POR ESTO LUCHAMOS
Cualquier puede llevar a la pregunta de por qué hacemos lo que hacemos — por ejemplo, una canción.
Hice cuentas y llegué a la conclusión de que hace ocho años que quiero escribir sobre The Decemberists. Acá es donde ustedes preguntan: ¿sobre quién? Me refiero a un grupo de rock oriundo de Portland, Oregon, al que definiría como La Mejor Banda Actual De La Que Nunca Oyeron Hablar. Ya no recuerdo cómo los descubrí, pero tengo claro que todavía vivía en España. (Primer gobierno de Cristina. Qué momento.) Después volví, y como empecé a colaborar en Radar, el suplemento cultural de Página/12, pensé en persuadir a su editor de que me publicase una nota sobre la banda. Pero el tiempo se escabulló, y un día me descubrí editando y escribiendo para el vehículo estelar al que están subidos, El Cohete A La Luna. Entonces me dije: Este es el lugar. No sólo me permitiría escribir largo e incluir muchas letras de Colin Meloy —cantante y compositor, a mi juicio uno de los mejores letristas de todos los tiempos—, sino que además... ¡me habilitaría a intercalar la música! (Verbitsky no es el único melómano en esta nave. ¿Qué se piensan?)
Pero este artículo no es ese artículo. No es el texto sobre The Decemberists que vengo prometiéndome desde hace tanto. Es algo que necesité escribir, nomás, porque me lo inspiró una —una sola— de sus canciones. Que ni siquiera era de mis favoritas del álbum The King Is Dead (2011), pero ya saben: las buenas canciones te esperan lo que haga falta, hasta que la vida te ponga en condiciones de vibrar con ellas. (Cosa que a veces hace gentilmente, y otras tantas a lo bruto.) Corría julio cuando rescaté el CD y me lo llevé al auto, con la idea de revisitarlo. Pero ninguna de las canciones que tenía listadas como preferidas me produjo el impacto de esta, que había escuchado un montón de veces sin que me pegase así.
Se llama This Is Why We Fight. Llevo días preguntándome cuál sería la mejor manera de traducir el título, que parece simple pero tiene sus bemoles; y de las variantes que barajé, la que hoy se lleva la corona es la siguiente: Por esto luchamos.
The Decemberists no es una banda política, al menos en sentido convencional. Es cierto que el nombre que eligieron lo es, y del modo más expreso: una alusión a los diciembristas que en 1825 se alzaron contra la Rusia Imperial y el zar Alejandro. Pero como artistas no son dados a los pronunciamientos obvios. En todo caso son profundamente políticos, pero no porque bajen línea sino por las historias que cuentan y los protagonistas cuyas pieles optan por calzarse: desde la Leslie Anne Levine que abrió su primer álbum en 2002 —el fantasma de un bebé muerto horas después de nacer, en la Inglaterra victoriana—, pasando por las prostitutas adolescentes de On The Bus Mall (2005) y llegando a esa oda al cunnilingus que es Philomena (2015), su sensibilidad es afín a desangelados y pícaros, tratados con ternura y descriptos del modo más elegante y florido.
Meloy y el Indio no pueden ser más distintos, pero tienen dos rasgos en común. El primero: la tendencia a incluir en cada canción alguna palabra que nunca antes habías oído. Y segundo: la capacidad de crear personajes marginales a los que jamás se mira desde la condescendencia, al contrario: los elevan hasta convencernos de que son magníficos — criaturas gloriosas.
La canción de la que hablo tiene un título belicoso desde el vamos. Y la propulsión de su música —The Decemberists es una banda más bien tranca, amante del mid tempo— parece subrayar ese ánimo. Pero la letra es elusiva. De los años que llevo incubando la nota sobre Meloy & Co., los seis últimos me los pasé charlando con el Indio, lo cual constituyó (¡entre tantas otras cosas!) una suerte de Seminario Personal Sobre Letrística; y si algo entendí, es que los versos de una canción funcionan mejor cuanto más espacio le dejan a el/la oyente para completar sentidos con su propia proyección. Un modo de funcionamiento que comparten con la poesía, de la cual el haiku es su forma más escueta y disciplinada: tres versos que son como tres trazos de tinta sobre un papel, a partir de los cuales conjuramos un universo. Y aunque Meloy es un letrista libertino con vocación literaria (en paralelo funciona como escritor hecho y derecho: tiene publicada una saga para niñes/jóvenes, llamada Wildwood), This Is Why We Fight es de sus textos más económicos y precisos: un buen ejemplo de esa técnica basada en la sustracción, en mostrar apenas el tip del iceberg que asoma por encima de las aguas para invitarnos a imaginar la inmensidad que esconde debajo.
Que venga la guerra / Que venga la avaricia / Que venga el infierno, dice en el arranque. Que venga la atrición / Que venga el hedor de huesos / Que venga el infierno.
Un puñado de imágenes que esboza un paisaje apocalíptico. Pero no hay en ellas, ni habrá en el resto de la canción, pista alguna respecto de qué guerra se trata, o indicación de qué la desató, o qué está en juego. Eso es parte de lo que me conmocionó esta vez. La naturalidad con que Meloy asume, desde el título, que el y la oyente también están en batalla.
Si existe un sentimiento que últimamente me persigue es el de encontrarme en plena lid, a la hora en que la brega se espesa y los combatientes asumen que la lucha está por dirimirse.
¿No sienten lo mismo ustedes, en estos días?
Fight the Power
Uno de los lugares comunes de nuestra construcción de sentido cultural es asumir la vida como una batalla. "Escuchen el grito de la mujer a la hora en que da a luz", escribió Kierkegaard. "Vean la lucha del moribundo en su estertor, y díganme si algo que empieza y termina de ese modo puede estar destinado al placer".
Venimos a este mundo en indefensión, que se prolonga durante un tiempo infinitamente más largo que el que entraña para las demás especies. Si durante pila de años no nos abrigasen, alimentasen y protegiesen de toneladas de peligros, moriríamos como moscas. Casi nada viene dado para nosotros: carecemos de pelaje que nos preserve del frío, de alimento adecuado al alcance de la mano, de garras y colmillos con los que defendernos. Para obtener cualquier cosa, no nos queda otra que batallar de algún modo. Todo nos resulta arduo, cuesta arriba. Por eso no podemos darnos el lujo de vivir en el presente constante de los animales, de habitar sólo este instante. Necesitamos ver más allá de hoy, si no planeamos a futuro y nos organizamos en consecuencia, nuestra expectativa de seguir vivos se reduce drásticamente.
Esa es la respuesta instintiva al título de la canción: luchamos para sobrevivir, para que la existencia no nos expulse de sus dominios antes de tiempo.
Pero transcurrieron milenios desde la indefensión original, y desde entonces nos las ingeniamos para reducir esa lucha a su mínima expresión. Hoy existe gente que no padece necesidad imperiosa durante su vida: nunca calor ni frío extremos, nunca sed ni hambre, nunca enfermedad intratada, nunca violencia física, nunca una dificultad severa. Es lógico preguntarse por qué motivos lucharía alguien así, más allá del deseo instintivo de prolongar la vida.
Algunos ejemplos que tenemos a mano sugieren que batallan de todos modos, pero para sobreponerse a otras limitaciones; por ejemplo, la contradicción entre lo descomunal de sus privilegios y su inseguridad patológica. La compulsión de Trump a subrayar constantemente que es el más grande y que no ha habido mejor Presidente en toda la historia de los Estados Unidos es pasmosa. (Si lo despojásemos de la palabra tremendous, que usa como muleta cada frase y media, creo que no podría hilvanar un nuevo pensamiento.) Hasta los faraones y los emperadores romanos, a quienes se consideraba dioses, eran más modestos. Si el refrán dime de qué te fardas y te diré de qué careces expresa una verdad universal, Trump vendría a ser el hombre peor dotado del mundo para alcanzar grandeza en ningún rubro que no sea la balanza.
La convención republicana de estos días tuvo características apoteósicas. Monopolizada por Trump y sus parientes, deberían rebautizarla The Trump-man Show. A diferencia de la película de Peter Weir (The Truman Show), que cuenta de un hombre que ignora que su vida transcurre en medio de un programa de TV, la variante trumpiana sugiere que son les ciudadanes de su país quienes no advierten que no son gente libre sino comparsas del show 24/7 que Trump estelariza.
El ejemplo que picó cerca nuestro es más discreto, pero igualmente mórbido. Que Macri sólo pueda sentirse tranquilo, o ligeramente superior a los demás, espiando a quienes lo rodean (¡tanto enemigos como aliados!) en busca de secretos con los que nivelar el juego, expresa el non plus ultra de la inseguridad. Si la dimensión del espíritu humano fuese visible y yo contase con un microscopio, tendría más probabilidades de encontrarme con un virus bailando el mambo que de divisar la personalidad de Macri en el portaobjetos.
El tema es que, paralelamente, siguen existiendo millones de seres humanos que vienen al mundo en condiciones opuestas, más parecidas al desamparo de la humanidad primitiva que a aquellas en las que se criaron Trump y Macri. Gente que nace sin tener garantizado alimento, refugio, medicación básica — antibióticos, por ejemplo. En estos casos es evidente por qué luchan: porque a pesar suyo los reclutaron para una guerra que existe desde nuestro debut como especie, en reclamo de los derechos humanos más esenciales. Su situación es tan precaria que los empuja a vivir en un presente perpetuo, sin otro objetivo que llegar al final del día. Cada jornada se presenta como una nueva batalla: o la das, o no habrá mañana.
Entonces, ¿todos luchamos? Me temo que no. Somos legión aquellos que, sin llegar a la abundancia en que se criaron Macri y Trump, tuvimos un buen pasar y hoy no enfrentamos lucha más tenaz que la de cumplir con el laburo que garantiza las vituallas que duran el mes entero. Gente que puede dedicarse a hacer lo suyo y disfrutar; siempre hay aspiraciones y dolores personales —ley de la vida—, pero que no necesariamente llegan a ser sangrientos. Tengo amistades en otros países que, habiendo crecido al amparo de Estados que garantizan condiciones de vida razonables para todos, son más bien apolíticas. (Si apoyan causas tienden a ser universales, como el ecologismo.) A excepción de los afanes de su profesión, se concentran en pasarla pipa, hacer miniturismo los fines de semana y planear sus vacaciones con tiempo.
Pero también estamos aquellos que, aun sabiéndonos privilegiados y con uñas para el disfrute, crecimos en países inestables e injustos. Donde no existe nada que pueda llamarse bienestar general. Y en consecuencia, dificultan guardarse en el interior de burbujas que aislen del sufrimiento ajeno o te preserven de sus consecuencias. (Quiero decir: podés vivir en una nube de pedos, si tuviste suerte y no la dilapidaste, pero sólo hasta que descubrís que alguien está durmiendo en el umbral de tu casa.) En países como el nuestro se complica sentirte Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia, porque el Estado no fue garante de condiciones básicas de modo sostenido, para toda la población. Aun cuando vivas en un barrio bacán, estás atado a empresas que ofrecen servicios defectuosos y te dejan a oscuras o sin conexión. Incluso en esos días donde todo sonríe la calle se resiste a convertirse en set de tu comedia, porque no hay forma de recorrer cien metros sin toparse con una escena de necesidad insatisfecha.
¿Por qué luchamos, pues, algunos de los que podríamos vivir sin tener la guardia permanentemente en alto? Porque hay muchos, demasiados, que no tienen más elección que luchar o morir. Y entendemos que suerte —esa que nos hizo nacer donde nacimos, que nos dotó de esa familia y de los recursos que nos permitieron defendernos— no equivale a justicia. Por eso mismo, como somos agradecidos, no amarrocamos esa suerte; no pretendemos ser los únicos en merecerla. Creemos, por el contrario, que la fortuna —en todas las acepciones del término— puede contagiarse como los buenos sentimientos y mostrarse elástica como el corazón humano, que siempre hace espacio para querer a alguien más.
Es una buena razón para luchar.
La canción de los (a)brazos
Por supuesto, reconocemos el derecho de otros a luchar por motivos que no son los nuestros. Hay quienes luchan para estar a la altura de su ego. (Conozco bien a uno de esos, a quien se le ocurrió en estos días bardear a Messi.) Hay quienes luchan para sobrecompensar su miedo. (A veces pienso que la adicción a las armas de los pobretes blancos de los Estados Unidos—rednecks— se debe a que sólo se sienten seguros con un fusil automático en brazos.) Hay quienes luchan en defensa de su deseo de no pensar en nadie más que en sí mismos. ("Bullrich... ¿Dónde está Bullrich?") Uno no comulga con esas razones, pero entiende que son lícitas.
No todas lo son. Amenazar de muerte por las redes a un alto funcionario electo, que además es mujer, no es luchar sino transgredir un límite del que no hay regreso, a la vez que un acto de equilibrismo entre dos pulsiones que (sólo) parecen contrapuestas: la criminal incitación a la violencia y la cobardía supina. (Si lo encerrasen en una habitación con una pantufla de Cristina, ese pánfilo empezaría a gritar por clemencia a los diez segundos.) En ocasiones como esta, en las que la ley moderna no profiere respuestas satisfactorias, me pregunto si no había más sabiduría en ciertos castigos formalizados por los antiguos, como el ostracismo: una condena que no era ni penal ni judicial sino social, por votación, y que subrayaba que el condenado no era considerado digno de pisar el mismo suelo que sus conciudadanos.
En lo que respecta a los que creemos luchar por lo que es bueno y bello, no se me escapa que lo nuestro es modesto. Luchar, lo que se dice luchar, es lo que hacen aquellos que se juegan a diario sus vidas y las de sus familias. Lo de uno es apenas opinar, twittear bien, perseguir fugaces momentos de gracia y, cuando pinta el momento, emplear el peso del cuerpo y del voto en favor de los que están jodidos.
Con la experiencia, se concluye que sólo hay cuatro tipos de votantes. Los que votan para que las mayorías estén mejor. Los que votan para estar bien ellos. Los que, creyendo votar para estar bien ellos, votan en contra de sus propios intereses. Y los que, aun sabiendo que votan en contra de sus intereses, votan por odio. Ayer hizo roncha el Tweet de un pelmazo que fue a a un restaurant clandestino, donde le cobraron casi $ 10.000 por comer mondongo y fideos. "Nos rompieron el orto", puso, pero se manifestaba feliz porque le había hecho un corte de manga a Alberto que expresaba de este modo, un tanto obsesivo en materia temática (debe ser proctólogo, o estar enamorado de uno): "(Alberto) metete tu cuarentena en el orto".
Me pregunto si una persona así puede ser real, aun cuando sé —sabemos— que existe gente así. (En la presentación de su cuenta de Twitter, el tipo pone como mérito que una vez lo confundieron con Maluma. Si no existe, es obra de un escritor genial.) Su grado de confusión es sublime, porque Alberto no se jodió en lo más mínimo. El que se jodió fue él mismo, que a fin de mes es diez lucas más pobre y cree que ese acto de autoagresión es un gesto libertario. Personas como esa piensan que luchan, cuando no hacen más que precipitar su muerte y la de aquellos que las rodean.
Menos mal que nuestras mayorías, aun siendo futboleras, no confunden una elección con un partido; al contrario, la encaran como un momento sagrado —que lo es, a cuenta de la sangre derramada para defenderlo— durante el cual practican la responsabilidad cívica y, ante todo, exhiben generosidad como pueblo. Mientras la pulsión de vida siga siendo más fuerte que la pulsión de muerte, el campo popular será masivo en Argentina.
Tal vez sea por eso que resulta fácil identificar a quien está en la misma que uno, sin necesidad de entrar en disquisiciones ideológicas. Es una cuestión más primal, que pasa por cómo estás parado ante esta vida y ante los otros. Por eso la canción de Meloy parece imprecisa, incompleta en muchos sentidos —ignoramos de qué lucha habla, con qué armas lucharíamos— y sin embargo, cuando la escuchás no te queda duda de que pertenecés al bando de quien canta.
Las estrofas siguen formulando un desafío a las fuerzas nefastas que tienen enfrente: Que venga la infantería / Que vengan los arqueros del infierno. Entonces llega el estribillo. (Acabo de escucharlo por enésima vez, a modo de experimento, y no falla: cada vez que entra, se me hace un nudo en la garganta.) Y esto es lo que dice:
Por esto luchamos
Esta es la razón por la cual yacemos despiertos
Y cuando muramos, moriremos
Con los brazos libres de ataduras.
Parece que no dice nada, y sin embargo dice todo lo que hay que decir, o por lo menos consigue que yo lo proyecte todo sobre esos versos. La inquietud de quien no puede conciliar el sueño, preocupado por una suerte que no es sólo individual. La calma de quien acepta la inevitabilidad de la muerte, pero reclama el derecho a elegir cómo llegar a ella: libre, sin cadenas físicas ni virtuales.
Y para que no quede duda de para qué necesita sus brazos, Meloy recupera la melodía del estribillo pero modifica su letra:
Así que ven a mí
Ven a mí ahora
Pon tus brazos alrededor mío
Por esto luchamos.
Recién entonces se entiende el desparpajo con que la canción le moja la oreja a la guerra, a la avaricia, al infierno y su infantería. Porque procede desde la convicción de quien lucha por la mejor de las causas y por eso se permite —aunque se sepa en inferioridad de condiciones— lanzar el guante, establecer el reto y saludar de modo cortés, creando belleza en las fauces de la muerte.
Así queremos ser, al menos.
Si cualquiera de nosotros dijese por esto lucho y cerrase la boca, todos los demás sabríamos de qué está hablando.
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