Siempre hay historias dentro de la Historia. O mejor dicho, nunca las historias están fuera de la Historia — aunque algunas lo intenten. Por lo pronto se hallan sujetadas a la Lengua que habitan, tan determinante como botona. Y si no recuérdese aquel escritor que hizo una novela que ansiaba bien porteña y a la puerta del auto la llamó portezuela; al baúl, cajuela y a la nafta, gasolina. O vio demasiado al Chapulín Colorado o no logró disimular sus codicias de destino (de ventas) latinoamericano.
Fue Rodolfo Walsh quien sostenía que por estas pampas se conoce más de la independencia norteamericana que de la argentina. Su certidumbre radica en que la Historia resulta más una materia de la escuela que un vívido devenir que se presentifica en cada uno. Presencia que es imposible que se produzca si no es con el auxilio de la industria cultural, al menos. Los imperios lo saben y por ello ganan en el celuloide las contiendas que pierden en el campo de batalla (como Vietnam) o que otros merecen (los rusos entraron primero en Berlín y los republicanos españoles liberaron París durante la Segunda Guerra). No sólo por la inversión de tamaño paradigma es bienvenida Perder la cabeza, la novela del prolífico Marcos Rosenzvaig (foto principal, Tucumán, 1954) que cierra la trilogía que comenzó con Monteagudo y siguió con Cabeza de Tigre; aportes que devuelven a la literatura una temática, un estilo, una época (el siglo XIX) aplastadas durante décadas por la frívola lápida del naturalismo minimalista.
Porque en algún párrafo (casi) toda historia es parte de la Historia, tampoco significa que haya situaciones privilegiadas por su fuerza poética, dramatismo y potencia literaria. Inigualable en este aspecto es la de Marco Avellaneda (Catamarca, 1813-Metán, 1841), adversario de Juan Manuel de Rosas que fuera traicionado, perseguido, capturado, decapitado por degüello y su cabeza expuesta so pretexto de escarmiento en la plaza principal de la capital tucumana. Tragedia que tampoco allí concluye: Fortunata García, su amante, hurta la cabeza y la esconde en su casa, en la intimidad. La historia oficial, tan modosita, sostiene que la testa fue sepultada en un convento por la desolada dama; la leyenda sostiene que ella la cobijó en su regazo hasta el último de sus días.
Núcleo central de la novela con metonímico título, se desenvuelve en dos tiempos concéntricos: el de lucha entre unitarios y federales, matizada con la huida de un militante de la guerrilla guevarista a mediados de los años '70. Recurso no por recorrido, agotado, se sostiene merced al desenvolvimiento de dos lenguajes diferenciados. Filigranado sin resbalar en la adjetivación, el primero se deleita en una equilibrada mixtura entre adverbios, emociones e imágenes: “No lo asustaban los achaques de la vejez, solo les temía a los padecimientos del cuerpo y, fundamentalmente, a las novelas de amor. Una de ellas lo había hecho llorar a lo largo del día, y al otro día lloró de rabia por haber llorado, y después lloró un mes entero de amor. Se había sentido tan desgraciado que pensó que en ese mes había perdido muchos años de vida. Gracias a la sensatez y a la moderación del espíritu con la que había nacido, optó por evitar todo tipo de lectura romántica”. Sin ser decimonónico, el lenguaje conserva, inventa, una cadencia que alude a tales tiempos, por más que en forma imperceptible se desbarranque en algún rosado anacronismo, como cuando prosigue: “En cuanto a las almas que aman demasiado, sostenía que se agitan de amor y que cuando llegan a ese estado ascienden livianas y felices al paraíso eterno”.
Si el anterior lenguaje está construido en frases cortas, el correspondiente a las escenas del siglo XX apela a párrafos más extensos, cuya intensidad emana de las atmósferas teatrales, de las cuales el autor es oriundo. Si bien entre este último tiempo, más actual, y el de la sangría entre unitarios y federales guarda el relato sucesivos paralelismos, hasta el punto en que se cruzan y encuentran merced a las previsibles casualidades, la conclusión del primero se emplaza en el inamovible dato histórico mientras que la definición del segundo se abre a la benevolencia del autor, en acto dedicado al alivio del lector.
Brisa necesaria tras momentos de alta intensidad, como la espeluznante descripción del asesinato de Marco Avellaneda por parte del coronel Mariano Maza, que con lujo de detalles le relata desde su lecho de muerte al pintor Juan Manuel Blanes (Montevideo, 1830-Pisa, Italia, 1901) cómo degolló a su víctima con un cuchillo mellado y sin filo. Pasaje tremendo, no sólo por el festival sanguinario, de crueldad sin par mas sin excesos ni morbo en la escritura, sino por argumentos hoy por hoy demasiado revividos: “Fui un coronel de la Nación y un coronel cumple órdenes. Que me extralimité, puede ser, pero dígame, Blanes, quién no lo hacía en esos años en que la tierra se empobrecía de sangre (…) Dios cabalgó conmigo. Él le dio fuerzas a mi caballo y así fue como llegué a Montevideo escapándole a Urquiza. ¿Usted nunca estuvo en una batalla, verdad?”. ¿Les suena?
En el aspecto técnico, la escritura de Rosenzvaig resulta impecable; más enlazada a ciertos recursos en la primera mitad del relato y liberado de tales ataduras en la segunda y final. Tras recorrer las vivencias de los personajes paralelos como la misma Fortunata, el médico que la contempla, los soldados atrapados junto a Avellaneda, el oportuno cura delator de Camila O’Gorman y Ladislao Gutierrez o los victimarios de Justo José de Urquiza, la aventura del joven que escapa de la represión de la dictadura de Videla parecería frívola si no fuera por su función comparativa. Este segundo plano doctrinal del relato fluye por canales subterráneos a los apólogos del siglo XIX que concurren entre guiños y homenajes. Ya arranca Perder la cabeza con esa apelación autobiográfica en primera persona subjuntiva (“Yo, Marco Avellaneda, que nací en Catamarca, que estudié en Tucumán y que a los veintiún años…”), a la que acude en referencia a distintos personajes en al menos seis oportunidades y que replica la del Borges en el Poema Conjetural ( “Yo, que estudié las leyes y los cánones,/ yo, Francisco Narciso de Laprida, cuya voz declaró la independencia…), quien a su vez evoca el monólogo de Gloucester en Shakespeare, Ricardo III (“… yo, privado de la Bella Proporción por la pérfida Naturaleza que me negó todo encanto; deforme, arrojado a ese nefasto mundo aún crudo…”). El dispositivo puede rastrearse a las formas de presentación de los juglares en la edad media o aún a la de los senadores poetas en el ágora ateniense. En efecto, la reiteración podría reconocerse cuan homenaje a esa extensa trayectoria del recurso aludido, tan reiterado. Al cual es preciso incorporar dentro de la proliferación de comparativos (…sabrosos como naranjas en noviembre/ …inclinada como barco semihundido/… sin pausa, como una hormona…). Sumatoria de la que se obtiene lo que el propio Jorge Luis Borges (en El idioma de los argentinos, 1928) caratula “fatalidad del lenguaje”, y exagera —a su usanza— como una “alucinación ortográfica” que obliga “a hiperbolizar, a mentir, a inventar un caso”.
Montada sobre una eficaz propuesta estética, la de Rosenzvaig se encarama en la emoción que implican las últimas páginas cuando uno de los protagonistas cuenta: “Voy a jurar no por Dios ni por la patria, sino por las cabezas de la patria. ¿Qué te parece?”, y enumera: Marco Avellaneda, Fortunata, Camila, los que salvaron del ultraje al cadáver de Lavalle, pero asimismo “los que creyeron en la Constitución y en una patria grande como Urquiza”, es decir unitarios y federales, convertidos en dos demonios danzantes en el tren de la alegría, que se rejuntan al final del camino. También, final de la trilogía. Mas no de la Historia.
FICHA TÉCNICA
Perder la cabeza
Marcos Rosenzvaig
Buenos Aires, 2018
170 págs.
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