Por una fuerza popular

Carta abierta a los representantes de los trabajadores

 

Estimados representantes de los trabajadores:

Me permito dirigirme a ustedes en el convencimiento de que sabrán comprender el sentido solidario y humanitario de esta carta abierta. Nuestro país atraviesa momentos de angustia por la crisis económica que dejó el neoliberalismo y por la pandemia. Por ello, creo que todos nos debemos un esfuerzo extra para atender esta cuestión, ayudando a construir una democracia participativa. Lo importante, y el objeto central de esta carta, es delimitar si los representantes gremiales lo harán, como ocurre en la actualidad, sólo en defensa de aquellos que son afiliados al gremio, o darán un salto de enorme compromiso social para transformarse en los representantes de todos los trabajadores. Es decir, los que hoy lo son y están registrados como tales –los activos–; los que ayer fueron trabajadores –los jubilados y pensionados de distinta naturaleza–; los trabajadores precarios o informales y aquellos que desearían trabajar pero por haber sido expulsados del mercado laboral formal o, simplemente, por no tener capacidad física o psíquica de hacerlo, quedan fuera de cualquier tarea remunerada. En pocas palabras, lo que respetuosamente vengo a solicitarles es que, por el bien de todos, representen al conjunto de las personas vulnerables de la sociedad. Ello en el entendimiento de que esa ampliación del espectro de representatividad no sólo es beneficiosa para el conjunto social, sino que también permitirá darle un sentido renovado a las palabras patria y democracia.

El 27 de abril pasado, algunos diarios publicaron una breve nota donde informaban que un niño menor de dos años, argentino, que vivía en una comunidad wichi en Pozo La China en Salta, murió por desnutrición y deshidratación, según declaró el médico que lo atendió. Era el segundo caso en los últimos días. La noticia no tuvo una repercusión importante, no formó parte de conversaciones entre los porteños ni tampoco mereció comentarios de algún funcionario público. Sin embargo, que un hecho de esa naturaleza ocurra, una vez más, entre nosotros debería ser un hachazo al corazón. Debería avergonzarnos y, sobre todo, obligarnos a reflexionar: qué nos pasa como sociedad para que en un país productor de alimentos otro niño más muera por desnutrición. Es probablemente el crimen mas ignominioso, ya que es el más sencillo de evitar. Sólo ocurre porque están rotos todos los vínculos de solidaridad. Allí el Estado no llegó. Estos hechos representan efectivamente un caso extremo, pero no son los únicos. Situaciones similares viven millones de hermanos que diariamente sufren necesidades básicas insatisfechas y de los que pocos se ocupan.

En la Argentina deambulan miles de desocupados buscando algún trabajo que les permita, al menos por un tiempo, comer dignamente y educar a sus hijos. Pero el trabajo cada día requiere más tecnificación y, si no se poseen las habilidades necesarias, lo que queda es trabajo marginal. Y si en la zona en que vive ni siquiera encuentran un trabajo marginal, su vida se transforma en una pesadilla. Podrá decirse, con absoluta razón, que lo que hoy sucede es consecuencia del periodo neoliberal macrista y que la pandemia agudizó los daños. Pero no es menos cierto que la pobreza ha sido una constante en la vida social y política de la Argentina y que algún día tenemos que despertar y entender que es un problema que nos involucra a todos. Y dentro de ese todos, en especial, están aquellos que representan genuinamente a los sectores populares, como es el caso de los representantes de los trabajadores.

Los que fueron trabajadores en su momento y hoy son beneficiarios de la seguridad social también viven momentos tristes. Sabemos que los que menos ganan no cubren sus necesidades básicas. El macrismo inventó la Pensión Universal para el Adulto Mayor (PUAM), un engendro prestacional que paga el 80% de la jubilación mínima. Las moratorias que ponían equidad en el sistema configuran hoy un recuerdo melancólico, y obtener actualmente un beneficio previsional se ha convertido en una tarea de suma complejidad.

 

El ex Presidente Macri anuncia la Pensión Universal al Adulto Mayor.

 

El trabajo ha sido, a través del tiempo, el principal ordenador de la sociedad que nos tocó vivir en los últimos 80 años. Fue también la principal herramienta de distribución del ingreso nacional y, como tantas veces se ha dicho, es el que le da dignidad a quien vive de su cuerpo y de su intelecto, según sus habilidades. Pero la vida moderna impone otros desafíos que están modificando sustancialmente el trabajo como lo entendimos hasta ahora.

Producto de la pandemia, se ha instalado una nueva modalidad laboral a la que le han dado el correspondiente nombre en inglés: home office. Esto significa llevar la oficina a casa, es decir, que el trabajo que antes se hacía en el edificio del empleador ahora se hace en el hogar. No hay problema de control de horario, ya que la tecnología permite monitorear al trabajador tanto respecto del cumplimiento de la tarea como de su productividad. También es muy probable que gran parte de ese trabajo se realice en el marco de una relación laboral informal, ya que sería absurdo que alguien controlara casa por casa para verificar si una persona trabaja informalmente o formalmente. Lo que creo que es lo más terrible, y que inexorablemente ocurrirá, será la ruptura de los vínculos de solidaridad entre los trabajadores, ya que el compañero o compañera que compartía junto a él o ella la jornada ya no estará y los contactos se harán sólo mediante medios virtuales. Hoy es probable que ese efecto no se note, porque los que han pasado a esta metodología son los mismos que antes compartían el espacio de trabajo, pero poco a poco los nuevos empleados ya no habrán sido compañeros de nadie. Serán sólo individuos que hacen su tarea y reciben un salario en su cuenta bancaria. En pocas palabras, un individualismo “al palo”. No pasará mucho tiempo en que todos los empleados administrativos pasen a esta modalidad. Esto implica que la relación con sus representantes gremiales será cada día más lejana, hasta terminar definitivamente rota. Ello ya ocurre en las empresas tecnológicas. Es decir, el vínculo  entre los trabajadores y quienes los representan gremialmente se volverá paulatinamente más distante y, por ende, movilizar a personas dispersas será cada día más complejo.

¿Quién defenderá el salario y las condiciones de trabajo de aquellos que trabajan en su domicilio? Podrá hacerse el mejor de los convenios colectivos, pero su cumplimiento real será incontrolable y dependerá de la buena o mala predisposición del empleador. Eso ya está sucediendo con las miles de motos y bicicletas que recorren Buenos Aires entregando pedidos de toda naturaleza. Allí van jóvenes, adultos y hasta mujeres embarazadas tratando de conseguir algún peso. No es una cuestión de ciencia ficción, es un escenario que está instalado frente a nosotros y sólo tenemos que enfocar para verlo.

Por otro lado, la tecnología viene haciendo estragos con el trabajo formal. Cada día que pasa, el mercado expulsa a trabajadores para reemplazarlos por máquinas o robots. Podrá decirse, con razón, que el crecimiento económico generará nuevos puestos de trabajo. Sin embargo, en una sociedad con el 42% de pobreza, ¿cuántos puestos de trabajo se necesitan para cubrir tanta necesidad? ¿Cuánto tiempo llevaría cambiar pobreza por trabajo digno? En otras palabras, se podrán generar nuevas empresas que incorporen nuevos trabajadores, mientras por otro lado la tecnología expulsará a otros. Pero, ¿quién se hará cargo del crecimiento demográfico? Es un cuento de nunca acabar, donde los que siempre quedan fuera son los más frágiles, los más jóvenes, los más vulnerables.

Y así podríamos dar otros ejemplos, igual o más dolorosos todavía. Creo que se requiere implementar una unión inquebrantable entre los trabajadores formales con sus representantes a la cabeza, los trabajadores informales y precarios con sus representantes de movimientos sociales y los representantes genuinos de los beneficiarios de la seguridad social. Con relación a estos últimos, no me refiero a conformar un gremio o mucho menos un partido político de jubilados. Lo que creo, sinceramente, es que hay que rescatar a todos aquellos representantes genuinos para ponerlos a acordar o competir en una elección nacional para que sean, simplemente, la voz de los beneficiarios y el vínculo de transmisión con todos los jubilados. Sólo eso, que sean representantes de un sector que abarca a casi nueve millones de personas. Lo mismo creo respecto de los movimientos sociales que representan a grandes sectores de personas vulnerables. La propuesta es que entre todos estos sectores armen un bloque con representatividad social que puje por el bien del conjunto.

No se trata de imaginar una revolución del proletariado al estilo marxista ni nada parecido. De lo que se trata es de crear una fuerza popular con capacidad de pujar por la distribución del ingreso en forma equilibrada. Encontrar en el diálogo con los sectores del capital un modo que frene la descontrolada concentración. Este conjunto de trabajadores de distintas vertientes podría generar propuestas de conjunto, analizar la realidad, valorarla. En definitiva, tener una actitud propositiva que ayude a la construcción de una nueva relación entre el capital y el trabajo.

Es necesario rediscutir algunas herramientas que en su tiempo fueron revolucionarias y que hoy han perdido toda utilidad. El mejor ejemplo es lo que pasa con el salario mínimo, vital y móvil, que esta semana fue aumentado un 35% en siete cuotas para llegar a alcanzar $29.169 en febrero de 2022, por lo que seguramente ni siquiera se equipará en algún momento a la jubilación mínima. Mientras esto pasa, los empleadores siguen abonando las cargas patronales con una disminución sustancial respecto de lo que la ley indica, poniendo en jaque las cuentas públicas con las que se pagan los beneficios de la seguridad social. El sector patronal se queda con alrededor del 3% del PBI, es decir, con un tercio de lo que cuestan todos los beneficios de la seguridad social. Lo mismo ocurre con las llamadas promociones industriales y con los privilegios de aquellos que pagan el impuesto a las ganancias. Quienes pueden descuentan de allí los gastos médicos y paramédicos, el personal doméstico, a los hijos, al cónyuge, los seguros, compra de paquetes turísticos, compra de pasajes en efectivo, planes de seguro de retiro privados. La pregunta sería ¿algún trabajador goza de estos privilegios? La respuesta es simple: no. ¿Es justo? Claro que no. ¿Y entonces por qué ocurre? La razón es muy sencilla: porque el capital tiene un gran poder, mientras los otros sectores se encuentran atomizados y sin capacidad de presión. ¿Y cuánto se llevan en estos privilegios? Más del 2,5% del PBI, alrededor de un cuarto de todo el gasto social. Por ello es tan importante compartir capacidades para generar una fuerza que equilibre la discusión y, por ende, la distribución.

 

El insuficiente aumento del salario mínimo, vital y móvil insta a aunar esfuerzos para equilibrar la distribución del ingreso.

 

Hace mucho ya que lucho por empezar una discusión que considero la llave para lograr una justa distribución del ingreso nacional: el Ingreso Básico Universal. Se trata de poner un piso de justicia entre los que más necesitan. Esta herramienta reemplazaría al salario mínimo, de hecho, sería un piso salarial, mejoraría la demanda interna –que es el principal motor de la economía en nuestro país– y sería un enorme salto de soberanía económica, ya que nos desprenderíamos de los planes de ajuste que tratan de imponernos los organismos internacionales.

Finalmente, quiero solicitarles encarecidamente que analicen esta propuesta por el bien de los que menos tienen. Soy consciente de que a cada dirigente sindical, en cada rincón de la patria, lo motiva el amor al prójimo. Que se pongan a la cabeza de las demandas sociales bajo aquella premisa de Agustín Tosco: “Lo fundamental es que todos los que tenemos un concepto de justicia y equidad, debemos luchar para construir una nueva sociedad que permita al hombre salir de la enajenación a que lo conduce este sistema que afecta hasta el derecho de vivir”.

Sólo el pueblo salvará al pueblo.

 

 

 

 

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