¿Por qué no nace el quinto peronismo?
La clase trabajadora y la necesidad de un instrumento para democratizar al conjunto de la sociedad
Los cuatro peronismos es un estudio sobre las formas políticas nacionales en condiciones de activación de la clase trabajadora. Alguna vez se dijo de este libro: “Menos peronista que Ramos, mucho más que Sebreli, mucho menos aburrido que Milcíades Peña”. Según su autor, Alejandro Horowicz, cada peronismo tiene sus fechas y su composición específica: el primero fue el de la “parlamentarización de la lucha de clases”, el segundo el de “la resistencia”, el tercero el del “Frente popular”, y el último el de la “carencia de tarea histórica”. El autor sostiene que ni Menem ni Kirchner dieron forma a un nuevo peronismo.
Marx termina su famoso estudio sobre el golpe de Luis Napoleón, “el sobrino del tío”, con las siguientes palabras: “Si por último el manto imperial cae sobre los hombros de Luis Bonaparte, la estatua de bronce de Napoleón se vendrá a tierra desde lo alto de la columna de Vendôme”. De El 18 Brumario de Luis Bonaparte se podría decir: es el libro sobre el vestuario de las clases sociales. No hay en él economía desnuda, sino teatro y drama. La materialidad burguesa o proletaria no sale nunca a escena sino arropada, a veces con disfraces y anteojeras. Es sólo dentro de la constitución de narrativas, salpicadas de fechas, nombres y metáforas que los grupos humanos hacen la historia en condiciones nunca elegidas por ellos. Los cuatro peronismos, publicado en 1985 (cuando su autor rondaba la edad de los 35 años), es, además de un ensayo de política argentina, un apasionado diálogo con el Marx pensador del bonapartismo.
Las condiciones (no elegidas) de surgimiento del peronismo derivan de la historia de la renta agraria y por tanto de la formación de la clase terrateniente. La disputa por la renta está en la base de las luchas que aún dibujan las líneas maestras del conflicto social argentino. Si en una primera etapa la renta agraria depende de la relación entre el puerto de Buenos Aires y el mercado mundial, la llegada del ferrocarril implica la ampliación de la superficie de tierra vinculada de modo directo al mercado mundial y la formación de una clase terrateniente nacional. Del general Roca al ministro Pinedo se consolida un bloque histórico dentro del cual la industria se desarrollará siempre de un modo subordinado a los intereses de la fracción burguesa agraria exportadora: gestión estatal (con participación activa de las fuerzas armadas) de la realización de esa renta, en un mundo en transición, en el que la vieja hegemonía británica cede paso a la norteamericana.
A Perón, la brillante cabeza política del Ejército, no hay que caracterizarlo por la ideología ni por su psicología sino por su aptitud para producir configuraciones históricas. El método de Los cuatro peronismos es el de la discriminación. Sujetos políticos son aquellos capaces de discernir diferencias específicas en sus respectivas situaciones y operar en base a ello nuevas delimitaciones. Nunca se es lo suficientemente contemporáneo respecto de la situación en la que se actúa, y por tanto no se trata de suponer a los actores una lucidez preconstituida. El primer peronismo es una figura viva, una formación sui géneris que no se deja comprender cuando se lo intenta subsumir en categorías históricas ocurridas en otros contextos. Para decirlo con toda claridad: el peronismo no puede ser concebido como variante del fascismo por la sencilla razón de que carece de una ideología racial y tampoco ha puesto a funcionar campos de concentración. Perón es inseparable de sus escenas claves: en la Secretaría de Trabajo y Previsión representa el programa social-democrático del golpe de junio del ‘43. El 17 de octubre emerge de la derrota frente a sus camaradas de armas por la movilización obrera y la fuerza de los gremios industriales. El nacimiento del peronismo como fuerza política es correlativo a la renuncia de las Fuerzas Armadas a gobernar el país. Aliado al Partido Laborista de Cipriano Reyes y a los sindicatos, el primer peronismo realiza el ingreso de la clase trabajadora a la ciudadanía política plena –si se considera la impotencia del voto femenino–, renunciando a la autonomía política de clase. A Evita, Horowicz la entiende como una encarnación plebeya y como la figura a través de la cual al capitalismo dependiente se le arrancan sus característicos rasgos antiobreros. Por eso es que no sirve pensarlo como totalitarismo, ni como socialista-revolucionario. El primer peronismo (1946-1955) es para Horowicz un “bonapartismo sui generis” (la clase obrera subordinada a Perón y Perón a las Fuerzas Armadas), una tensión continua de fuerzas, un delicado juego de equilibrios entre las clases, y entre sindicatos y Ejército dentro de su movimiento. Quizás la mejor enunciación de la fórmula del primer peronismo sea la ya citada “parlamentarización de la lucha de clases”. Es eso, y su incapacidad de vencer por las armas. Luego del siniestro bombardeo de la aviación de la marina sobre la Plaza de Mayo, si el primer peronismo hubiera querido combatir –al decir de Cooke–, hubiera debido armar a los trabajadores, con la consiguiente ruptura de las relaciones de subordinación de clase.
La naturaleza del peronismo explica la originalidad del golpe del ‘55. A diferencia del ocurrido en 1930, un golpe enteramente militar y escaso de violencia, la autoproclamada Revolución Libertadora tuvo más participación de la Iglesia católica que de oficiales del Ejército, y su práctica posterior a la toma del poder fue el fusilamiento. Lo que Rodolfo Walsh llamó la “masacre”. Si en algún lado se hizo sentir el peso de la nueva política de Rojas y Aramburu fue –no casualmente– en las relaciones “entre patrones y asalariados”, entre “Estado y sindicatos”. Redistribución antiobrera del salario, persecución del peronismo, intervención de los gremios. El “segundo peronismo” (1955-1973) es el de la resistencia inorgánica del peronismo sindical clandestinizado, que actúa en el barrio y por medio del “caño” y el boicot. El peronismo se reconstruía sobre una dinámica obrera. Peronismo y revolución nunca fueron términos tan próximos como entonces. Puesto que hacía falta una auténtica revolución para traer a Perón. Las dos almas del sindicalismo peronista descriptas en ¿Quién mató a Rosendo? oponían a quienes entendían esa revolución como transformación social, bajo a la influencia de la Revolución Cubana, y quienes la limitaban como bandera de integración al sector desarrollista de la burguesía, preocupada por evitar que la relación capital-trabajo se tornara explosiva. Junto al caño se dibujaba la silueta de Augusto Timoteo Vandor. A este segundo peronismo pertenece por entero la correspondencia político-organizativa Perón-Cooke sobre el partido: en la que el último proponía una organización celular del movimiento dirigida por militantes probados en la lucha y un programa de izquierda peronista, mientras que el primero proponía una conducción centralizada como modo de contener a la vez al sindicalismo, a las expresiones espontáneas y al partido electoral. El levantamiento de Córdoba de mayo del ‘69, saliente principal de una nueva alineación de las clases, supuso un nuevo alcance para la acción de la clase trabajadora, que se muestra por primera vez capaz de inducir un cambio de comportamiento en sectores medios. El nuevo vínculo entre capas medias y trabajadores supuso a su vez una nueva influencia para la clase trabajadora, que entrará en contacto con las “banderas que la juventud rebelde enarbolaba en América Latina y en el mundo entero: el socialismo”. El Cordobazo supuso por tanto una triple enseñanza: el contacto entre obreros y socialismo; el desborde de las conducciones burocráticas; y un nuevo tipo de liderazgo antiburocrático que impulsaba el protagonismo de las bases. Fue, dice Horowicz, un “ejercicio obrero pre-insurreccional”.
¿Qué vino luego del Cordobazo? El asesinato de Vandor (que Horowicz atribuye al gobierno de Onganía en conexión con sectores de la burocracia sindical) y el fusilamiento de Aramburu por parte de Montoneros. La aparición de la lucha armada prepara el pasaje del segundo al tercer peronismo. Lo que equivale a plantear que el tercer peronismo busca evitar que su ala izquierda –la tendencia revolucionaria del peronismo y las banderas guevaristas–, útil para imponer la derrota de la política de la Libertadora y el retorno de Perón, no influyan sobre el movimiento obrero. Si el llamado a elecciones supone la derrota del bloque gorila (contra la posición de la Marina, expresada en la Masacre de Trelew del 22 de agosto de 1972) y la admisión por parte de la burguesía dirigente del reingreso obrero a la república parlamentaria, ya no es para restablecer el viejo bonapartismo sino “para trabar la política socialista revolucionaria”. Como ha explicado el propio general Lanusse: se trataba de evitar una guerra civil que en aquel preciso instante podía equivaler a la derrota, de preservar a las Fuerzas Armadas –esta es la sagacidad del Gran Acuerdo Nacional (GAN)– como reserva del instrumento represivo más eficaz y confiable, infinitamente más seguro que las bandas armadas al estilo de las AAA.
El tercer peronismo, el del retorno de Perón y el pacto social, se sostiene en la apuesta de modificar las relaciones del bloque en el poder en favor de la fracción industrial nacional, por medio del control del aparato del Estado. El pacto social suponía, sin embargo, que la “jota pe” no se convirtiera en la fracción interna del movimiento obrero, lo cual desestabilizaría el dispositivo sindical que garantizaba el congelamiento de la presión hacia el alza salarial. Pero el Presidente Cámpora, en los preliminares de aquel peronismo, actuaba en otro sentido, expresando a su arco de votantes (CGE, CGT, “jota pe”). Así planteada, la unidad equivalía a la parálisis. Y la substracción de la policía y de la inteligencia militar en el juego de control del movimiento obrero ordenado por su ministro del Interior, Esteban Righi, empuja a la CGT a una alianza con el ala derecha del peronismo. Es en estas circunstancias en las que Perón llega a su tercera presidencia, desencontrado de las reivindicaciones democráticas que recaían sobre el activismo de su ala izquierda, la menos preparada para el enfrentamiento directo, tal y como se demostró en la Masacre de Ezeiza. La posterior expulsión de Montoneros de la Plaza de Mayo en mayo del ‘74, el fracaso del pacto social y la salud de Perón acabaron con el tercer peronismo, “el más explosivo de todos”.
El cuarto peronismo nace con la muerte de Perón. Con Perón todo muere –el pacto social, el horizonte de independencia y la energía de transformación– y nada nace, salvo un peronismo incapaz de vencer, cuyo rasgo definitorio es su carencia de toda “tarea histórica”. La división entre peronistas “verticalistas” y “anti-verticalistas” no llegó nunca a constituir una diferencia programática. Al pacto social sólo le sucedieron el Operativo Independencia y la ley del mercado. El último peronismo, el del Rodrigazo, el de Lorenzo Miguel y el de la lucha por el salario, es también aquel en el que la lucha salarial se convierte en pieza clave de lucha por el poder político (es el camino de las coordinadoras obreras, que marcaban la pérdida del monopolio peronista sobre las organizaciones de base). En esas circunstancias, la derrota de Isabel actuaba como condición para derrotar a la guerrilla; la lucha contra la guerrilla como condición de unidad para las Fuerzas Armadas y la unidad de las Fuerzas Armadas como requisito para poner fin a la movilización obrera. Lo demás fue la inacción peronista ante el golpe de Videla. El Proceso de Reorganización Social reorganizó la sociedad en términos tales de dejar seriamente dañada la capacidad de la clase trabajadora de plantear una hegemonía política.
La imposibilidad de un quinto peronismo obedece a consideraciones precisas, que podrían definirse así: no habrá nueva forma política vivaz hasta que la clase trabajadora –en sus nuevas recomposiciones– no vuelva a contar con un instrumento por medio del cual pueda reconquistar su derecho a actuar como fuerza política democratizante del conjunto de la sociedad.
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