Banco Central sino un guatemalteco exiliado en Sri Lanka, a quien le pagan para que triture nuestra iniciativa con su amabilidad. Lo pusieron ahí para darnos la sensación de que nos responden, de que hay alguien del otro lado. Pero no hay nadie.

El call center no va a resolver problema alguno. Como los vecinos de aquel San Justo, deberíamos tomar al toro por las astas y convertir nuestro Taunus del '80 en un vehículo digno de Max Rockatansky.

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3. Frivolidad

La frivolidad, ¿es un derecho humano? No pretendo que pertenezca a la categoría de los importantes, pero ¿no nos merecemos la posibilidad de distraernos mirando el cielo durante el viaje en tren, jugando al Tetris o discutiendo el poliamor, aunque más no sea un rato al día? Algunos miligramos de frivolidad forman parte de la receta de la salud mental, según la describe el prospecto. ¿No es fundamental dedicar unos minutos a hacer reír a nuestros críos y producir un gesto que le recuerde a la persona amada que es verdad que seguimos amándola?

Sin embargo no nos permitimos nada parecido. Y cuando lo hacemos furtivamente, la culpa nos arrasa. Porque la sirena de los bomberos suena cada vez más cerca. Y nuestro cuerpo entiende que no hay margen para tontear. Este es un tiempo de confrontación. Este es el tiempo en que vienen por nosotros. Y no es que seamos particularmente importantes, no. Somos giles del común, carentes de todo talento extraordinario. Eso es lo que torna todo más tremendo. Individualmente, no tenemos forma de ser peligrosos. Y aun así, vienen por nosotros. Nos demos cuenta o no, nos estamos jugando la vida.

Quieren lo poco que tenemos. Recordalo cuando llegue la próxima factura, cuando pagues más impuestos por tus "ganancias", cuando ya no se te ocurran más recetas con arroz como base, cuando no quede otra que hacer cola en un hospital donde, una vez que llegue tu número, quizás no tengan lo necesario para curarte. Y quieren, por supuesto, que aceptemos el despojo cabizbajos y en silencio. Recordalo cuando te cruces con un poli (¡o con ciertos jueces!) y pienses que, aun cuando no hayas cometido un crimen, podrían hacer con vos lo que quisieran.

La grieta no es entre los cambiemitas y los k. La grieta es entre la vida y la muerte.

 

 

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4. Cloacas

Lo maravilloso es que, a pesar de la gravedad de la hora, seguimos siendo fieles a nuestros mejores instintos. Yo no encuentro margen para la frivolidad, pero a la vez admito que nunca me he reído más que en estos años. Río porque estos tipos son una máquina de producir humor involuntario (esta semana Mauri quiso hacerse el Sinatra en New York pero le salió bailar un chamamé, le hizo ojitos de adolescente enamorado a la Reina Christine y habló de las islas Sangüich del Sur—, pero ante todo porque el pueblo no para de inventar nuevas formas de reírse de ellos. Nos están haciendo mierda, lo tenemos claro. Yo me he cuestionado si es lícito reírse de gente que lastima así al pueblo. Pero he terminado por rendirme a la evidencia: la risa es resistencia, la forma en que les decimos que, por más daño que produzcan, nunca conseguirán inspirarnos el más mínimo respeto.

Y sin respeto, el poder se deshilacha.

El otro costado fenomenal del humor es su esencia democrática. Están lxs humoristas profesionales, por supuesto. Pero este gobierno ha convertido a todos sus opositores en humoristas potenciales. Millones y millones de personas resistiéndose efectivamente a un régimen, mediante el ejercicio del humor.

Esta semana me divirtió el zocalero de Crónica que, para presentar un acto oficial en Villa Fiorito, lo tituló Cloacas: hablan Macri y Vidal.

 

 

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4. El Ciclista de la Pata de Palo

Durante los últimos tres meses —desde que me mudé—, he venido topándome con la misma figura casi todas las noches, en el trayecto de casa a la radio: un señor que circula en bicicleta, a pesar de que le falta una pierna. En mi cabeza es El Ciclista de la Pata de Palo. A pesar de que carece de la mitad del equipamiento, el tipo pedalea de lo lindo con su gamba derecha. Por eso se me convirtió en un símbolo. Si él la rema en esas condiciones, me dije, nosotros no podemos aflojar.

Hace algunas semanas desapareció. No me alarmé, podía tratarse de un simple desencuentro: que hubiese adelantado o retrasado su horario y por eso me lo perdía indefectiblemente. Pero, con el correr de los días, el símbolo empezó a jugarme en contra. ¿Y si no aparecía porque se había agotado, caído, porque no daba más, porque se había entregado? ¿Qué sería de nosotros?

Por suerte reapareció noches atrás. Quise frenar, hablarle, preguntarle su nombre, si estaba bien. Pero como iba a bordo de un taxi —ya no tengo la catramina que me paseó durante estos años, finalmente la vendimos—, no quise asustar al conductor. Me prometí que lo haría otra noche y aproveché para ver mejor al Ciclista. Es más joven de lo que había imaginado y menos exótico que lo que se veía de espaldas. Lleva un par de bolsas de plástico negro sobre el eje donde, conjeturo, guarda el fruto de su trapicheo. Y por cierto, la pata no es de palo sino de metal, dos ejes que confluyen en el vértice con el cual pisa.

Si El Ciclista de la Pata de Palo no se rinde, acá no se rinde nadie.

 

 

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5. La Isla del Tereso

Postulado para un eventual Teorema de Macri: Cuanto menos poder, más violencia discursiva.

Hace horas el Presi nos definió como "veneno social" y dijo que había que "aislarnos". Mirá alrededor, Mauricio. El que está aislado, y por propia elección, sos vos.

 

 

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6. El mejor de los mundos posibles

Convivimos con el desánimo, con la idea de que está todo mal. Razones no nos faltan. Parece que estos tipos se levantan temprano y se preguntan: ¿Qué podemos hacer hoy para joderle la vida a la negrada? Y se les ocurren cosas, muchas cosas. Y van y las hacen. Este es el único rubro en que son El Mejor Equipo de los Últimos 50 Años: nadie nos ha cagado tan profusamente y de modo más severo y perdurable desde que se restarteó la democracia. Ni Carlos Saúl. Ni Pepeto de la Ruta, como llamaba el Indio a Mr. Dicen Que Soy Aburrido. Ninguno de ellos se habría atrevido a hacer una cadena nacional con bandera y todo y poner al frente a un mandamás del FMI, con ministro de coté desempeñando el rol de Oompa Loompa. (Uno de nuestros humoristas amateurs replicó la imagen en las redes, poniéndole de epígrafe: Comunicado No. 1.)

Pero, al dejarnos abrumar, perdemos la noción de que en realidad estamos en uno de los mejores mundos posibles. En serio. Piénsenlo un segundo. Podría habernos tocado el universo en que Néstor no fue Kirchner sino Massa, a consecuencia de lo cual seguirían vigentes las amnistías y la impunidad alentaría a los milicos a verduguearnos otra vez, como ocurre en Brasil. O peor aún: podría habernos tocado el universo en que unos cuantos no se bancaron que los genocidas eludiesen el castigo e hicieron justicia por mano propia, justificando una nueva escalada de violencia estatal. Menos mal que no fue así entonces, y asegurémonos de que nadie se desquicie ahora. Estxs muchachxs cambiemitas están ansiosos de encontrar una excusa para lanzar la represión sistemática y sostener por la fuerza lo que no saben contener políticamente.

Pero nos tocó vivir en este mundo. Donde la línea que bajaron las Madres, las Abuelas y los organismos de DDHH nos enseñó a tener paciencia, a creer en la Justicia más de lo que ella cree en sí misma, a organizarnos y a tejer acciones políticas en el sentido más amplio y más bello, de a un punto por vez. A mí me costó entrar por la variante, y eso que no tuve que sufrir pérdidas físicas durante la dictadura. Aun así, cada vez que me preguntaba qué sentiría si hubiesen matado a mis padres o a mis hijxs y los asesinos siguiesen paseando chochos de la vida, me hervía la sangre. (Del mismo modo en que me hierve cuando pienso qué sentiría si mis críos formasen parte del 41% de niños pobres que hay hoy en este país, a causa de esta miseria planificada redux.)

Claro que existen circunstancias que justificarían la violencia. Pero cualquier agresión nuestra desencadenaría un desastre. Tuve que escribir una novela entera para entender no sólo con la cabeza sino también con el cuerpo cuán afortunados habíamos sido al aceptar el liderazgo de Madres, Abuelas & Co. Que fue lo que nos convirtió en un ejemplo en el mundo: un pueblo que perseveró en su reclamo de justicia contra toda esperanza y terminó obteniéndola en medida razonable, si lo comparamos con otros genocidios y sus consecuencias.

Pocas cosas más humanas que la violencia. Pero nosotros no queremos ser más humanos de lo que ya somos, no consideramos la violencia como una de las bellas artes. Lo que sí queremos es ser mejores humanos.

Vivimos en un universo donde los que apostamos a la parte más luminosa de nosotros mismos —a la construcción democrática, a la creación de una sociedad donde el bienestar personal no dependa de la explotación ajena— somos un montonazo. O mayoría, incluso.

Y eso, diría el spot de la tarjeta, no tiene precio.

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7. El abrazo (com)partido

Escribí Kamchatka hace años, cuando la cosa estaba tan negra (y se parecía tanto a este tiempo en su impunidad y su crisis económica de devastación nuclear), que no me quedó más que preguntarme: ¿habrá alguna luz, por mínima que sea, a la que aferrarse en medio de esta tiniebla?

A dieciséis años de la peli y quince de la novela, esa palabra sigue resonando. Hay una revista que se llama así y un programa de radio al que bautizaron Salvemos Kamchatka. La ópera de cámara inspirada en ella se representó hace meses en Nueva York. El libro se editó en todas partes y tardíamente en Italia —2013— pero todavía se habla de él, en las modestas proporciones que inspira una ficción: esta semana, la edición palermitana del diario La Repubblica le dedicó un largo artículo.

 

 

Imagino que sigue interpretando el espíritu de la época. Fue el único relato que escribí a sabiendas de cuál sería su final, un texto construído para conducir de manera inescapable a la palabra resistir — ese era el imperativo.

Más allá de las peculiaridades locales, contaba una historia universal. ¿Qué hay más universal —lamentablemente— que las historias que hablan de familias puestas en peligro por hombres impiadosos? ¿Cuántas Kamchatkas se han escrito desde entonces trasladadas a Palestina, a una comunidad de mujeres, al exiguo escenario de una patera lanzada al Mediterráneo? ¿Cuántas Kamchatkas se están escribiendo acá a la vuelta, a partir de la violencia que desata sobre una familia la imposibilidad de comer sano y suficiente y conservar la dignidad?

La tengo presente porque me recuerda un tiempo en que, entre tinieblas, decidí apegarme a la luz que me quedaba; y esa luz, que no podía ser más tenue, me salvó. Cuando todos los límites se difuminan e impera el sálvese quien pueda, uno puede desesperar o preguntarse, más bien, cómo quiere vivir el tiempo que le resta.

Con el guión terminado entendí, gracias al productor Kramer y el director Piñeyro, que entre las razones por las cuales escribí semejante historia había colado un deseo personal sin darme cuenta. Mi vieja había muerto de un cáncer de pulmón galopante cuando era joven, tenía menos años de los que tengo ahora. Y yo llegué tarde al hospital, no pude despedirme de ella. Muchos años después, armé el final de Kamchatka pensando que así resolvía la historia pero sin advertir que también hacía algo más: imaginar la despedida de mi vieja que nunca ocurrió.

Llegó la hora de filmar esa escena, en el playón de una estación de servicio próxima a Sierra de los Padres, y me derrumbé. Pero Cecilia Roth, que interpretaba a la madre del pequeño Harry —moldeada a imagen y semejanza de la mía, claro— lo entendió todo al vuelo y me abrazó largo y tendido. Tuvo claro que no sostenía al guionista, sino al niño huérfano; y yo sentí que, aun cuando me aferraba a ella, estaba logrando algo que había creído imposible: reencontrarme con mi madre de carne y hueso para un último abrazo.

Cuando uno es fiel a su mejor parte —y particularmente en las horas negras—, pueden ocurrir maravillas. Como que funcionen los autos mutantes, desafiando las leyes de la mecánica; o llegar lejos aun cuando te falta una gamba.

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El call center está vacío. Vamos a tener que resolver esto nosotros.

 

 

 

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