Policías amateurs
Voluntarismo y alcahuetería vecinal
El gatillo fácil no es patrimonio de las fuerzas policiales. De hecho, si miramos los homicidios con algunas investigaciones, por ejemplo, aquella que realizó el equipo creado por Raúl Eugenio Zaffaroni cuando era miembro de la Corte Suprema de Justicia, coordinado por Rodrigo Codino y Matías Bailone, nos daremos cuenta de que tenemos más chances de que nos mate nuestro vecino porque está armado a que lo haga un policía o un joven en ocasión de robo.
La semana pasada leímos en los diarios que un grupo de vecinos asesinaron de un balazo en la localidad de Villa Ballester a un joven al que había confundido con un ladrón. La víctima se llamaba Jonatan Ezequiel Sagardoy, tenía 32 años, estaba casado, tenía una hija y desde hacía diez años trabajaba en Easy. Según contaron testigos del hecho, cuando Sagardoy llegaba a en su camioneta a la casa de un amigo en el partido de San Martín, su auto fue rodeado por cuatro vehículos que lo venían siguiendo: una camioneta Renault Master blanca, otra Peugeot Partner, un Fiat Palio y una moto. En total eran ocho personas, dos se bajaron y fueron a increparlo sin preguntar nada. El que tenía el arma, Guillermo Nicolás Gómez (26 años), se acercó por el lado del acompañante de la camioneta de Sagardoy, que tenía la ventanilla baja, y sin mediar palabra le pegó un tiro que le ingresó por la axila derecha. En ese momento Sagardoy acelera y el tirador efectúa un segundo disparo que hiere a uno de sus acompañantes que se encontraba en el asiento trasero de la camioneta. Sagardoy murió al día siguiente en el Hospital donde había sido trasladado de urgencia.
Hasta donde sabemos los vecinos se habían agrupado para hacer frente a la ola de robos que asediaba el barrio. De hecho, según cuentan los vecinos ofensores, días atrás una persona que tenía similares características a la víctima había entrado a robar a una de las viviendas.
Las justificaciones que ensayaron los detenidos están hechas de la misma imbecilidad que las acciones que emprendieron. Se trata de vecinos que hicieron de la prevención una responsabilidad ciudadana. Ellos aprendieron que si la policía está ausente o llega tarde, deben tomar las cosas en sus propias manos. Por eso si no hay gatillo policial habrá linchamiento vecinal o justicia por mano propia. Esos vecinos, dueños de una verba idiota, quiero decir, incapaces de ponerse en el lugar del otro, de sentir al otro, salieron a dar caza al ladrón. Imaginamos que no estaban solos. Además de sus armas iban munidos de prejuicios que utilizaron para delimitar el blanco de su puntería. Porque el mapa subjetivo que utilizaron estaba hecho de los estigmas que ellos mismos habían asumido como propios: si es ladrón, seguro que es joven, masculino, morocho y viste ropa deportiva. Con ese estereotipo en la cabeza, cualquiera puede convertirse en sospechoso.
La vecinocracia es la expresión del voluntarismo policial. Parafraseando a Gabriel Kessler podemos decir, sin exagerar, que estamos en presencia de auténticos policías amateurs, que hicieron de la vigilancia y la puntería la manera de estar en el barrio. Un policía amateur es un aficionado que trabaja ad honorem, que presta servicios de manera voluntaria, acumulando acciones que certifiquen su responsabilidad y prestigio frente a su comunidad afín.
El amateurismo de la vecinocracia es el resultado de un doble proceso que vino por arriba y por abajo. Por arriba, con las políticas de prevención policial de Tolerancia Cero. Las policías no tienen la bola de cristal para saber dónde se va a cometer el próximo delito callejero o predatorio, y tampoco para testear online las derivas de los colectivos de pares que tanto miedo les producen a los vecinos. Por eso necesitan participar a los vecinos en las tareas de control. Corresponde a los vecinos andar alertas para mapearle a la policía la presencia de aquellos grupos de individuos, dueños de estilos de vida o pautas de consumo, que se corren de sus expectativas. Como dice el slogan favorito de las policías: “Si usted sabe o vio algo no dude en llamar al 911”. El prudencialismo policial se sostiene en la cultura de la delación o mejor dicho en un pacto de delación entre los funcionarios policiales y los vecinos alertas. En efecto, en los últimos años hemos asistido a una nueva forma de sociabilidad. Aquella vieja práctica que en algún momento fue vista con sospecha, y quien hacía uso de la misma se ganaba el menosprecio de sus pares, hoy parece haberse convertido en una conducta no sólo respetable sino también ejemplar, incluso retribuible o recompensable económicamente hablando (vecinos que delatan a la AFIP los comerciantes que no emiten facturas para participar en sorteos; que delatan a las productoras televisivas casos que merezcan una cámara oculta o investigación atractiva). La vecinocracia quiere recomponer la sociedad a través de un nuevo contrato social. La delación se inscribe en una sociedad con lazos fragilizados y debates fatigados, donde se sospecha que la forma de reforzar los lazos y sortear las discusiones será a través de la práctica delatora. Los problemas de la inseguridad despojan a la sociedad de sus rugosidades políticas, de sus debates ideológicos. Hecha esa reducción, solo resta el puritanismo del pacto delationis por el cual todo individuo recupera un poder individual de policía a cambio de los beneficios abstractos.
El filósofo y urbanista francés Paul Virilio ya había advertido el papel protagónico que desempeñaban los vecinos en las tareas de vigilancia y punición o seguridad en el territorio. Por eso llamó a estos vecinos ciudadanos-soldados o ciudadanos-policías. Un nuevo compromiso ciudadano se fue componiendo alrededor de la seguridad. El ciudadano-policía está llamado a cumplir funciones de alerta policial y eventualmente tareas policiales. Individuos dominados por el pánico a la inseguridad que se ven involucrados en acciones policiales. No sólo tienen que hacer de su vivienda una fortaleza inexpugnable, sino aprender tácticas de autodefensa personal, alarmarse, incluso armarse.
También el criminólogo australiano Pat O’Malley llamaba la atención sobre el giro responsabilizante de las víctimas potenciales en las sociedades de riesgo. Si la ocasión hace al ladrón, entonces corresponderá a los vecinos adoptar las medidas necesarias para evitar ser objeto de cualquier fechoría. Un vecino responsable es un vecino prudente, que puede anticiparse a las acciones de los grupos peligrosos. El actuarialismo liberal responsabiliza a los vecinos de su propia seguranza.
De ahí en más la seguridad se organiza en función de su capacidad de consumo: dime cuáles son tus ingresos y te diré los bienes o servicios que debes contratar en el mercado de la seguridad privada, es decir, te diré cuán seguro te encuentras. Este enfoque responsabilizante es congruente con la desinversión del Estado, con la opinión de que la seguridad se organice a través del mercado. Tal vez no sea este el caso de la Argentina, donde los gastos en materia de seguridad, si se los compara con el presupuesto que reciben las otras carteras, no dejan de crecer. Pero, al decir de Nils Christie, como el delito es “un recurso natural ilimitado”, todo lo que se invierta siempre será insuficiente. De allí que las peticiones de los vecinos estén hechas de los mismos reclamos: “Queremos más policías, más armas, más penas, más cárceles”. Palabras que, a los oídos de los funcionarios demagógicos, es la mejor música funcional para encarar cualquier gestión.
Ahora bien, no se trata solamente de una tendencia que nos llega por arriba, a través del Estado, de las políticas focalizadas que vienen ensayando a los ponchazos. También es la expresión de una tendencia punitivista que viene por abajo, del propio seno de la comunidad. Una tendencia, dicho sea de paso, manijeada y retroalimentada con las periódicas campañas de pánico moral propaladas por el mainstream periodístico empresarial. Una tendencia que tiene un contexto concreto: la desconfianza en la policía y la crisis judicial. En efecto, la reducción o pérdida de confianza no solo hacia políticos (gobernantes) sino sobre todo a los funcionarios profesionales (policías y operadores judiciales), ha activado a muchos vecinos a tomar las cosas con sus propias manos. Hay un sentimiento de desencanto y preocupación que alimenta el enojo y la indignación. Los vecinos alertas no solo están cada vez más preocupados y ansiosos por los problemas de inseguridad sino que suelen ser pesimistas a la hora de esperar respuestas efectivas (rápidas y contundentes). Se sienten vulnerables y que los policías y los jueces hacen muy poco para protegerlos. Peor aún, creen que los operadores judiciales están del lado de los delincuentes. De modo que si la percepción que tienen aquellos vecinos es que las autoridades encargadas de perseguir el delito están comprometidas en el mismo, y si los jueces no juzgan o son muy lentos en sus veredictos, la sensación de impunidad los lleva a buscar otras cajas de resonancia para hacer hablar sus problemas. Una tendencia, dicho sea de paso, que en los últimos cuatro años fue alentada por las máximas autoridades del ministerio de Seguridad.
Por eso, el desarrollo de la justicia mediática y la justicia vecinal son la expresión de esta tendencia. En el asesinato de Sagardoy en manos de este grupo parapolicial compuesto de vecinos alertas, confluyeron todas estas tendencias. En este caso concreto, para tramitar los problemas de seguridad, los vecinos fueron más lejos de la difamación moral y eligieron ponerle el cuerpo.
Con todo, los linchamientos y tentativas de linchamiento, la justicia por mano propia, los escraches, los incendios intencionados de viviendas y la consecuente expulsión de grupos familiares enteros de los barrios, las tomas de comisarías y lapidaciones a policías, los comentario de los lectores a las noticias en sitios informativos, son algunos de los repertorios previos que tienen a disposición los vecinos hoy día para tramitar sus problemas, descargar su bronca, dar rienda suelta a la ira y el odio acumulado. Son formas de violencia que no tienen la capacidad de detener la violencia, que tienden a escalar los conflictos a los extremos. Lejos de crear mejores condiciones para tramitar los problemas, agregan más leña al fuego.
Hablamos, entonces, de una tendencia que encuentra en el miedo un punto de apoyo para expandirse. No solamente el miedo sino la incertidumbre económica y la incompletitud identitaria (la fricción de lo incompleto o inseguridad de status), lo que el criminólogo británico Jock Young ha llamado la “inseguridad ontológica” o miedo a caer. En este contexto, el delito y la lucha vecinal contra el delito y la inseguridad se convierten en un catalizador de los sentimientos más negativos de la sociedad. Una lucha que las fuerzas vivas de la comunidad desplegarán a través de formas de castigo ostentosas, emotivas y ultraveloces.
- Investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Temor y control; La máquina de la inseguridad y Vecinocracia: olfato social y linchamientos.
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